Homilía en la fiesta de la Presentación del Señor y Jornada Mundial de la Vida Consagrada, con las comunidades de vida religiosa, consagrada y nuevas formas de vida consagrada en la Diócesis.
Fecha: 02/02/2017
Querida Iglesia del
Señor, Pueblo santo de Dios, Esposa amada de Jesucristo, representada hoy
principalmente por vosotros, consagrados y consagradas de tantas familias
religiosas, con tantas formas diferentes de vida, pero con una unidad profunda
en el significado más hondo de esa consagración.
Muy queridos sacerdotes
concelebrantes, también vosotros pertenecientes a realidades de vida consagrada
que colorean, sin duda, de una manera bellísima vuestro sacerdocio:
En la Antigüedad y hasta casi los
comienzos de la Edad Moderna, en la teología había un tratado especial, muy
bello, cuando estaba tratado por aquellos que habían ahondado en el Misterio de
Cristo, aquellos que habían contemplado lo que transmitían y podían, por la
tanto, hacer a otros partícipes: era el “Tratado sobre los Misterios de la Vida
del Señor”. Y a mí siempre me ha llamado mucho la atención esta fiesta de la
Presentación de Jesús en el templo, que tiene, evidentemente, un motivo
histórico (eso se hacía a los cuarenta días de nacer un hijo), pero que tiene
también un significado profundo sobre el misterio de la vida de Cristo, de la
persona de Cristo, entre la Navidad y el Misterio Pascual. Es obvio, la lectura
de la Carta a los Hebreos habla de cómo el Hijo de Dios, por misericordia hacia
nuestra pobreza y hacia nuestra condición de esclavitud, se acerca a nosotros,
y no sólo se acerca, sino que comparte toda nuestra humanidad, semejante en
todo a nosotros menos en el pecado. Y con eso revela lo que San Juan diría con
otras palabras: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo al mundo”. Porque
Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, para condenar al mundo, sino
para que el mundo se salve por Él. Sólo un amor infinito es capaz de abrazar,
no hoy por las circunstancias peculiares del mundo en el que vivimos, sino, en
cualquier momento de la historia, esta humanidad nuestra tan capaz de
heroísmos, y al mismo tiempo tan pobre, tan pequeña…
El Señor se ofrece al Padre. Es
curioso. Esa figura llenaba de sorpresa a nuestros Padres en la fe: la criatura
ofreciendo a Dios a su criador, y se preguntaban quién sostenía a quién, si era
el Niño Jesús si era el que estaba dándole fuerzas a Simeón para que lo pudiera
presentar. Pero, en todo caso, hay un significado obvio. La vida de Jesús, la
vida del Hijo de Dios encarnado es toda ella una ofrenda. La Encarnación es ya
una ofrenda. Y casi a las puertas muchos años de que empiece la preparación para
la Pascua, el significado último de la vida de Jesús es una ofrenda; una
ofrenda por amor a ti, seas quien seas, te llames como te llames, sea cual sea
tu historia. Has sido elegido, has sigo elegida, hemos sido elegidos, para
poder experimentar en nuestra vida ese amor infinito del Señor, ese don de su
propia vida. Cada vez que comulgamos, todo el misterio de la Encarnación, todo
aquello para lo que Cristo ha venido, todo aquello que se cumple
anticipadamente, de una manera diferente, en la madre de Jesús, se cumple en
nosotros. Tú vienes Señor a morar en nosotros, a hacer de nuestra carne tu
templo. Tú te unes a nosotros en una unión esponsal en el Bautismo y te haces
compañero nuestro de camino en todas las circunstancias de nuestra vida, sin
abandonarnos jamás, aun cuando nosotros nos distraemos, mil veces, aun cuando
nosotros nos dejamos llenar el corazón de preocupaciones por otras mil cosas.
Cristo no ha venido para que
cuidemos de una Catedral como ésta, o para cuidar de un colegio, o para tener
una residencia universitaria… tantas obras como luego la vida nos hace posible
hacer, y que hay que hacer, a lo mejor, si Dios lo quiere, pero que no es ésa
la razón de nuestra vida. Sólo la experiencia, esa ofrenda, que aunque no
hubiera nadie más en el mundo, salvo yo, Señor, Tú te habrías entregado por mi.
Aunque no estuvieras nadie más que Tú en el mundo, el Señor te habría dado su
vida y habría ido hasta la muerte. La Pasión está presente. Está presente el
pasaje de la Carta a los Hebreos, sin duda ninguna; habla del dolor y el poder
ser sumo pontífice compasivo, que luego explicará más adelante en qué consiste
esa ofrenda y ese sacrificio de Cristo que lo distingue de todas las ofrendas
del Antiguo Testamento. Y lo que lo distingue es que el movimiento es diferente.
Las ofrendas aquéllas trataban de aplacar a Dios y alejaban, por así decirlo,
sacerdotes se alejaban del pueblo para poder vivir separados; y el Señor ha
querido, en cambio, aproximarse hasta tal punto a nuestra humanidad para
hacerse uno con ella, uno con cada uno de nosotros, por el Bautismo, y ese
bautismo florece en vuestra consagración hasta su plenitud, esa plenitud que
vais a renovar de aquí a unos pocos minutos.
¡Señor, cómo no darte gracias! Cuando
uno mira la pobreza de la propia vida, la pequeñez, lo insignificante de
nuestras vidas, ni siquiera en esa gran marcha de la historia que todos los
días los telediarios nos ponen delante de los ojos. Y sin embargo, para Ti no
es eso motivo de echarte atrás, no has considerado algo digno de ser retenido
tu condición divina, sino que has asumido mi forma, te has hecho uno conmigo
para vivir en mí, para que yo pudiera vivir sostenido por tu compañía y tu Presencia.
Señor, ¡cómo no darte gracias! Y al mismo tiempo, cómo no pedir que sea eso verdaderamente…
la alegría profunda, la alegría que nadie nos puede arrebatar nace de ahí: de
la certeza de ese amor que está siempre disponible para nosotros en toda su
integridad, en toda su infinitud.
Un libro de un gran teólogo del
siglo XX se llama “El todo en el fragmento”, pero con frecuencia los Padres de
la Iglesia hablaban de lo divino en la carne (la carne es por definición
limitada). Y en aquella carne que tu Hijo recibió de la Santísima Virgen María
habitaba corporalmente la plenitud de la divinidad. Y en nosotros, en cada uno
de nosotros, habita corporalmente la vida del Hijo de Dios.
Yo le pido al Señor a la medida de
mi pequeñez que yo pueda tomar conciencia de eso, con la suficiente certeza,
con la suficiente confianza…También los Padres decían que la vida es demasiado
corta para darTe gracias por un don tan grande y los labios demasiado pequeños
como para expresar un don tan grande. La única respuesta es un poco la misma
del Señor: Señor, Tú no quieres sacrificios, ni ofrendas, no quieres heroísmos
de los que no somos capaces, obras grandes que resplandezcan a los ojos del
mundo. Tú ves nuestra pequeñez, pero, en cambio, me diste un cuerpo, esta pobre
humanidad que yo tengo, que yo soy, pero que Tú amas infinitamente. Aquí estoy,
Señor. Mi vida es tuya, nuestra vida es tuya. Y ese darte la vida es el don más
grande que Tú nos haces a nosotros, para que eso lo podamos hacer cada día con
más libertad, con más humildad, con más sencillez también, con más verdad.
Multiplica los signos de tu Presencia en nosotros. Haznos experimentar tu
misericordia y tu gracia, la potencia salvadora de tu Gracia. Y entonces,
nuestra vidas rebosarán esperanza y rebosarán alegría. Y no es necesario que
vayamos diciendo que tenemos esa esperanza o que somos portadores de ella. La
gente lo verá en nuestro rostro. Lo verá en nuestra manera de vivir, en nuestra
manera de acoger una enfermedad, o de afrontar la muerte de un ser querido, o
en nuestro modo de asumir y de hacer las cosas pequeñas de cada día, porque
todo lo que hacemos los hombres es pequeño.
Vamos a renovar -me dejáis decirlo
con vosotros- nuestra consagración. Pero qué gracia tan grande es hacerlo. Vamos a hacerlo
y –diríamos- el movimiento de acompañar al pan y el vino en la ofrenda,
haciendo nuestras las palabras y los sentimientos de Jesús.
+ Javier Martínez
Arzobispo
de Granada
2 de
febrero de 2017
S.I
Catedral
Palabras iniciales de Mons. Javier Martínez en la Jornada de la Vida
Consagrada
En esta Jornada vamos a dar gracias
al Señor porque su amor a nosotros ha hecho posible vuestras vidas, y vuestras
vidas constituyen el fruto más acabado de la Redención de Cristo.
Un día le dijísteis al Señor como Él
le dijo al Padre: “Aquí estoy Señor para hacer tu voluntad”. Y en vosotros
resplandece la belleza de la Iglesia, la belleza de la redención de Cristo. Sólo
en la medida en que esa belleza resplandece podemos ser testigos de esperanza y
de alegría para un mundo que no tiene ni lo uno ni lo otro, en gran parte.
Vamos, pues, a darLe gracias al
Señor y a unirnos en la alabanza y en la súplica de que no dejes nunca de venir
a nosotros, no dejes nunca de hacer fructificar en nuestras vidas esa vida
nueva que Tú has venido a sembrar en la tierra. Oremos.
+ Javier Martínez
Arzobispo
de Granada
2 de febrero
de 2017
S.I
Catedral