II Domingo de Cuaresma. Ciclo C
Fecha: 07/03/1971. Publicado en: Semanario Diocesano Luz y Vida 626, 6-7
En los tres evangelios sinópticos se presenta como acontecimiento decisivo en la vida pública de Jesús el episodio de Cesarea, en que Jesús pide a sus discípulos la opinión de las gentes acerca de su misión, y luego la suya propia. En esa ocasión Pedro le confiesa su fe: “Tu eres el Mesías”. A partir de esa episodio se van rompiendo los puentes entre Jesús y la masa, que quisiera ver en él un Mesías nacionalista, y el relato evangélico se orienta ya hacia la Pasión. Jesús se consagrará más particularmente a la enseñanza de aquel grupo de discípulos que sigue fiel a su lado. Entre las instrucciones que Jesús dirige a ese pequeño grupo, los tres evangelistas destacan las que iban encaminadas a prepararles a la Pasión: Jesús anuncia insistentemente su destino para que, al llegar el momento, la dureza de la prueba no les hiciese abandonar la obra comenzada. Por tres veces les anuncia Jesús que el Hijo del Hombre debía padecer y ser entregado en manos de los hombres antes de su glorificación. Sistemáticamente también, los discípulos se rebelan contra la idea de un Mesías doloroso y sufriente. A pesar de que Jesús anuncia siempre su triunfo a la par que su pasión, los discípulos siguen cerrados a los designios de Dios, y tal idea se les hace insufrible. La mañana de Pascua el escándalo habrá pasado, pero antes tiene que llegar la gran prueba; ¿cómo abrir sus ojos para que en ese momento no sucumban del todo a la tentación?
Es aquí donde interviene el relato de la Transfiguración, que leemos en el evangelio de hoy, y que los tres evangelistas traen después del primer anuncio de la Pasión y el primer escándalo de los discípulos. El núcleo del relato está en la voz celeste, es decir, en la revelación que Dios Padre hace a los tres escogidos de que Jesús es el Hijo de Dios y el “Profeta” por excelencia, a quien han de seguir y escuchar. A pesar de todos los esfuerzos que se han hecho para negar la historicidad de este episodio, viendo en él, por ejemplo, una aparición de Jesús resucitado que los evangelistas habrían transplantado a este lugar, el relato se resiste a toda disección. Detalles como la elección aparte de los tres discípulos, su ininteligencia de lo que sucede, o la destinada exclamación de Pedro, carecerían en ese caso de sentido, lo mismo que la insistencia en que Jesús se “transformo”: las apariciones de Jesus resucitado insisten al contrario en la identidad del Aparecido con Jesús.
Lo que sucede es que, al igual que en otros pasajes evangélicos en que se ha de narrar algo que es misterioso, y por así decir, inexpresable, los evangelistas recurren para ello al lenguaje del Antiguo Testamento, con el que ellos y sus lectores estaban familiarizados. Así, en nuestro caso, los evangelistas expresaron esa revelación de Dios, ese sello que Dios había puesto al anuncio que Jesús acababa de hacer sobre su destino, con una serie de términos y expresiones que en el lenguaje del Antiguo Testamento habían llegado a ser como términos técnicos para “describir” una manifestación de Dios: así la nube, la imagen de los vestidos blancos y resplandecientes, el esplendor de su rostro, el monte, las figuras de Moisés y Elías, imágenes todas ellas que tratan de acercarnos a la gloria de Jesús que el Padre les reveló por un instante.
Como un instinto certero, la Iglesia propone la lectura de la Transfiguración en Cuaresma, ahora que nosotros, al igual que los discípulos de antaño, nos preparamos a vivir los Misterios Pascuales. Como para ellos, la contemplación de la gloria de Jesús debe sernos estimulo y fortaleza para seguir a Jesús en su doloroso caminar hacia la Resurrección.
F. Javier Martínez