Homilía de Mons. Javier Martínez en la fiesta litúrgica de San Cecilio, el 1 de febrero, patrón de Granada y la Archidiócesis, en la Abadía del Sacromonte en la Eucaristía por el rito hispano mozárabe.
Fecha: 01/02/2017. Publicado en: Semanario Fiesta de Granada y Guadix Nº 1177
Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe. ¿Y cuál es el contenido de esa fe si se puede resumir? Con palabras del mismo apóstol san Pablo: “Creo en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí. Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí”.
Celebrar san Cecilio es hacer
memoria de los orígenes tempranos de la fe en nuestra Iglesia de Granada. Lo
suficientemente tempranos como para que en el Concilio de Elvira, el primer Concilio
del que se conservan las actas de la Iglesia, todavía antes de la paz de Constantino,
pudiese haber reunidos aquí 80 obispos, lo cual indica una vida cristiana
sembrada muy tempranamente.
Lo importante en todo caso es que
nosotros podamos dar gracias a Dios por haber recibido esa fe por los cauces
carnales, humanos, por los que la experiencia de la redención de Cristo ha
llegado a nosotros.
El Reino de Dios está cerca. El
Reino de Dios ha venido. ¿Cómo traduciríamos en un lenguaje adecuado a los
hombres de nuestro tiempo una frase como esa? Las esperanzas más profundas, más
verdaderas del corazón humano se cumplen. Se cumplen en nosotros. Y se cumplen
en esta vida. Y se cumplen de una forma que nosotros sabemos que no es obra
nuestra, que no es resultado de nuestros cálculos, de nuestras estrategias, de
nuestros trabajos; que se cumple nuestra humanidad de una forma que sólo el
espíritu de Dios y la vida que el Hijo de Dios ha dejado sembrada en nuestra
carne en los primeros momentos de la Iglesia ha llegado hasta nosotros.
Y con la certeza de esa vida
cumplida, con la certeza de ese don que es la vida divina en nosotros, se
sostiene, se hace razonable, la esperanza del Cielo, el horizonte de la vida
eterna. Y no sólo se hace razonable, sino que se hace cierto, Señor. Si Tú has
sido tan fiel como para permanecer en nuestro pobre mundo tan cargado
de miserias y de pasiones; si Tú has sido tan fiel a nosotros y al amor a
nosotros como para entregarnos a tu Hijo. Me viene también la palabra de San
Juan: “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo al mundo, no para condenar
al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”. ¿Y cuál es esa salvación?
¿Cuál es ese Reino de Dios que viene a nosotros? La vida. La vida que Él nos da;
la vida de Hijos de Dios; la vida que nos permite vivir una humanidad
desbordante de belleza, de afecto unos por otros; ese milagro de la comunión,
de la comunión entre el hombre y la mujer en el matrimonio, de la comunión en
la familia, de la comunión en la familia humana, y de una comunión que anhela
extenderse si fuera posible, y si estuviera en nuestras manos, a todos los
hombres, a todos los rincones de la Tierra.
Damos gracias a Dios por ese don
precioso de la fe, por esa gracia que ha hecho llegar hasta nosotros el
conocimiento de Dios y del amor de Dios, y con ello, el conocimiento y la
experiencia de lo que es una vida humana que vale la pena vivirse. Lo
recordamos en la oración de Laudes de la primera semana, palabras de un Salmo:
Esa gracia vale más que la vida. Y eso es lo que los mártires, desde el
comienzo de la Iglesia, han vivido. No es una especie de odio a la vida lo que
les lleva a la muerte. No. Es el amor a la vida. Es la experiencia de una vida
plena y es la experiencia de que esa vida plena es vivida gracias a un don que
no sólo llena la vida de sentido, sino que abre para nosotros el horizonte del
Cielo. Tu gracia vale más que la vida.
El martirio ha acompañado a la
Iglesia desde el principio y la acompaña hoy. Estamos casi a las puertas, el
día 25 de marzo se celebrará en Almería la beatificación de 114 mártires que
fueron muertos por Cristo en la persecución religiosa que hubo en España en los
comienzos del siglo XX. Y esta misma mañana yo me reunía con un grupo de 12
sacerdotes porque casi 30, o alrededor de 30, de esos mártires, eran de nuestra
Diócesis, eran de distintas parroquias de nuestra Diócesis. Alguno de ellos
está sepultado en la parroquia de san Justo y Pastor, otros provienen de Válor,
en Turón dieron su vida un buen grupo de ellos; hay una carta de uno de ellos,
días antes de morir, a su mujer, preciosa, donde le invita sencillamente a
perdonar y a que les enseñe a sus hijos lo que nosotros hemos aprendido: a
perdonar y a amar a aquellos que nos persiguen. Pocos días después…, él estaba
ya cierto de su muerte cuando escribe esa carta, que hizo pasar en una lechera,
para que llegase a su familia, y que yo he oído directamente de los labios de
uno de sus hijos.
Uno comprende justamente el don que
significa la fe. Hoy nosotros damos gracias por ese don. Y Le pedimos al Señor,
como yo he pedido al comienzo de esta Eucaristía, la conversión: Señor,
conviértenos a Ti, vuelve nuestros corazones a Ti para que podamos reconocer tu
Presencia y para que esa Presencia tuya nos libere de todas las ataduras del
pecado, los egoísmos, la posesividad que a veces empobrece tanto y empequeñece
tanto nuestros corazones y nuestras vidas; que nos haga respirar; respirar como
hijos tuyos, hijos libres, del Padre eterno, con una libertad que implica eso,
hasta la ofrenda de la vida.
Te pedimos, Señor, que conviertas
nuestro corazón, para que podamos ser no sólo en un momento así, donde además el
martirio siempre lo ha visto la Iglesia como una gracia especial que Dios
concede a quien quiere y nunca en proporción a las virtudes de quien lo recibe,
pero permítenos ser testigos, testigos de ese amor tuyo, testigos de ese Reino
tuyo, que no es más que ser testigos de esa vida buena que nosotros no somos
capaces de construir, pero que cuando Tú estás con nosotros se hace posible. Se
hace posible sin que desaparezca nuestra humanidad, ni siquiera la pequeñez de
nuestra humanidad, solo que se hace evidente que esa humanidad está traspasada
por algo que no es humano, que es tu Presencia, tu Misericordia, tu Amor.
Celebrar san Cecilio es dar gracias
por el don de la fe. Es agradecerLe al Señor esa plétora de mártires de los
primeros siglos de la Iglesia, y esa plétora de mártires que sigue habiendo en
nuestro mundo. Yo comentaba esta mañana a este grupo de sacerdotes que se calcula
que en estos últimos años el número de mártires que la Iglesia presenta a Dios
como el don más precioso y el fruto más precioso de nuestra vida vienen a ser
alrededor de 40.000 al año, en todo el mundo. Y por lo tanto, el martirio no es
una cosa extraña tampoco, ¿no?, para los cristianos de Siria, para los
cristianos de Iraq, para los cristianos de el Líbano, tantas veces, para los de
Irán, para los de Pakistán; pero para los de China, ¿durante cuántas
generaciones llevan los cristianos de China siendo perseguidos por el mero
hecho de serlo? Estaba yo ya en Granada cuando me dieron la noticia de un
obispo que había sido descuartizado y habían sido enviados sus fragmentos del
cuerpo a las ciudades de la diócesis que él tenía. Y en China el cristianismo
no para de crecer, hasta el punto de que se habla de que para el año 50, que
está a la vuelta de la esquina, que vamos a conocer, si Dios quiere, muchos de
vosotros lo vais a conocer, en números absolutos, China podría ser el segundo
país cristiano del mundo. Crece a más velocidad. Un sacerdote que no llevaba
más que 10 años ordenado, comentaba ya hace seis, siete años, que había creado
90 parroquias. No se trata de construir templos –entendedme-, se trata de
generar una comunidad cristiana. ¿Cómo? Sencillamente, anunciando el amor. ¿Y
se anuncia eso de palabra, como se presenta un museo o un guía cuenta las obras
de un museo o de una antigüedad? No, no. Hay una manera de mirar propia de la
fe, de mirar a los ojos, de decirle a la persona “tú me importas, me importas
más que yo mismo, eres más importante para mí que yo mismo”. De mirar a los
demás, de tratar a los demás como el Señor nos trata a nosotros, con la misma
delicadeza, con la misma exquisitez, con el mismo afecto.
Esa humanidad que el mundo no es
capaz de producir, esa humanidad la produce el Señor. Y no hacen falta muchas
palabras cuando esa humanidad está presente. El cristianismo encuentra una
complicidad en el corazón humano que está hecho para el amor, que está hecho
para la verdad, que está hecho para el afecto, para el respeto; encuentra una
complicidad que misteriosamente conecta con el Evangelio, lo acoge y dice: yo
quiero vivir como estos. Si el Señor no esperó a que los discípulos supieran todos
los dogmas que estaban sin formular y que tardarían algunos siglos en
formularse, no esperó a que tuvieran un conocimiento de toda una serie de
proposiciones; lo que no perdonó es que pudieran tener la experiencia, aquella
que tuvieron Juan y Andrés aquella primera tarde, que san Juan recordaba tantos
años después. Estuvieron con Él aquella tarde y al día siguiente les contaban a
sus familias y a sus vecinos: “Hemos visto al Salvador del mundo”.
Y no es una tarea para sacerdotes o
para seminaristas o para personas consagradas. Es una tarea para el pueblo, es
una tarea para cualquiera que ha recibido esa vida. Nosotros no somos mas que
servidores de esa vida en la vida del pueblo cristiano, no somos más que eso. Y
por supuesto, se sirve a esa vida pidiéndole al Señor que la muestre también en
nosotros, que la puedan reconocer también en nosotros no como un discurso, sino
como una experiencia verdadera. Entonces, ellos se sienten fortalecidos en su
fe, esa fe que vence al mundo, que siempre vencerá al mundo, que no ha dejado
nunca de ser una fe victoriosa, victoriosa como la cruz de Cristo. Es la cruz gloriosa.
Mis queridos hermanos, celebrar esta
Eucaristía es siempre un regalo del Señor, y repito: una ocasión de dar gracias
por la fe que hemos recibido, y por no ser demasiado indignos de esa fe. En
este mundo nuestro, tan a oscuras, se hablaba antes de “en esta negra noche”,
yo pensaba para mí: Dios mío, si son las 5 de la tarde, pero no se refiere a la
noche física. Este mundo confundido, este mundo perplejo, este mundo que no
encuentra su camino, que anhela una humanidad verdadera y no encuentra el
camino de esa humanidad verdadera. Concédenos, Señor, ser nosotros testigos de
esa humanidad verdadera que nace de Ti. Y poder comunicar a los hombres que eso
es posible, y que no es un camino complicado, es un camino sencillamente de acoger
un amor que nos es ofrecido, que nosotros ofrecemos porque lo llevamos dentro
de nosotros, que nosotros compartimos, porque nos ha sido dada a nosotros esa
misma esperanza y esa misma vida. Como los 130 mártires, repito, que se
celebrarán a poco más de mes y medio, será una ocasión para nosotros de renovar
también la fe y de recoger en las parroquias donde ha habido, también en
nuestra Catedral, también aquí en el Sacromonte, de poder celebrar (porque,
además, varios de ellos tenían relación con el Sacromonte, habían sido
estudiantes del Sacromonte), celebrar su triunfo. Y con motivo de esa
celebración, renovar en nosotros la gracia de esa fe, siempre victoriosa. Vivo
en la fe del Hijo de Dios que me amó hasta entregarse por mí.
Uno de los más grandes teólogos del
siglo XX escribió un librito pequeño: “Sólo el amor es digno de fe”. Y eso
resume, si queréis, todo el testimonio que el mundo espera de nosotros: un amor
tan grande al mundo que sea más potente que la vida misma. Sólo ese amor genera
la fe, no los discursos. Sólo de ese amor, de ese grano de trigo, que muere para
que crezca la espiga, nace constantemente y crece la vida de la Iglesia.
Señor, de nuevo, no consientas que
seamos demasiado indignos de un tesoro tan grande que Tú has puesto en nuestras
manos.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
1 de
febrero de 2017
Solemnidad de San Cecilio
Abadía del Sacromonte