Homilía en el II Domingo del Tiempo Ordinario, en la S.I Catedral
Fecha: 15/01/2017
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa
de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios:
La verdad es que las lecturas de
cualquier domingo del Tiempo Ordinario son tan ricas que uno podía estar
extrayendo sabiduría para nuestra vida de ellas constantemente y nunca se
agota. Como decía un cristiano de la Antigüedad, que vivió en el Medio Oriente,
en Mesopotamia, en Iraq -más concretamente, de lo que hoy llamamos Iraq-, decía:
Da gracias porque la Escritura es así; da gracias porque no la agotas cada vez
que la lees; porque la Escritura es como una fuente y si el caminante sediento
bebiese toda la fuente de un golpe, la vez siguiente que tuviera sed no tendría
dónde acudir a beber, mientras que gracias a que la fuente no se agota y sigue
manando y manando y manando, cada vez que uno tiene sed, puede acudir a la
Escritura, y el texto aparentemente más sencillo, está lleno de riqueza.
Dios mío, yo pienso en esta segunda
lectura de hoy y me daban ganas de empezar diciendo: Javier Martínez, apóstol
de Jesucristo y pastor vuestro, por la gracia de Dios y no por voluntad de
ningún ser humano, os deseo la gracia y la paz de Dios Padre y de Nuestro Señor
Jesucristo. Y eso bastaría. Diríamos: El Señor Resucitado daba siempre a los
suyos – su forma de saludo era la paz: “La paz esté con vosotros”. Y ese “la
paz esté con vosotros” resume, por así decir, todo el designio de Dios para con
nosotros. ¿Qué es lo que Dios desea? La paz.
Pero es curioso cuando uno piensa en
cómo se emplea la palabra paz (lo habréis oído vosotros mil veces, “shalom” en
hebreo, o incluso en árabe cuando se dice “salam aleikum”, sigue siendo la
misma palabra, “salam”, en la lengua de Jesús era “shalama”); curiosamente, ese
verbo, ¿sabéis lo que significa? Como plenitud, como algo que está completo,
algo que está acabado. No acabado en el sentido de que ya lo he terminado, sino
acabado en el sentido de que da de sí todo lo que puede dar. Entonces, ¿qué es
lo que Dios desea? Yo vuelvo a aquel pasaje de San Pablo: “¿Qué es la voluntad
de Dios? La voluntad de Dios es que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad”. Si uno empieza a ahondar un poquito en eso, ¿cuál
es la voluntad de Dios?: Que vivamos.
San Ireneo, un cristiano del siglo
II, se suele considerar como el primer teólogo en condiciones de la Iglesia,
era de Asia Menor pero vivía en el sur de Francia, vivía en una colonia de comerciantes
asiáticos que había por entonces en Lyon, porque entonces el Mediterráneo era
la “autopista” de Europa, en aquellos primeros siglos de la Iglesia; entonces,
él era de Asia Menor, de Turquía, de lo que es hoy Turquía, pero vivían allí
con un grupo de cristianos que eran comerciantes en Lyon que era un poco como
Córdoba en el puerto de la Bética en el periodo romano, en Lyon era el puerto
de la Galia, en el Imperio Romano. Y San Ireneo escribe: “La Gloria de Dios es
que el hombre viva”.
Qué precioso. Es decir, nosotros
entendemos que servir a Dios es aparatarnos del mundo, o que servir a Dios
significa desentenderse de los hombres y del mundo, o desentenderse que para
estar con Dios hay que alejarse, porque siempre concebimos a Dios como fuera
del mundo y como fuera de la realidad. No, la Gloria de Dios es que el hombre
viva. La Gloria de Dios es que el hombre florezca, que el hombre tenga paz; que
el hombre tenga paz, es decir, que el hombre alcance la plenitud de su vida.
¿Cuál es la plenitud de nuestra
vida? ¿Cómo la concebimos? Si miramos un poquito en la historia, qué es lo que
necesitamos. Necesitamos verdad. Siempre que descubrimos que alguien nos está
mintiendo, nos sentimos humillados, nos empequeñece, nos hace daño. Necesitamos
verdad. Por eso, la voluntad de Dios que dice San Pablo es que todos los hombres
se salven y llegue al conocimiento de la verdad.
¿Cuál es la verdad última de nuestra
vida? Que somos fruto del amor; que existimos porque en este mismo instante alguien
nos mira con amor, nos ama y nos dice qué alegría que existes, qué alegría que
estás ahí, qué alegría que eres tú, qué realidad única eres tú, cuánto te amo.
Y eso, ¿quién nos lo dice? Nos lo dice Dios. Esa es nuestra verdad más profunda.
Y ese amor es el que hace posible que nosotros florezcamos. También en eso
tenemos una pequeña experiencia.
¿Qué
niño es más bueno: al que lo están regañando siempre o al que lo
alientan hacia el bien, hacia las cosas bellas, a hacer bien las cosas porque
es bonito hacerlas, porque tiene una razón de ser? Sin duda, el segundo. ¿Qué
niño crece mejor? ¿Cuándo damos lo mejor de nosotros mismos? Cuando somos
amados. ¿Damos lo mejor de nosotros cuando nos sentimos asfixiados, constreñidos,
forzados? No. Forzados por lo que sea, por las circunstancias, por nuestros
límites, por nuestro deseo de agradar a los demás, por tantas cosas que son
pasiones, que son debilidades nuestras, falta de libertad ante los demás. Dios
quiere que florezca nuestra humanidad y eso significa que florezca nuestra
inteligencia, que florezca nuestra libertad. Dios nos quiere libres. Dios no
quiere esclavos. A lo mejor, otras concepciones de Dios en otras tradiciones
religiosas conciben que el hombre es tanto más fiel a Dios cuanto más esclavo
es. No, nosotros. Para ser libres, nos ha liberado Cristo. Lo que hace el amor
de Cristo, como hace cualquier amor verdadero, es hacer florecer nuestra
libertad; libertad para darnos, libertad para entregarnos, libertad para poner
nuestra vida en juego. La otra libertad, la libertad negativa, libertad para
hacer lo que yo quiero, termina haciéndonos esclavos de nuestras pasiones,
esclavo del afecto de los demás, esclavo de la suerte, o de eso que llamamos la
suerte. “La paz sea con vosotros”. Dios quiere que cada vida humana florezca en
su plenitud, pueda dar de sí lo mejor de sí misma, pueda ser como una bella
cosecha, como una bella mañana de mayo o de junio, donde, igual que florecen
los árboles, florece nuestra humanidad. El fruto de acoger a Cristo en la vida no
es una humanidad encogida; no es, desde luego, una humanidad triste; es una
humanidad llena de frutos, de frutos de libertad, de frutos de generosidad, de
gratuidad, de frutos de amor.
¿Podemos intuir apenas lo que sería
un mundo así? Claro que lo intuimos, claro que lo deseamos. Todos. Y sin
embargo, somos muy conscientes de que en el mundo más bien dominan otras cosas.
Pero hemos perdido la conciencia en muchos aspectos de que ésa es la voluntad
de Dios para nosotros. Entendemos la voluntad de Dios como resignación, como
algo que hay que aceptar porque siempre es desagradable. ¡Qué no, qué no! Que
la voluntad de Dios es nuestra vida, la belleza de nuestra vida, la belleza de
nuestros actos, la belleza de nuestras relaciones, la belleza de nuestro
trabajo. Toda la belleza de la que seamos capaces, fortalecida y sostenida por
ese amor infinito, que es la fuente que nunca se agota, que es el amor de Dios,
que se nos ha dicho en su Hijo, se nos ha dicho en la Palabra. La Primera
Lectura terminaba con esta frase, dicha por el profeta al siervo de Yahvé, una
figura un poco misteriosa, que sólo se ilumina a la luz de Cristo: “Yo te hago
luz de las naciones para que mi Salvación llegue hasta los confines de la
Tierra”.
Señor, Tú eres la luz que ilumina
nuestras vidas, ilumina nuestro rostro, ilumina nuestras caras, nos llena de
alegría, porque lo que esa Palabra de Dios nos dice es justamente “No hay amor
más grande que el dar la vida por aquellos a los que uno ama. Tomad, comed, éste
es mi cuerpo. Tomad, bebed, ésta es mi sangre”. El Señor se ofrece para que tú
florezcas, para que yo florezca, para que yo dé frutos. Ésta es la voluntad de
mi Padre, que deis mucho fruto y que vuestro fruto permanezca.
Señor, qué diferente eres a como los
hombres te construimos, te imaginamos, te representamos. Gracias a Dios,
gracias a Ti, que nos has revelado tu amor en tu Hijo. Qué diferente es a
nuestras imágenes acerca de Ti.
Que la paz esté con todos vosotros.
Nos quedamos un momentito en silencio y profesamos la fe.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
15 de enero
de 2017
Santa Iglesia Catedral de Granada