Homilía de Mons. Martínez en la Santa Misa de la Epifanía del Señor, celebrada en la Catedral, en la que habla del significado de la fiesta de Reyes y del regalo.
Fecha: 06/01/2017
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa de Jesucristo, pueblo santo de Dios;
Yo siempre empiezo así las homilías,
desde hace unos años y nunca ese “Esposa de Jesucristo” lo digo con más
conciencia que en este Tiempo de Navidad.
La antífona del primer salmo de la
Liturgia de las Horas comienza precisamente diciendo: “Hoy (porque ha nacido
Cristo se entiende), el Esposo celestial se ha unido con su Esposa, la Iglesia”.
La Navidad ha sido siempre entendida
como un desposorio. Y ese desposorio permanece. Ese desposorio, que es la
Encarnación del Hijo de Dios, esa unión de lo divino y de lo humano, permanece
en la Historia, en el Cuerpo de Cristo, en la Iglesia, que lo une a sí mismo y
la hace su propio cuerpo, porque serán los dos, como decía el Génesis, “una
sola carne”. Y se renueva cada vez que hacemos memoria del acontecimiento de la
Encarnación en la Eucaristía.
Sin embargo, la fiesta de los Reyes
Magos es, de todas las fiestas grandes del Año Litúrgico, yo diría, la que
menos personas tienen en la Catedral. Hay una parte que la entendéis todos:
muchos niños están abriendo ahora los regalos de Reyes, los que han dejado en
su casa, los que han dejado en casa de los abuelos, o los que han dejado en
casa de algún familiar. Entonces, hay que esperar. Es un día en que normalmente
la mayoría de los cristianos de aquí, de España, asisten a las misas que tienen
lugar por la tarde más bien; esas misas se llenan. Pero una Misa por la mañana,
cuando uno está abriendo los regalos de los Reyes se hace difícil. Hay un
grupito de niños. Ahí hay una familia con tres, entre niños y adolescentes, por
ahí hay algún niño suelto me parece, y luego estamos otras dos familias, tres
familias con niños también.
Pero hay otra razón, y yo quiero que
caigáis en la cuenta de ello. Y es que la Fiesta de los Reyes, por ejemplo, de
los países de Europa, sólo se celebra en España. Los demás se lo pierden, ¿qué
le vamos a hacer? Todos los domingos en la Catedral, aquí hay muchos alemanes,
ingleses, italianos… de Francia, de Suecia, de Ucrania… de muchas partes del
mundo, que son visitantes que vienen a Granada y que aprovechan el domingo para
celebrar la Eucaristía junto con nosotros, y es precioso. Pero como la Fiesta
de los Reyes es una fiesta que se celebraba en las cristiandades del Medio
Oriente, en Palestina, en Siria, en Irak, y como esos pueblos siempre tuvieron
una relación especial por el Mediterráneo con España, también nosotros la
celebramos. Era su antigua fiesta de la Navidad, y en los demás países, lo que
se celebra es el 25 de diciembre, la Navidad; y los Reyes dejan sus regalos en
las casas el 25 de diciembre, para poder llegar a todas partes, porque si
tuvieran que darlos en todas partes el día de los Reyes o el 25 de diciembre,
sería un lío, no llegarían los Reyes.
En todo caso, el concepto de regalo,
la idea misma de regalo, es una idea que está vinculada a la Navidad y está
vinculada a la boda, a lo que acabo de decir sobre que hoy, en la Encarnación
de Cristo, no hoy, el día de Navidad, todos estos días de las Navidades, es una
boda: es la boda de Dios con la humanidad, con nuestra pobre humanidad, con la
pequeñez que somos; el concepto central o la idea central es la idea de regalo.
Es verdad que hay regalos de muchas
clases. En la vida hay regalos que hacemos por compromiso. Me regalaron algo y
entonces yo tengo que pensar más o menos cuánto costó lo que me regalaron y es
como una forma de devolver aquello. Esos regalos no valen nada. Lo entendemos
todos, ¿no? Es regalo de compromiso o que hacemos para quedar bien, o que son
para ganarse el favor de una persona o así; no tienen ningún valor. Los regalos
valen más cuando son expresión de un cariño, del cariño que nosotros damos a
una persona o de la gratitud por el cariño que hemos recibido o que estamos
recibiendo de otra persona, y entonces el regalo se hace más bonito. No porque
sea más caro, no porque sea más grande, no porque cueste más o tenga más valor,
sino por lo que expresa. Hay regalos muy pequeños… Yo recuerdo, siempre lo
recordaré, cuando yo estaba trabajando en la Universidad con jóvenes, en Madrid
(como sacerdote, no; como obispo auxiliar, ya era obispo), y vino un chico que
había perdido a su novia en un accidente de moto y tenía un regalo, como algo
precioso, un regalo que su novia le había hecho. ¿Y sabéis cuál era ese regalo?
Una caja de cerillas con un mechón de pelo. Pero lo llevaba siempre en el
bolsillo de su abrigo, de su chaqueta, de su americana… una caja de cerillas
con un mechón de pelo. Dios mío, ¿qué valor, diríamos, tiene eso? El valor del
amor que llevaba consigo, y el valor de un amor que de alguna manera el Señor
había permitido que se rompiera; era un chico con fe, y con fe profunda. Pero
me lo enseñó como diciendo: esto es un tesoro que guardo yo. Y era un tesoro. Claro
que era un tesoro: no valía nada y lo valía todo.
Por lo tanto, los regalos valen
tanto más cuando son expresión de un amor que tenemos, de un amor que
reconocemos y que agradecemos. Y ahí ya no entra ni el tamaño ni el precio;
entra lo que significa, porque en ese regalo va el afecto de la persona.
Pero si ahondamos un poquito más,
decimos: ‘bueno, ¿y qué valor tiene el afecto?’. Es verdad, tiene mucho. El
afecto y el amor es lo que hace bonita la vida. Una vida sin amor sería una
vida… una vida donde todo fueran compromisos, donde todo fueran cálculos, donde
todo fueran medidas que nosotros ponemos a lo que damos o a lo que recibimos es
una vida asfixiante, al final nos ahoga.
Y sin embargo, uno se pregunta: ¿y
por qué entonces existe el amor?, ¿por qué entonces hay cosas tan bellas y tan
bonitas en la vida? Y también nos preguntamos ¿y por qué existe el dolor y por
qué existe la muerte? La vida al final, si vamos hasta el fondo, es un misterio,
un misterio donde nos perdemos. Si lo miramos sólo desde nosotros mismos, es un
misterio en el que terminamos perdidos. No sólo por el hecho del mal o del dolor
o de la traición o de la muerte, también por el hecho de la belleza. ¿Por qué
la belleza, Señor, si siempre es como una especie de promesa de eternidad, es
pasajera? ¿Por qué, si el amor es algo tan bello, es al mismo tiempo algo tan
frágil? Y nosotros no tenemos respuesta para eso.
Dejadme deciros que lo que
celebramos en Navidad es justo que hay una respuesta, el regalo de los regalos,
lo que cambia el misterio de la vida en un milagro, y en un milagro que nos ha
llovido a las manos y que nos ha llovido del cielo, al que podemos siempre
acceder si abrimos nuestro corazón a recibirlo. La vida se transforma cuando
uno acoge a Cristo, lo que cambia la vida de misterio en regalo. Entonces, podemos
entender que cada persona es un regalo único, y que no pasa nada porque
envejezcamos o porque nos pongamos enfermos, o porque muramos, porque el regalo
que es la fuente de todos los regalos, que es el amor de Cristo, es más fuerte
que la muerte, es más fuerte que el mal. Ha vencido. Él se ha hecho hombre para
vencer en nuestra carne a la muerte y al mal. Y aunque nosotros seguimos siendo
pequeños, torpes, pobres, y aunque apenas somos capaces de ese amor que
desearíamos que llenase la vida, pero que tantas veces estropeamos con nuestras
torpezas, sabemos que hay un depósito, un océano infinito de amor, al que
podemos siempre acudir, en el que podemos siempre reponer, por así decir,
reponer en el sentido más profundo, reponer nuestro corazón, pedirLe al Señor y
dejarLe al Señor que cambie nuestro corazón de piedra en un corazón de carne,
adorar ese amor que cuando florece en nuestras vidas las llena de sentido,
llena de sentido todo. Las bellezas de la vida, sobre todo las bellezas de
nuestro afecto, de nuestro amor, de nuestras relaciones cuando son buenas, y
también los límites, las pobrezas, los pecados, las torpezas de unas pobres
criaturas como nosotros, a mitad de camino entre el Cielo y la Tierra, pero
incapaces de apropiarnos y de apoderarnos del Cielo, el Señor es el que se ha
acercado a nosotros, nos ha abrazado. Ese es regalo de los regalos. Ese es el
regalo que llena de sentido la vida entera. Y nos ha abrazado y nos ha
introducido en el Cielo sin dejar de estar aquí, pero para que podamos vivir la
vida entera como un regalo, con la gratitud de quien sabe que ese regalo no se
acaba jamás. El amor de Dios por ti, te llames como te llames, seas quien seas,
por mí, por cada uno de nosotros, por todos los hombres, incluso aquellos que a
nosotros nos parecen más indignos, no se acaba jamás, no cesa jamás.
Eso es lo que celebramos en Navidad.
Eso es lo que celebramos en este día. Eso es lo que nos traen los Reyes. Detrás
de la pecera, o de los muñecos, o de cualquiera de las cosas que nos han dejado
los Reyes en nuestra casa, incluso del carbón, si nos han dejado un poquito de
carbón, detrás de todos esos regalos, hay un regalo más grande. Y ese regalo es
Jesús. Ese regalo es el Hijo de Dios y su amor por cada uno de nosotros. Ese es
el regalo grande que uno no quiere perderse en la vida. Ninguno de nosotros es
capaz de hacernos felices, pero la Presencia de Jesús en la vida hace de toda
la vida un regalo; y de toda la vida hace que en toda circunstancia de la vida
sea posible la alegría y la gratitud.
Señor, no dejes que nos apartemos de
Ti jamás; no dejes que nosotros no veamos ese regalo nunca en nuestra vida para
que podamos vivir siempre contentos con esa cara con que se les pone a los
niños hoy cuando se les pregunta “¿se han portado bien los Reyes?”. Y se les
ilumina la cara y te dicen “¡Síiiiii!”. Nuestra vida es un “¡Síiiiii!” precioso
porque los Reyes se portan bien siempre. El Hijo de Dios, Dios, nos quiere
siempre. Y siempre es siempre, todos los días de la vida, hasta la vida eterna,
hasta la eternidad, a la que el Hijo nos ha llamado y nos ha abierto el camino.
Vamos a darle un momentito gracias
al Señor en silencio y proclamamos nuestra fe.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
6 de enero
de 2017
Santa Iglesia Catedral de Granada