Homilía de Mons. Javier Martínez en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción, el pasado 8 de diciembre, en la Catedral.
Fecha: 08/12/2016
Queridísima
Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
miembros del coro;
queridos amigos todos:
Todos los años, en la fiesta de la
Inmaculada, yo he subrayado cómo la Iglesia erige, crea, esta fiesta y proclama
el Dogma de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen justo en un momento
en que casi coincide cuando Nietzsche y la cultura moderna estaba proclamando
el súper hombre, la posibilidad para el hombre de hacer un mundo a la medida de
los deseos de su corazón sin contar con Dios, prescindiendo por completo de
Dios y afirmándose a sí mismo y su voluntad de poder.
Todos los años, yo he subrayado que
la fiesta de la Inmaculada no es simplemente una fiesta para decirle piropos
bonitos a la Virgen (como una fiesta tierna, pero, en el fondo, sin demasiado
contenido), sino que es una fiesta que afirma algo que es verdad profundamente
en nosotros, y es la primacía de la Gracia: el Cielo, que es Dios. A Dios no le
alcanzamos a base de puños y a base de esfuerzo por nuestra parte. A Dios sólo
podemos alcanzarLe si Dios se acerca a nosotros; si Dios nos precede, su amor
por nosotros; si Dios viene hasta nosotros, nos ensalza y nos levanta y nos
introduce en su vida divina.
Ser cristiano (podría ser el resumen
de todas las predicaciones que yo he hecho sobre la Inmaculada, que es una
fiesta preciosa, pero preciosa por llena de contenido, y de contenido para
nuestras vidas) no es pensar “si somos buenos, Dios nos premiará y si somos
malos, Dios nos castigará”. Eso lo han pensado todos los hombres religiosos
desde que el mundo es mundo. Tan pronto como aflora en el ser humano, en la
Prehistoria, una conciencia de Dios, y tan pronto como tenemos testimonios de
esa conciencia, escritos que podemos interpretar, los hombres han pensado eso.
Las largas oraciones, larguísimas, de páginas y páginas de los egipcios, por
ejemplo, para que Dios, los dioses, justificarse delante de ellos, de que
habían sido buenos y que, por lo tanto, no les castigasen demasiado, son una
evidencia de las miles que hay, justamente de esa actitud.
Nosotros somos cristianos porque
hemos oído una buena noticia. ¿Cuál es la buena noticia? Que nosotros no
tenemos que conquistar penosamente esa roca, esa montaña inaccesible que sería
Dios, que nunca llegaríamos. Nadie, nadie. Ni el hombre que tuviera más
cualidades, ni el hombre más pobre, humanamente hablando, o más pequeño. Nadie.
La distancia es tan infinita, tan inmensa, entre nosotros y Dios que las
diferencias entre nosotros no significan prácticamente nada en comparación con
esa distancia insalvable entre la criatura y el Creador.
Dicho eso, yo este año quisiera
hacer una observación un poquito distinta. Y para eso voy a hacer de “abogado
del diablo”, es decir, voy a poner dificultades al Dogma de la Inmaculada
Concepción. En primer lugar, las dificultades que ponen, sobre todo los
cristianos que provienen del mundo de la Reforma Protestante. Esos cristianos
dicen: la Inmaculada no está en la Biblia; es un dogma reciente y, por lo
tanto, no pertenece a la fe cristiana, ni a la Tradición cristiana. Supone ya
que estaba proclamado también, se proclama en torno a la misma época, la infalibilidad
del Papa (que es otra cosa que a ellos les pone muy nerviosos). Y los
ortodoxos, como sólo admiten los cinco primeros Concilios ecuménicos, dicen lo
mismo: no pertenece a las verdades contenidas en esos Concilios. A eso respondo
muy rápidamente: hay textos cristianos del siglo IV, incluso para la Ascensión
de la Virgen, que está muy estrechamente vinculada con la Inmaculada Concepción,
del siglo II, que la afirman con toda claridad. “Ni rastro de mancha he
reconocido en Ella”, dice en algún momento Satán. Y los Padres la confesaban
como Inmaculada.
(…) no he respondido a todas las
objeciones del mundo protestante. Y voy a responder a ella con un razonamiento
de un teólogo protestante contemporáneo, que decía: “El trabajo de san José fue
necesario para que el Hijo de Dios pudiera crecer y comer. Si san José no
hubiera trabajado…”, y esa es la razón más profunda para justificar la ley del
trabajo. No sólo que fuimos castigados al ser echados del Paraíso, sino que la
razón más profunda es que para que el Hijo de Dios pudiera crecer en este mundo,
una vez que ser había encarnado, san José tenía que trabajar. Dice: “claro, que
para que la obra y el trabajo de un hombre pueda ser útil a Dios, hace falta
primero que Dios haga con él algo parecido a lo que los católicos confiesan en
el Dogma de la Inmaculada”. Es decir, para que nosotros podamos amar a Dios, o
servir a Dios, o ser útiles al designio de Dios, es necesario primero que Dios
nos haga útiles. Y es verdad. De nuevo, la primacía absoluta de la Gracia.
Vuelvo a las objeciones, una que me
ha surgido a mí muchas veces cuando estudiaba Teología y cuando era más joven.
Decir: “Señor, si Tú pudiste crear a la Virgen Inmaculada, ¿por qué no nos
creaste a todos como a Ella?”. Y ya está. Si Tú lo hiciste y los teólogos del
siglo XVI y del siglo XVII decían “pudo hacerlo, quiso hacerlo y lo hizo”; es
decir, si fue un capricho tuyo, Señor, pues en ese capricho con todos nosotros,
¿no? O, ¿por qué tuviste que esperar? Haberlo hecho nada más que salieron los
hombres del Paraíso y perdieron la gracia, creas a la Virgen, nace el Hijo de
Dios, y ya está, y desde entonces hubiéramos podido, todo el Antiguo
Testamento, las guerras, la sangre, los crímenes, todo aquello se habría podido
evitar, por lo menos en parte, como se ha podido evitar en la historia de la
Iglesia, ¿por qué esperaste a Abraham hasta la Virgen 2.000 años?
Voy a responder. Sencillamente, esa
concepción supone un concepto de libertad de Dios y el hombre como contrapuestos,
y esa es una concepción totalmente moderna. Y luego, de la Gracia de Dios y de
la libertad del hombre, también como contrapuestas. Igual que contraponemos la
razón y la fe. Decimos: si es fe, no puede ser de razón; si es una cosa que es
razonable, no es motivo de fe. Pues lo mismo: si es un regalo que Dios le ha
hecho a la Virgen, pues ya está, es un capricho de Dios, pero no es algo que
tenga que ver con su libertad. Entendemos la gracia y la libertad como dos
cosas que se contraponen: donde llega la gracia, desaparece la libertad. Pues
no. En primer lugar, porque la libertad misma es obra de la Gracia. Todo lo que
somos es obra de Dios. Todo lo que somos es gracia de Dios. Y lo mismo la
razón: la razón es gracia de Dios; el poder pensar, el poder razonar, el poder
imaginarnos lo que es un amor infinito o imaginarnos lo que es una belleza sin
límites, o la búsqueda infatigable de la verdad que hay en el corazón humano, y
una especie de repulsa hacia la mentira. Todo eso es ya don de Dios y todo lo
que somos es don de Dios. Lo natural no existe como al margen de Dios. Y Dios
ha respetado a su creación; una vez que la ha hecho libre, ha respetado.
Entonces, Dios ha necesitado 2.000 años para educar a un pueblo donde alguien
le pudiera decir “sí” libremente. Pero decir “sí” libremente no excluye la obra
de la Gracia. Es todo ello. Toda esa educación del Antiguo Testamento, todo
ello es obra de la Gracia. Gracia y libertad en la Virgen encuentran su
plenitud más total. El “Sí” de la Virgen es totalmente de la Virgen y es totalmente
de la Gracia. Cuando nosotros Le decimos al Señor el “sí” más humilde es
totalmente de Dios y totalmente nuestro. Hasta desear a Dios, es fruto de la Gracia
en nosotros. Hasta desear la Gracia de Dios ya es un don de la gracia.
Hay otra razón importante, que me
parece que, si Dios me da la gracia, la podría explicar bien. Nosotros somos
unidad de alma y cuerpo. No somos un alma como una especie de cosa cerrada que
tiene un envoltorio de papel de celofán que sería nuestro cuerpo. Cuerpo y alma
están profundamente unidos. Si el Hijo de Dios tenía que hacerse hombre, no
podía recibir un cuerpo, y en el fondo una psicología y unas tendencias, que no
fuera absolutamente puro. Dios tenía que dotar la humanidad de la que iba a ser
la Madre de su Hijo, de tal manera que su Hijo pudiese recibir un cuerpo sin
tendencia a la envidia, sin tendencia… Veréis, los niños, por muy pequeñitos
que sean, todos nos damos cuenta, también lo decían los Padres: hasta en los
niños más pequeños de familias cristianas “puedo reconocer -decían Satán- mi
levadura”, porque se tienen envidia unos a otros, porque el niño más pequeñito
dice “mío, mío, mío”, y cosas así, y hay que educarlos. Para que el Hijo de
Dios pudiera tener una humanidad que pudiese ser la humanidad del Hijo de Dios,
necesitaba una madre que fuese absolutamente pura, una madre que hubiese sido concebida
sin macha de pecado, para que su humanidad pudiese comprender nuestra
inclinación al pecado pero no tener ninguna inclinación al pecado; ser
propiamente la humanidad de Dios.
Última razón que yo quiero subrayar.
(Me perdonáis, yo sé que cada una cosa de estas necesitaría varias horas de
exposición, pero no tengáis miedo, que no os voy a agotar, creo que no). Por
amor a nosotros. El Señor quiso crear una criatura que pudiera ser un espejo
para todos los hombres. El Sí de la Virgen refleja toda vocación humana. La
belleza de la Virgen es el espejo en que la Iglesia puede reconocer la vocación
suya a esa misma belleza. La verdad profunda de una humanidad, de una mujer que
es capaz de engendrar dentro de sí al Reino de Dios prefigura, por así decir, en
su belleza y en su verdad, la verdad de una humanidad que es portadora de
Cristo en su seno. Muchos de vosotros vais a comulgar, vais a llevar en vuestra
carne al Hijo de Dios de una manera diferente pero no menos verdadera que como
lo llevó la Virgen. La belleza con que representamos siempre la imagen de la
Virgen es la belleza del hombre, de la mujer, de la humanidad femenina que
acoge a Dios, y que esa Presencia de Dios la hace resplandecer sencillamente de
belleza.
La Iglesia está llamada a ser -lo
dice San Pablo- santos e irreprochables. Irreprochables es lo mismo que
inmaculados. Santos inmaculados ante Él, por el amor, por la caridad. Esa es
nuestra vocación. Y el Señor ha querido que tengamos un espejo de alguien que
ha cumplido perfectamente esa vocación para que nosotros veamos que acogiendo
la gracia la vida cambia. Que acogiendo la gracia adquirimos esa belleza que
Cristo desea para nosotros, para su Iglesia, para su Esposa, la misma que ha
deseado para su Madre. Y entonces, nosotros tenemos como un estandarte al
caminar por la vida, una figura a la que mirar, alguien en quien mirarnos y
decir: Señor, sólo con acogerte la humanidad se transforma en una humanidad
nueva; de Ella (por eso decimos “nueva Eva”) ha comenzado una humanidad en la
que la santidad es posible, no porque somos más fuerte, no porque somos mejores.
No somos cristianos por ser mejores. Somos cristianos por la Gracia de Dios. Porque
en Cristo esa Gracia se nos ofrece, se nos da, y hace que pueda florecer
siempre, hasta en el más pecador de nosotros, los frutos, las flores de la
santidad.
Que el Señor nos conceda, primero la
gratitud inmensa por la figura de la Madre de tu Hijo, espejo, tipo, modelo de
la Iglesia; y segundo, que nos conceda buscar siempre en Ti la santidad que
nosotros nunca seremos capaces de producir, la belleza y la verdad de nuestras
vidas, que no nacen de nosotros, sino de conocer el conocimiento de Cristo
Jesús, que quiso nacer de la Virgen justamente para mostrarnos a nosotros, para
darse a nosotros, para entregarnos a nosotros, para poder nacer también en cada
uno de nosotros y crear una humanidad nueva, agradable a Dios.
Vamos a profesar nuestra fe.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de
Granada
8 de
diciembre de 2016
Santa Iglesia Catedral de Granada