Homilía en la Eucaristía con la que se celebró el Sacramento de la Confirmación en la parroquia de Santa María la Mayor, de Padul.
Fecha: 18/12/2016
Queridos hijos, sois una panda fantástica, y un buen grupo.
A lo mejor algunos os preguntáis,
porque, muchas veces, las Confirmaciones suelen ser más bien hacia el tiempo de
Pascua, qué hacemos confirmándonos unos días antes de Navidad, y sin embargo ayer
confirmaba yo también a otro grupo de casi 40 personas, de jóvenes y algunos
adultos, en Salobreña, y yo explicaba que justo el hecho de la Confirmación nos
puede ayudar a entender mejor qué sentido tiene celebrar la Navidad.
Porque, ¿qué significa que
Jesucristo haya venido? Porque no vino hace 2000 años simplemente para las
pastores, para las Reyes, y para nosotros no es más que un recuerdo de una
historia bonita y tierna.
Veréis, que tiene de bonita y tierna
lo justo, porque los magos eran paganos, los judíos los despreciaban. Y los
pastores era una profesión, que, en el mundo fariseo del tiempo de Jesús, era
una profesión proscrita. ¿Os acordáis del hijo pródigo, que se fue de su casa,
y el Señor lo cuenta que acabó haciéndose pastor de cerdos? Quien se hacía
pastor era como si fuera un apóstata, como si hubiera renegado del pueblo
judío, y nunca nadie más lo recibiría nunca en su casa. Por eso llama tanto la
atención con lo que cuenta Jesús que el padre saliera corriendo a recibirle y a
abrazarle porque su hijo había vuelto, porque ningún padre judío hubiera hecho
eso con un hijo que se había hecho, no solo pastor, sino, además, pastor de un
animal maldito para el pueblo judío que eran los cerdos.
Por eso digo, que a nosotros nos
parece muy tiernecito la historia del belén, pero que el Señor ya, desde el
principio, escogió no sólo los sanos los que tienen necesidad de médico, sino
los enfermos. Lo que pasa es que enfermos un poquito estamos todos, porque
decidme en qué familia no hay un poquito de dolor, y lo dicen muchas personas
ahora: ‘pues para mí estas fiestas a veces son tristes porque falta mi madre o
falta la abuela o tenemos a papá con alzhéimer en casa’, y nos recuerda todo
eso al paso de tiempo, el hecho de que tenemos una condición mortal, y surgen
las preguntas de que qué significa cantar villancicos, qué significa tomar
turrón y celebrar… ¿Qué es lo que celebramos?
Celebramos que Dios nos quiere; que
nos ha querido hasta tal punto que se ha entregado por nosotros, porque no vino
hace 2000 años para los pastores y para los magos. Viene a nosotros. Viene a
vosotros esta tarde. Con la misma verdad con que vino a la Virgen, de una
manera distinta, pero viene a estar en nosotros.
Vosotros vais a comulgar esta tarde.
Yo lo he hecho también esta mañana en la Catedral. Y tengo al Señor conmigo. Y
eso es sobrecogedor cuando uno cae en la cuenta de ello. Pero sobrecogedor de
bonito. No un motivo de preocupación, sino un motivo de alegría; un motivo de
alegría inmenso, que es capaz de vencer todas las cosas que en la vida nos dan
motivos de tristeza: el mal, la enfermedad, la muerte, las heridas que el roce
de unos y otros nos causan entre nosotros, todo eso que es como si fuera una
especie de tumor en nuestra alegría que nos impide estar contentos muchas veces
en la vida, contentos de verdad, no contentos de mentirijillas (contentos de
mentirijillas es muy fácil estarlo, pero contentos de verdad, desde el fondo de
nosotros mismos). Alegres de verdad, Jesús ha venido para eso. Lo dijo Él: “Yo
he venido para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a
plenitud”. Es decir, para que podáis estar contentos del todo, contentos
siempre. Y dices: ‘Dios mío, pero si tengo a mi madre enferma, ¿cómo voy a
estar contento?’. No contento porque está enferma. ¿No os llama la atención que
en los funerales sigamos diciendo eso que decimos en todas las misas “es justo
darte gracias, justo y necesario darte gracias siempre y en todo lugar”? ¿Gracias
por qué? Imaginaros una madre que ha perdido un hijo. ¿Vamos a dar gracias
porque ha perdido un hijo? No. Damos gracias siempre por Jesucristo. Porque habría
madres que perderían hijos con y sin Jesucristo, y nuestra condición humana; nos
pondríamos enfermos con y sin Jesucristo. Pero Jesucristo nos permite dos cosas
(muchas cosas, pero dos o tres que son muy importantes, extraordinariamente
importantes). Yo las voy a sacar de las lecturas de hoy, las que están en el
nombre de Jesús, lo que le dice el ángel a José: “Se llamará Jesús porque Él
salvará al pueblo de sus pecados”. Nosotros no vemos ninguna lógica en que
Jesús salvara al pueblo; en la lengua de Jesús, “Yeshua” significa “Dios
salva”, “Dios es el que salva”, “Yahvé es el que salva”, “Yahvé, el salvador”.
Y el nombre de Jesús significa justo eso: que nuestra felicidad en la vida no
depende de que nosotros seamos muy buenos, muy buenos, muy buenos, o no depende
de que nunca pase nada, de que no haya tormentas, ni tsunamis, ni desgracias en
el corazón y en las relaciones de unos con otros en la familia, no depende de
que nos vaya bien en la vida como a veces pensamos, que no haya ningún
problema. No. Hay un amor más grande que todos los males del mundo. Hay un
amor, el de Dios, por cada uno de nosotros.
Sois un grupo tan numeroso que han
salido casi todos los nombres, desde Alejandro, Andrea, creo que hay un Andrés
también, unas cuantas Marías, desde María de los Dolores hasta María de
distintas advocaciones de la Virgen. ¿Podría decir cada uno de los nombres? A
ti, con tu historia, con tus debilidades, con tus límites, con tu forma de ser,
esa forma de ser que siempre te dicen tus padres que a ver si la cambias un
poquito, para que te vaya mejor en la vida o seas más buena. Tal como eres, el
Señor te ama, y te ama con un amor infinito. En las carreras, uno tiene que
sacar una buena nota para tener un buen puesto de trabajo y uno tiene que dar
la talla, por así decir. Ante el Señor no tenemos que dar ninguna talla. Él nos
quiere. Nos quiere como somos. Nos quiere siempre y nunca va a dejar de
querernos. Él entregó su vida en la cruz haciendo una alianza de amor eterno. Lo
dijo en la Última Cena: una alianza nueva y eterna con cada uno de nosotros,
con todos los hombres, y ese amor no nos va a faltar nunca si lo acogemos y si
le abrimos el corazón. Eso cambia la vida. No porque por tener a Jesús no nos
pasen esas cosas, que no nos va a atropellar un coche o que no vamos a tener un
accidente o que no nos vamos a poner nunca malos. No. Sino, porque sabemos que
pase lo que pase en la vida, el final de esa historia es bonito. Porque no hay
nadie que pueda arrancarle a Dios el amor que nos tiene. Tendría que ser alguien
más potente que Dios. Y no lo hay. Nos pueden arrancar muchas cosas: arrancar
la salud, se nos puede hundir la empresa que hemos hecho, nos podemos quedar
sin trabajo, podemos coger una enfermedad, pero nadie nos puede arrancar el Amor
que nos ha creado y que nos llama a participar de su Amor para siempre. Y eso
cambia la vida. Cambia lo que significa celebrar un cumpleaños, cambia lo que
significa estudiar, cambia lo que significa quererse, cambia lo que significa
divertirse. Llena la vida de una luz y de una alegría que no tienen fin
realmente porque su fuente es inagotable, y permite vivir en las dificultades
de la vida, pasar por ellas, envejecer, acercarse a la muerte, y acercarse sin
miedo porque del otro lado de la muerte nos esperan los brazos abiertos de un Amor
como no hemos conocido ningún otro en este mundo, y la fuente de todos los
amores bonitos que hemos conocido en este mundo, que hay muchos: el amor de los
padres, el amor de los esposos, el amor de los amigos, de los hermanos, todas esas
formas de amor que hacen la vida tan bonita, que la pueden hacer, cuando hay mucho
amor, tan bonita. Todo eso no es más que pálidos reflejos de lo que Dios os
quiere a cada uno, nos quiere a cada uno, en nuestra pobreza, a pesar de
nuestra pobreza.
Lo primero es eso: ya nos tenemos
que dar la talla. Sabemos que no la vamos a dar nunca para alcanzar a Dios. Nunca
la daríamos. Es Dios el que se ha abajado hasta nosotros. Es Dios el que ha
querido hacerse niño, participar de nuestra condición humana, sufrir las
desgracias que sufrimos los hombres hasta morir condenados injustamente con una
muerte horrible (yo creo que ni Mel Gibson era capaz de imaginarse el dolor y
la angustia del tipo de muerte que inventaron los hombres cuando inventaron la
crucifixión). Y eso lo ha querido hacer para que yo sepa que Tú, Señor, me quieres.
Eso es lo que significa “Salvarás a tu pueblo de los pecadores”. No que nos ha
enseñado a ser buenos y luego nosotros a base de esfuerzo conseguimos ser
buenos. No. Que la medida de nuestra vida no la da lo que somos capaces de
hacer, sino la da tu Amor, que es fiel.
Acabamos de terminar el Año de la
Misericordia. Y el Año de la Misericordia lo que ha querido el Papa es justo
que nos recordemos de eso, de que delante de nosotros siempre está la
Misericordia infinita de Dios. El nombre de Dios es Misericordia, es Amor. Y el
amor con personas que somos frágiles, que nos equivocamos, que nos hacemos daño
sin querer, que además hacemos daño a las personas que más queremos, porque yo
creo que no he hecho nunca daño a ningún habitante de Indonesia, o de la
Polinesia, sólo he hecho daño a las personas que tengo al lado, que es con los
que me enfado, que es con los que pierdo la paciencia. Normalmente hacemos daño
a nuestros padres, a nuestros hermanos, al marido o a la mujer, o a los hijos, a
las personas que más queremos. Porque son los que nos enfadan, y a veces con la
mejor intención, porque queremos que sean mejores, queremos que sean de otra
manera y, entonces, les hacemos la vida un poquito imposible a base de decirles
‘que tienes que ser así, que tienes que ser así’… ‘¡si no puedo!’.
(Un paréntesis, ya que me he metido
en “este charco” de cómo hacemos daño a las personas que más queremos. Lo que
más nos irrita en la familia o así es que vemos en ellos nuestros propios
defectos. Y no nos enfadamos con ellos, nos enfadamos con nosotros, pero los
padres no quieren que sus hijos tengan sus defectos y lo que más nerviosos les
ponen es cuando ven sus defectos mismos en sus hijos, y entonces se ponen muy
nerviosos y quieren que sus hijos no tengan ese defecto porque ya saben ellos lo
que han sufrido con ese defecto y los niños se ponen atacados. Los defectos que
no son nuestros a veces hasta nos dan una cierta ternura, nos hacen gracia.
Pero los defectos donde esté viendo yo a un hermano mío o esté viendo mi
espejo, lo que me da rabia es tener defecto, y como le quiero, no quiero que él
lo tenga. Los padres a los hijos, lo mismo. Eso pasa muchas veces, no digo que
siempre, pero pasa muchas veces en las familias).
La medida en nuestra vida no es lo
que nosotros seamos capaces de conseguir en el ser buenos. La medida en nuestra
vida es que Cristo ha derramados su sangre preciosa por cada uno de vosotros;
que Dios os ama a cada uno y a cada una con un amor infinito, y no os va a
abandonar nunca. Y vuelvo al otro nombre de Jesús, el que decía el profeta
Isaías: “Habrás de dar a luz un hijo y su nombre será Emmanuel”. Emmanuel
significa en hebreo “Dios con nosotros”.
Qué bonito es estar acompañado. Yo
no sé si en Padul, ciertamente, antes que empezase la industrialización y todo
eso, la gente andaba mucho por el monte, pero ir sólo por el monte da cosilla,
aunque uno se lo conozca muy bien, sobre todo si se te hace tarde, se te hace
de noche, o se te mete la niebla, da cosilla, y nada agradece uno más que ir en
compañía de alguien que tiene experiencia del camino, poder decir “nunca
estamos solos”. Señor, Tú nos acompañas siempre. Y hasta esos días que salen
mal las cosas y que has metido la pata, y que te has enfadado, y que has
perdido la paciencia, o donde todo ha salido al revés, y así: Tú no dejas de
acompañarnos, nunca.
Yo os decía al principio que Jesús
dijo “Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados”. Me gusta pensar a
veces, como al Señor no le cuesta trabajo, seguro que cada cabello tiene un
nombre. Hay un poeta cristiano que dijo una vez que cada estrella tenía un
nombre para el Señor. Fijaros que son miles de millones, de millones de
estrellas. Pues también nuestros cabellos tienen un nombre para el Señor, hasta
tal punto es exquisito su amor por nosotros. Saber que vamos a estar siempre
acompañados; que nos puede faltar todo, un día nos faltará la salud, otro día
nos faltará la compañía de nuestra familia, y el Señor no nos soltará de la
mano, nunca. Y no nos va a abandonar nunca. Eso permite vivir la vida de otra
manera, con una alegría nueva. Y esa alegría es lo más importante, el primer
fruto de haber conocido al Señor.
Entonces, las circunstancias de la
vida serán las que sean, pero la noche de Navidad nosotros Le daremos gracias
al Señor, porque vienes. Pero no porque vienes hace 2000 años, sino porque
vienes a nosotros, porque quieres acompañarnos a nosotros. Porque aunque
nosotros nos olvidemos de Ti, y eso es justo lo que celebramos en la
Confirmación: Señor, yo me puedo a lo mejor olvidar de Ti, yo te puedo dar la
espalda, yo puedo fallarte de mil maneras y Tú no me Te vas a alejar de mí ni
una millonésima de segundo, ni una millonésima de milímetro. Vas a estar
siempre, siempre, siempre conmigo. Señor, ¿qué he hecho yo para merecer tanto
bien? Y qué ojos nuevos surgen de esa certeza de tu Compañía, de tu
Misericordia a la hora de mirar el mundo, a la hora de vivir, a la hora de
tratar a las personas, a la hora de quererse, a la hora de poner calidad,
afecto, alegría en la vida. Eso es lo que el Señor nos da, y no una alegría a
base de olvidarse que existen las cosas malas, que es como nosotros la buscamos
muchas veces, sino una alegría que puede tener los ojos abiertos a todo: a la
enfermedad, a la muerte, a todo, y sin embargo, no hay nadie que pueda arrancar
las raíces de esa alegría, porque esas raíces no están en mis fuerzas, están en
tu Amor infinito por nosotros.
El Señor, a través de unos gestos
muy pequeños…, pero ya me lo habéis oído decir más veces: que todos los modos
de comunicarnos entre los hombres son pequeños. Un beso es un gesto muy
pequeño, y sin embargo, a un enfermo cuánta paz le puede dar que alguien se
acerque y le dé un beso. Una caricia es un gesto bien pequeño. Piensa uno en
una persona que está sufriendo muchísimo… recuerdo yo una médico que solía
recetar a veces en las casas “caricias por turno”, y a veces le decían ‘pero
esto no es una medicina’, y decía ‘ésta es la mejor medicina’. Para una persona
mayor o así, que estaba a lo mejor viviendo sus últimos días, la mejor medicina,
“caricias por turno” del resto de la familia. Me parece una medicina preciosa.
Qué gesto más pequeño es una caricia; cuánto puede aliviar, cuánto puede
consolar, cuánta alegría puede dar una mirada, una sonrisa.
¿Cómo se conocieron vuestros padres?
¡Preguntádselo! A lo mejor era un cumpleaños, y en ese cumpleaños él la miró, o
ella pensó que él la miraba, y entonces empezaron a hablar, y aquella mirada
cambió su vida; qué gesto más pequeño es una mirada. “Me pareció que estaba
sonriendo”. Es que me estoy acordando de un caso, donde estaban los dos montando
en un tren y a él le pareció que ella le estaba mirando, y entonces la buscó en
el tren para invitarla a una Coca-Cola, y a los diez minutos de estar con ella,
se dio cuenta de que ella tenía algo así como siete u ocho dioptrías y era
imposible que le estuviera mirando porque tenía unas gafas muy gruesas, simplemente
se lo había parecido a él, y son unos padres felicísimos, padres de cinco
hijos. Pero dices qué gesto tan pequeño: ella volvió la cabeza, él se creyó que
le estaba mirando a él, y eso cambió sus vidas.
Los gestos pequeños de los
Sacramentos: el trocito que parece de pan pero que está consagrado en la
Eucaristía lleva al Señor dentro. La imposición de las manos, la unción con el
Santo Crisma… lleva al Señor dentro. Lleva todo eso tan grande que he descrito
dentro de ese pequeño gesto que es un gesto de Amor del Señor, que pasa por mis
pobres manos a vuestras vidas.
Que no os falte nunca la conciencia
de esa Compañía y de la alegría que nace de ella, eso es lo que Le pedimos todos
al Señor para vosotros.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
18 de diciembre
de 2016
Parroquia de Santa María la Mayor, de Padul