Homilía de Mons. Javier Martínez en la Catedral en la Natividad del Señor.
Fecha: 25/12/2016
Queridísima Iglesia del Señor (digo
siempre Esposa de Nuestro Señor Jesucristo, pero, hoy, Esposa afortunada que ha
recibido en su casa, en nuestras vidas el Verbo de Dios), feliz Navidad:
Feliz Navidad porque a ese Dios que
nadie ha visto jamás, y podríamos añadir y que nadie ha oído jamás, nosotros le
hemos visto, le hemos oído, tenemos la experiencia de su poder redentor, y una
vez más celebramos su amor por nosotros y su Venida a nosotros. Esa Venida que
llena la vida de luz y de alegría hasta en medio de las circunstancias más
duras, más espantosas, si queréis.
Yo recordaba anoche, como estoy
seguro aunque sabía que lo iban a nacer, aunque no tenía ninguna imagen ni
tenía ninguna noticia especial, pero sé que los cristianos de Alepo anoche
estaban celebrando la Eucaristía, en una iglesia probablemente derruida, sin
techo, pero ellos no pueden dejar de cantar la Gloria de Dios. La Gloria de
Dios que viene a nosotros a pesar de todas nuestras miserias y de todas
nuestras pequeñeces. Fue lo mismo que hicieron en Qaraqosh, fue lo mismo que
hicieron en todas las aldeas cristianas de alrededor de Alepo: entrar y lo
primero de todo dar gracias a Dios; en mitad de esa espantosa guerra, dar
gracias a Dios. Yo creo que pocas cosas nos ayudan más a entender qué es lo que
significa la Navidad, cuando para nosotros el hecho de que haya mal, violencia,
dificultades, siempre constituye una objeción, como la enfermedad constituye
una vejación en nosotros, en hombres y mujeres, occidentales, de países
desarrollados, cualquier cosa que sucede mal tenemos que buscar un culpable, y
ese culpable al final le toca muchas veces ser a Dios.
La mirada es diferente. La mirada es
de acción de gracias. Dios ha hablado en un niño, en el nacimiento de un niño, en
unas condiciones pobres y miserables, donde se pone también de manifiesto la
mezquindad humana. Pero Dios Gloria ha revelado su Gloria, ha revelado la
inmensidad de su amor, hasta escogiendo a dos clases de personas despreciadas en
el mundo en el que nació Jesús: los paganos y los pastores, para ser los primeros
testigos de esa Gloria, porque son siempre los pobres, los humillados, los
despreciados por la humanidad los que mejor entienden la necesidad que tienen
de salvación, cuando tantos de nosotros nos sentimos confiados en nosotros
mismos que somos nosotros los que tenemos que hacer esa salvación, y cuando las
cosas no funcionan, naturalmente, buscamos un culpable.
Dios ha hablado. Dios ha hablado y
nos ha dicho sólo una cosa. Nos lo ha dicho a cada uno. Nos lo dice hoy a cada
uno. No ha dejado de decírnoslo, de una manera tangible, audible, visible desde
que el Hijo de Dios se hizo carne: Yo te quiero a ti, que te sabes indigno
hasta del amor de tu familia, o de tu mujer o de tu marido, o de tus padres,
hasta muchas veces incapaz de quererte a ti mismo, o de mirarte con ternura y
con piedad y con misericordia a ti mismo. Y la voz del Señor resuena: “Yo te
quiero”. Curiosamente, uno de los temas más frecuentes y ricos y de lo mejor de
la literatura del siglo XX ha sido el silencio de Dios. Un novelista como
Albert Camus, en “La Peste”, se preguntaba, contando la historia de una peste
en una ciudad del norte de África, “dónde está Dios, dónde está la justicia de
Dios”. Y esa pregunta la hemos oído muchas veces después, con motivo de un
tsunami, con motivo de los terremotos de Haití o de Managua, o con motivo de
los huracanes en tantas ocasiones.
Dios estaba, naturalmente, en las
víctimas del tsumani, como estaba en las víctimas de la guerra y de la
persecución terrible de ISIS, no sólo a los cristianos, también a musulmanes, chiitas,
pero ciertamente a los cristianos, y esas víctimas dan gracias a Dios, no por
haber sido perseguidos, sino porque la certeza del amor de Dios les hace capaz
de sostenerse en mitad de la persecución y en mitad de la dificultad. Pero,
repito, el silencio de Dios ha sido uno de los temas de las personas más
honestas, más profundas en la literatura del siglo XX. Y no porque no fueran
justamente aquellas personas que fueran capaces de ser sensibles al lenguaje de
la Creación o al lenguaje del corazón humano, y percibían que ese lenguaje aún
en su belleza es un lenguaje como fragmentario, como palabras sueltas, que no
tienen sentido. Otros muchos autores, además de Camus, lo han subrayado. Kafka
decía: conocemos una meta, sabemos cuál sería un ideal de la vida humana: ser
felices, vivir juntos y felices, pero dónde está el camino, cómo se llega a esa
felicidad, quién nos dice cuál es el camino. Por supuesto, Kafka y tantos
autores del siglo XX… en el siglo XXI ya no hay ese dolor por el silencio de
Dios, sencillamente uno se ha habituado al silencio y se trata de tapar a base
de comprar cosas y a base de hacerse una felicidad de “todo a euro”, fácil, sencilla,
sin problemas, vivir en un nihilismo blando hasta que un día nos llegue la
muerte y sencillamente ese silencio nos turbe de nuevo, pero trataremos de
apagarlo lo más posible.
Perdonadme, parece que no es éste un
discurso de Navidad, pero sería absurdo cerrar nuestros ojos a todos los gritos
de dolor del mundo para poder celebrar la Navidad. Sólo sobre el trasfondo de
esos gritos de ese dolor, sólo sobre el trasfondo de ese silencio, el Anuncio
de la Navidad adquiere su significado verdadero. La felicidad no consiste en
que no haya en nuestras vidas ningún drama. La felicidad consiste justamente en
que en el anuncio de Belén, en la Gracia que nos es ofrecida, porque cada
domingo, en cada altar, cada día, cada mañana, en cada altar del mundo, vuelve
a ser Belén. Vuelve a ser Belén y vuelve a ser la mañana de Pascua, y vuelve a
ser el Gólgota y vuelve a ser la mañana de Pentecostés, donde la vida de Cristo
se nos da y se siembra, no en las entrañas de la Virgen, sino en nuestra propia
vida.
Dios nos habla. Cuando escuchamos su
voz, cuando acogemos su Palabra en nosotros, nos damos cuenta que Dios ha sido
siempre Palabra. Dios se ha dicho a Sí mismo como amor al entregar toda su vida
el Padre al Hijo, toda su existencia. Y Dios se ha dicho el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo se han dicho, y se han dicho de amor desbordante al crear las
galaxias, los millones de galaxias y el mundo, y las casi infinitas especies de
plantas y animales, y todas las bellezas de la tierra. Y Dios se ha dicho al
crear al hombre a su imagen y semejanza. Ninguno de nosotros somos necesarios,
y sin embargo Dios ha querido crearnos, y crearnos con una capacidad de
percibir la belleza, de darnos cuenta de lo que significa el amor, de intuir
algo de lo que puede ser una felicidad infinita, inmortal. Eso es decir que
Dios nos ha creado a imagen y semejanza suya, en un nivel absolutamente
distinto al nivel de la vida animal; absolutamente distinto y al mismo tiempo en
continuidad porque somos cuerpo y nosotros intuimos la belleza a través de los
sentidos, que compartimos con los animales, pero nosotros nos damos cuenta de
lo que sería una belleza infinita. Nosotros podemos prever el sufrimiento y la
muerte. Nosotros podemos intuir lo que es un amor en plenitud. Somos capaces de
hacer promesas. Somos capaces de perdonar. Y eso es a mí, infinitamente más
allá de cualquier especie animal.
Resuena la voz de la Navidad.
Resuena el Anuncio de Belén. Y ese Anuncio es “Yo te quiero”. Es Dios quien me
dice a mi pobre criatura, “Yo te quiero, y te quiero con un amor infinito, y te
he querido desde toda la eternidad, y te querré siempre, aunque tú te olvides
de mí, aunque tú me abandones, aunque tú vivas preocupado por otras mil cosas
que no son este regalo inmenso que yo te hago. Te querré siempre. No podré
dejar de quererte porque tendría que dejar de ser Dios para quererte”. Y Dios
nos lo ha dicho en un lenguaje humano. Sabiendo que nosotros jamás llegaríamos
a descifrar ese lenguaje fragmentario de la Creación, que son palabras sueltas,
que intuimos pero que al final nosotros no somos capaces de hacer una frase con
esas palabras, no somos capaces de hacer un idioma con esas palabras. El Señor ha
asumido nuestra condición y ha asumido nuestro lenguaje, nuestro idioma. ¿Y
cuál es nuestro idioma? Obras son amores y no buenas razones. Y el Señor viene
a ser uno de nosotros. Se hace uno de nosotros. Sufre la traición y la mentira
y los engaños de los hombres y las pasiones de los hombres, y entrega su vida
en la cruz, por ti, por mi. Y si uno pudiera ser hombre de una manera que lo
fuese veinte veces, mil veces, un millón de veces a lo largo de la historia, el
Señor estaría dispuesto a serlo y a entregar su vida de nuevo. Eso es lo que
nos recuerdan las palabras de la Eucaristía constantemente. El Señor, ya con su
humanidad introducida en el Cielo, no para de decir al Padre: “Yo me ofrezco
por ellos. Yo me consagro por ellos, para que ellos vivan”. No ha venido el
Señor a condenar al mundo; ha venido a abrazar nuestra miseria, para
introducirnos a nosotros en la gloria y el gozo de la vida divina.
Dios mío, cómo no cantar. Cómo no
dejar que nuestro corazón exprese desde lo hondo de sí mismo, no sólo con la
ternura de los villancicos, a veces muy superficiales, que cantamos, sino desde
lo profundo de nosotros mismos, una gratitud sin límites a un amor que no
acabará nunca, que no me abandonará nunca, que no dejará de mirarme con
ternura, con afecto, aunque yo me llene de irritación o de rabia o de
resentimiento, o la vida termine consumiendo mi capacidad pobre de esperanza y
de amor. Dios no se cansará de nosotros, aunque nosotros nos cansásemos de lo
que entendemos que es la vida cristiana.
La vida cristiana es esa explosión
de alegría de la noche de Navidad. Que no se pasa en lo que nosotros somos
capaces de hacer, sino en esa Palabra dicha por Dios de una vez para siempre; de
esa Palabra que sostiene el universo pero que ahora se hace niño para decirme
te quiero. Cuando nosotros nos decimos te quiero hace falta examinar esa frase
y ver si las obras ratifican las palabras, y si las palabras tienen
consistencia, o son capaces de permanecer en el tiempo o son capaces de
regenerarse mediante la misericordia y el perdón. Cuando Dios dice te quiero no
hay marcha atrás. Es desde siempre y es para siempre. Y ése es el único
fundamento de una alegría que es capaz de traspasar el mal, la enfermedad y la
muerte. Esa es la alegría de la Navidad. No es la alegría de estar juntos y de
que no pasa nada. No es la alegría de que no exista la muerte ni la vejez, no
es la alegría de que todo va bien. Es la alegría de un te quiero que es más sólido
que la tierra que pisamos, infinitamente más sólido que la tierra que pisamos;
infinitamente más sólido que nada que nosotros podamos ver, tocar, oír, y es ése
el fundamento de nuestra alegría y nadie puede arrancarnos. Lo dijo también el Señor
en la misma oración de despedida en su vida: me iré –refiriéndose a su muerte-
y volveré a vosotros, y os llenaréis de alegría y nadie podrá quitaros vuestra
alegría. Nadie podrá quitaros vuestra alegría. Esa es la vida de un cristiano,
que tal vez tropieza todos los días en mil cosas pero que sabe que es amado con
un amor del que nace una alegría que nadie puede arrebatarnos porque tendría
que ser alguien más poderoso que el amor de Dios, más poderoso que Dios. No hay
nadie más poderoso que Dios y Dios es amor. Eso es lo que celebramos en
Navidad.
Mis queridos hermanos, mi querida
familia, feliz Navidad.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
25 de diciembre de 2016
S. I Catedral