Homilía de Mons. Javier Martínez en la Solemne Misa pontifical del voto a San Cecilio, celebrada el pasado día 5 en la Abadía del Sacromonte, concelebrada por el Cabildo Sacromontano y con presencia autoridades municipales y fieles en general.
Fecha: 05/02/2017
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, a la que el Señor me ha confiado servir desde mi pobreza con lo mejor de mi corazón y de mi vida y a la que tanto quiero;
sacerdotes concelebrantes del Cabildo del Sacromonte, miembros de la Hermandad;
vicepresidente de la Fundación;
muy querido señor alcalde y autoridades municipales;
autoridades civiles y militares que nos acompañáis:
Todos los años, el día de san
Cecilio siempre es una ocasión para dar gracias por la tradición de la que
somos hijos, por la tradición cristiana, que independientemente de todas las
leyendas, que tienen su explicación en su momento histórico y que tienen su
contexto, y que no suponen ningún escándalo, que dieron lugar a los libros
plúmbeos, y al origen, si queréis, hasta de la Abadía; lo cierto es que había
una necesidad en aquel momento de generar una unidad en torno a la fe
cristiana, y con una memoria de que los orígenes cristianos aquí habían sido
muy antiguos (y lo han sido –repito- independientemente de todas las leyendas
que contienen los libros plúmbeos), es obvio que en el Concilio de Elvira, que
es el primer Concilio de la Iglesia del que se conservan las actas escritas y las
firmadas, participaron 80 obispos. Esto era la capital de una gran región,
algunos de ellos venidos del sur de Francia, y todavía no había sido la Paz de
Constantino, es decir, que la Iglesia estaba todavía en un periodo de
semiclandestinidad, lo cual indica una presencia realmente muy, muy antigua en
nuestro territorio. Lo demás, si son adornos, da lo mismo.
Damos a gracias a Dios por esa
presencia de la fe. Una fe de la que, sin duda, los cristianos hemos hecho mal
uso. Ha sucedido en otras tradiciones religiosas y no religiosas. Es decir,
hacemos mal uso de las cosas bellas que el Señor nos ha dado: hacemos mal uso
del amor con mucha frecuencia, y el amor es la cosa más bonita que hay en el
mundo, y la creación más bonita de Dios, y hacemos mal uso de ello; hacemos mal
uso de nuestros cargos o de nuestras ocasiones de servir al pueblo, cuando los
utilizamos como para gloria nuestra y no para el servicio del pueblo. ¿Cómo no
vamos a haber hecho mal uso también del acontecimiento cristiano y de la
tradición que hemos recibido? Claro que lo hemos hecho, muchas veces. Y lo
hemos hecho para imponernos sobre los demás contra todo el espíritu del
Evangelio, y lo hemos utilizado para crecer nosotros y darnos un estatus que
nos ponga por encima de no sé que, por encima de otros. Hemos utilizado la
violencia para defender esas posiciones o esos intereses. Bastaría recordar cómo
el Señor la única vez que cogió el látigo fue justamente en el Templo de
Jerusalén para zarandear a aquellos que, con las palabras mismas de Jesús,
habían convertido “mi casa”, la casa de Dios, que es casa de oración (por
tanto, casa de alivio, de sosiego, de descanso, de súplica para el pueblo), en
una cueva de ladrones. Las cosas han sucedido en la Iglesia y mientras los
hombres sean hombres, seguirán, por desgracia, sucediendo.
La Providencia de Dios ha querido
que las lecturas de este domingo sean preciosas, y más explícitas y más
sencillas no pueden ser. El Señor nos dice: “Sois luz del mundo y sois sal de
la tierra”. Ninguno de nosotros seríamos capaces de ser luz si no es porque la
recibimos de Ti, Señor. Si acogemos la luz que Tú nos das, podremos iluminar un
poco a este mundo, que a pesar de todos nuestros avances y de todos nuestros
progresos, vive en el fondo de su corazón una oscuridad muy grande con respecto
a las cosas más importantes de la vida.
¿Qué hacemos los hombres aquí? ¿Por
qué he tenido yo que nacer? ¿Quién soy yo? ¿Cuál es mi destino? Alguien, muy
sabio, era un maestro de un pequeñito pueblo del norte de España, decía: “La
cultura consiste sólo en esto: en saber quiénes somos, de dónde venimos y a dónde
vamos”. A mí me parece una definición de las más bellas y verdaderas que he
oído en mi vida de cultura. Muchas de las otras cosas que llamamos “cultura”
son adornos, y esos adornos tienen su sentido si lo otro está claro, si la raíz
está clara, pero si no está clara la raíz, esos adornos son lo que los
americanos llaman “comodities”, es decir, objetos de compra y venta en el
mercado del capitalismo global y nada más. Y eso no merece la pena, ni darle la
vida, ni sacrificarse por ello, ni nada de nada.
Ser luz, ser luz. Ser luz en este
mundo es lo que decía el profeta Isaías: preocuparse de los pobres, quererlos,
querernos unos a otros. Y eso sólo…, porque a todos se nos acaban las energías
del corazón, se acaban dentro del matrimonio, se acaban entre los padres y los
hijos, se acaban entre hermanos, se acaban en cualquier comunidad humana, se
acaban en una parroquia o en un presbiterio, y se acaban en la Iglesia, a menos
que estemos abiertos a recibir la luz de donde la luz viene.
Me gustaría recordar aquí que es un punto
tan importante en el desarrollo de la fe cristiana y en el reconocimiento de la
verdad de la Inmaculada que la imagen que los Padres de la Iglesia han usado
constantemente para la Virgen es la de la luz de la luna. Muchas veces se la
representa a Ella sobre la luna. Pero, ¿qué expresa eso? Que la misma grandeza
de la Virgen no es de Ella; le viene de Cristo, el sol que nace de lo alto.
Si abrimos nuestras vidas a Cristo y
tenemos necesidad de ello, (hablo a cristianos, tenemos, por supuesto, a sacerdotes
y a mí mismo, siempre que predico, trato de predicarme a mí mismo); si abrimos
nuestras vidas a la luz que Dios nos da, ¿cuál es esa luz? Señor, el amor
infinito que Tú tienes a tu pobre criatura humana, al más pobre de los pobres, al
más pecador de los pecadores, al que los hombres llamaríamos “más sinvergüenza”,
y tiene necesidad de Ti, y tiene necesidad de tu amor. Si abrimos nosotros nuestros
corazones y los dejamos transformar por ese amor, seremos capaces de ser luz.
¿Cómo? ¿Porque vayamos por la vida con linternas o con antorchas, en
procesiones o así? No. Porque nuestras vidas, nuestros gestos en la vida
cotidiana serán expresión de ese amor, que es el que llena de sentido nuestra
vida, llena de sentido. Esa es la cultura cristiana, es la cultura del amor, es
la cultura de la mano tendida, es la cultura del diálogo con el que piensa
diferente de nosotros, con quien tiene otra visión del mundo, dispuestos
siempre a aprender.
Y os pongo un ejemplo muy sencillo,
muy alejado, aparentemente, de nuestra situación cultural, porque a veces son
esos ejemplos lejanos los que nos chocan, nos iluminan. Hace poco, tuve la ocasión
de acompañar en la visita al Sacromonte a una mujer japonesa que tenía deseos
de conocerlo en profundidad y había venido sólo para eso. Me dijo antes de entrar:
“Yo no soy religiosa, no soy creyente”. Su tradición, probablemente, es sintoísta
o budista, pero me saludó así. Y yo le dije: “No te preocupes, yo no te he
preguntado nada, ni que eres ni que no eres, y el afecto que pueda tenerte va a
ser el mismo, o sea, que no tengas ninguna preocupación por eso”. Y sin
embargo, cada vez que pasábamos ciertamente aquí, delante del altar, delante de
alguna de las imágenes de la Inmaculada que hay en la casa, la mujer juntaba
sus manos, hacía una profunda inclinación y se quedaba allí en silencio, y yo
esperaba a que ella terminase, sin más. Lo pongo, y para mí era una ocasión de
aprender, digo: esta mujer que dice que no es creyente trata con más respeto
las imágenes de nuestra tradición y las imágenes de la Virgen que la trataría
yo explicándole el conjunto. Hasta de una persona tan diferente en un contexto
cultural tan distinto es siempre una ocasión de aprender. No hay nadie, nadie,
en este mundo de quien no podamos aprender algo. Y aunque pensamos, a veces,
que pueda tener una posición en la vida con ideas equivocadas o así, seguro que
en esas ideas hay algo de verdad, porque los hombres no tenemos el corazón
hecho ni la mente para las mentiras. Siempre hay algo de verdad, incluso en las
posiciones heréticas (las posiciones heréticas en la historia de la Iglesia han
ayudado enormemente a desarrollar el sentido verdadero de la fe cristiana, han
sido instrumentos queridos por Dios, como los pecados en la genealogía de
Jesús, que uno lee la genealogía de Jesús y dice: está lleno de pecados, y de
pecadores y de pecadoras, y dices: Señor, te has servido de todo para que tu
Hijo pudiera mostrarnos la infinitud de tu amor).
Por lo tanto, termino, sencillamente,
pidámosLe al Señor que Él nos ilumine con su luz; que nos dejemos nosotros
iluminar con la luz de su amor, para que podamos ser en este mundo nuestro
portadores de amor, portadores de bien, de buena noticia.
Dios bendice siempre. Dios dice bien.
Porque nos mira con amor a cada uno de nosotros, seamos quienes seamos. Y eso
es lo que tendríamos que aprender los cristianos, mirar con amor a cualquiera
que se ponga delante de nosotros, sea quien sea, con afecto, con el deseo de
que le vaya bien en la vida, que haga las cosas bien.
Que hagamos entre todos posible -hablamos
ahora de la ciudad de Granada- una ciudad de hermanos; que hagamos entre todos posible
un pueblo de hermanos, un pueblo donde colaboramos todos hacia el bien común. Y
eso es una preciosidad. Y eso le da a uno alegría y da uno gracias por vivir en
una sociedad así. Y eso cambia el tono de la vida en nuestra sociedad, que es
una sociedad de intereses, que es una sociedad de combates, que es una sociedad
de zancadillas… Dios mío, así, qué duro resulta vivir, qué desagradable se hace
la vida al final, qué pesada, qué falsa, qué pocas cosas en las que creer o qué
pocas personas en las que confiar. Pues no. Hay que ser sembradores de
confianza y de esperanza en medio de un mundo que está a oscuras porque no tiene
ni la certeza de ser amado, ni la certeza de que el amar valga la pena ni la
certeza de que nada de lo que uno hace pueda tener un sentido que dure, que
permanezca en el tiempo.
Yo se lo pido al Señor, y por la
intercesión de san Cecilio y de todos los que nos han precedido en la fe,
especialmente los santos, que son los que es moneda no deteriorable.
Señor, somos hijos de un pueblo de
mártires, somos hijos de un pueblo de santos, bendícenos con tu amor y haznos
testigos de ese amor en medio de este mundo, en el 2017 ó en 2020, o en los
años que Dios nos dé de vida.
Señor, que podamos ser testigos de
que a pesar de todas las apariencias y a pesar de todos los telediarios, el
triunfo final en la historia lo tiene el amor y el perdón y la misericordia, ninguna
otra cosa. Que así sea para todos.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
5 de
febrero de 2017
Abadía del Sacromonte