Homilía de Mons. Javier Martínez en la Misa de medianoche que anuncia la Solemnidad de la Natividad del Señor, más conocida como Misa del Gallo, celebrada en la Catedral.
Fecha: 24/12/2016
Esta mañana celebraba yo la Eucaristía de Navidad en la
cárcel. Hace muchos años que lo hago. Y siempre me ayuda a comprender y a vivir
mejor lo que celebramos esta noche. Porque una dificultad, un dolor que yo
percibo expresado en muchas personas en estas últimas semanas es decir “pero,
por qué, cómo vamos a celebrar la fiesta de Navidad si en nuestra familia hay
tantas heridas; si nos falta alguno de nuestros padres o de nuestros abuelos y
lo vamos a echar muchísimo de menos; o si resulta tan difícil, llevamos tanto
tiempo separados unos de otros, con fracturas, con divisiones, con dramas, con
separaciones, que el mero hecho de estar juntos supone una tensión; o
simplemente porque nos vamos a juntar todos y hay tantísimo trabajo que hacer
cuando no hay tiempo para nada”.
Yo me acuerdo de aquella frase de Jesús: “No son los sanos
los que tienen necesidad de médico, sino los enfermos”. La Navidad no es para
aquellas personas que porque son muy felices y no tienen nada de qué
preocuparse pueden descorchar una botella de champán, abrir los turrones, y
jugar con los niños, y cantar villancicos. La Navidad vendría a ser así como un
sello a una felicidad que hacemos nosotros, que hemos hecho nosotros, que
tenemos nosotros sin la Navidad.
La Navidad viene justamente porque nuestros padres mueren,
porque nosotros envejecemos, porque nosotros pecamos, nos apartamos de Dios y
nos separamos unos de otros; viene porque hay dolor; viene porque hay guerra.
Esta misma noche, hace unas horas, en Alepo, los cristianos en medio de unas
ruinas, en medio de toda la pérdida y la tragedia que supone para tantas
familias cantaban el Gloria, seguramente con mucha más conciencia que nosotros,
porque el Hijo de Dios viene para salvarnos de nuestra miseria; porque el Hijo
de Dios viene para abrazar esta humanidad nuestra, pobre, herida, a veces
verdaderamente mezquina, a veces miserable, a veces mala. ¿Crees que Dios no
sabía todo eso cuando entregó a su Hijo y lo puso en nuestras manos? ¿Crees que
Dios ignoraba hasta qué punto puede ser sutil y venenosa la miseria humana? ¿O
hasta qué punto puede ser profundo el amor y las heridas que deja un amor que
se rompe o una amistad que se traiciona, o un amor al que se es infiel?
¿Ignoraba Dios todo eso?¿Pero qué idea nos hacemos de Dios?
No, Señor. Nosotros cantamos el Gloria, nosotros cantamos
el Aleluya porque somos pobres. Nosotros cantamos el Aleluya porque estamos
enfermos. Pero hay médico. Tenemos médico. Y un médico que tiene la medicina de
vida, que tiene la salvación para nosotros. Cantamos el Aleluya y lo cantamos con
todo nuestro corazón, desde el fondo de nuestro ser, justo porque el mundo está
herido; justo porque nuestras vidas viven en ese mundo herido y participan de
ese drama. Muchas veces somos ese drama, vivimos ese drama.
Por eso, adoramos a ese Niño en el que mora corporalmente
la plenitud de la divinidad, en el que tu vida divina, tu vida inmortal baja
hasta nosotros, bien hasta nosotros, nos abraza, se une a nosotros y nos hace
hijos suyos, herederos de su Reino, herederos de su Vida. La Navidad es tiempo
de adoración, tiempo de decir “Señor, pero cómo, ¿a mí, me deseas?, ¿a mí me
anhelas?, ¿de mí quieres tener necesidad? ¿Mi pobreza te parece tan digna de
amor no sólo como para venir a compartir nuestros llantos y nuestra condición
humana, sino para experimentarla y beberla hasta el fondo, hasta el día de la
cruz?”. Qué amor tan grande.
Dos o tres días antes de Navidad, la
Iglesia pone una lectura del Cantar de los Cantares sobrecogedora, donde Dios
habla de su pueblo; su pueblo pecador; su pueblo que ha ido al exilio por sus pecados;
su pueblo desparramado por el mundo; su pueblo que se siente abandonado de Dios
y habla de su pueblo como un hombre habla de una mujer a la que ama
apasionadamente, a la que desea apasionadamente. Y cuando uno lee eso en la
Eucaristía unos días antes de la Navidad dice “Señor, y ése eres Tú. Y esa
mujer es la humanidad. Esa mujer somos nosotros. Ese amor tuyo somos nosotros,
nuestra pobreza”. Como para no adorarTe, Señor; como para no cantar… en medio
de las lágrimas si queréis, pero como para no cantar, desde lo más hondo de
nuestro corazón. Gracias. Tu luz brilla en nuestra noche, tu luz ilumina
nuestras vidas. Tu luz nos hace que tenga sentido el dolor, pero más todavía
que tenga sentido la alegría; que la alegría no sea una evasión; que la alegría
no sea una huida del mal o del dolor, o un cerrar los ojos a la existencia del
mal y del dolor. Que la alegría pueda ser sólo la certeza de que por muy grande
que sea el mal, por mucho poder que parezca que tiene, tu amor es más grande,
tu misericordia es infinita, tu misericordia es eterna. Tú no te cansas de
nosotros.
Mis queridos hermanos, os invito a
vivir estos días con esta conciencia y pedirLe al Señor que esta conciencia
llegue a todos los rincones de nuestras casas. Eso no hará más fácil preparar
esa cena tan difícil donde a lo mejor una familia medio rota vuelve a juntarse
y todo el mundo está calculando un poquito con estrategia cómo vamos a no terminar
discutiendo. No. No lo hace más fácil, pero hay los motivos en el corazón para
desearlo, para pedirlo, para contribuir, para ser el primero que rompe el
hielo, para ser el primero o la primera que sabiendo que a esta persona le
agrada esto le presenta sencillamente ese don o le pregunta por su otra familia
o por aquello que le interesa o por cómo le va en el trabajo. Se interesa por
él o por ella.
Que la Presencia preciosa,
bondadosa, fecunda de tu vida divina en medio de nosotros haga florecer en
todos nosotros el amor a todos, también a los que no nos aman, también a los
que nos odian; y el deseo de que ese amor pueda ser una semilla que siga
creciendo en el mundo, a pesar de toda la fuerza del odio, a pesar de toda la
fuerza y de todo el poder del mal, a pesar de todos los intereses del mundo, a
pesar del poder inmenso que parecen tener las malas noticias. Pero es el Amor
el que hace dos mil años se sembró en la tierra y no va a dejar de crecer. Es el
Amor quien construye. Es el Amor quien permanece. Es el Amor quien salva. Y es
el Amor quien ha venido hasta nosotros para sembrarse en nuestras vidas y en
nuestro mundo.
Que seamos, en la misma medida en
que lo recibimos, sembradores de ese Amor por todas partes.
Mis queridos amigos, seáis de donde
seáis, feliz Navidad.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
Misa del Gallo, el 24 de diciembre
de 2016
S.I Catedral