Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía en el VI Domingo del T. O en la Catedral, día de la Campaña de Manos Unidas y con la participación de la Schola Cantorum del London Oratory School, que cantaron durante la liturgia.
Fecha: 12/02/2017
My dear friends, now you are going to have to suffer a litlle bit, listening to a sermon in spanish that you will not be able to follow. Patience. Think that you are in the presence of the Lord, enjoy that presence in this beautiful church, and at the same time, tell him: We need You, we need You, Lord, we need You in order to live, we need You in order to be happy, we need your company in our life and we need that You are with us. So, just be in silence, suffer a little bit this strange language I am going to speak now and pray a little bit in silence in the presence of the Lord, asking Him to be always with you, not to let you ever be departed from Him.
Mi queridísima Iglesia del Señor, Esposa
amada de Jesucristo, que tengo la misión de servir y de querer como el Señor os
quiere;
La verdad es que las lecturas de hoy
nos ponen una perspectiva de la vida moral cristiana en un sentido preciosa,
ilumina muchas cosas de nuestra vida. Yo creo que la primera de todas tiene que
ver con lo que dice la Primera Lectura y hemos repetido en el Salmo de alguna
manera. La Primera Lectura nos dice: Yo te pongo delante la vida y la muerte,
yo te pongo delante el fuego y el agua, y tú escoges. Pero descubrir que la ley
del Señor es una ley de vida; que el Señor no quiere para nada hacernos la vida
fastidiosa; que los mandamientos de Dios y la ley de Dios no son, en absoluto,
un capricho de Dios, sino que son caminos de vida, y que cuando nos alejamos de
esos caminos entramos en la muerte, entramos en una cierta cultura de la muerte,
que el pecado nos empequeñece, ofende a Dios porque nos empequeñece a nosotros,
le da tristeza a Dios porque nosotros nos acercamos a una muerte que es peor
que la muerte física, porque es la muerte de nuestro ser, de nuestra alma.
La Creación ya tiene una ley. Y esa
ley, en la mayor parte de los casos, la descubre en parte la ciencia, la
descubrimos con el sentido común: apenas empezamos a usar de la razón, uno se
da cuenta que aunque llegaría mucho más pronto al suelo bajando del cuarto piso
por la ventana, no es bueno bajar por la ventana aunque se llegue antes porque
se espanzurraría, y eso es una ley de la Creación. Uno baja por la escalera, o
baja por el ascensor, o baja de otra manera, pero no baja por la ventana,
aunque es el camino más corto. ¿Por qué? Porque las cosas son como son y las
respetamos. Yo recuerdo todavía un niño de cuatro años que un día me decía que
él lo podía todo, que no había cosas que no podía hacer. Digo: hay una cosa que
no puedes hacer, por ejemplo, volar. Y estuvimos un buen rato él y yo, él
trataba de dar un saltito, hasta que comprendió que no podía volar. ¿Por qué? Porque
no podemos volar los seres humanos.
Esa es, por así decir, una ley que
está en las cosas y aprendemos a respetarlas. No siempre conocemos las leyes de
esas cosas y no sólo por falta de ciencia, también porque el pecado nos afecta.
Un sacerdote amigo mío suele decir que Cristo no ha venido sólo para que seamos
buenos; que Cristo ha venido también para enseñarnos a distinguir una patata de
una rosa y un hombre de una mujer. Ponía más ejemplos pero yo no me acuerdo de
los que ponía. Y para descubrirnos que las patatas son muy feas pero se comen,
y las rosas son muy bonitas, pero si te comes una rosa, te llenas la boca de
sangre y, además, destruyes la belleza de la rosa. Y que un hombre se siente
una mujer… A veces, nos cegamos tanto. Yo pienso ahora mismo en todas las
implicaciones de la ideología de género, que, además, trata de imponerse como
ley en la educación de los niños. Hay una patología detrás de eso. Hay una cortedad
y una torpeza de la inteligencia.
Somos iguales en dignidad, ¿cómo no
lo vamos a ser? Pero no somos intercambiables más que para los intereses del
mercado, y del Ministerio de Hacienda. Pero nada más. En la vida, en la vida
real, somos iguales en dignidad, hermanos y compañeros, y tenemos el mismo
destino: participar de la vida nueva en Cristo. Pero, en todo lo demás no
reaccionamos igual, no pensamos de la misma manera. Pero hasta eso, perdemos el
contacto con lo natural y una ideología puede enseñarnos las cosas más
inverosímiles. Y por lo tanto, necesitamos de la gracia de Cristo también a
veces para descubrir que la naturaleza, por ejemplo (por poner otro ejemplo que
no tenga que ver con la ideología de género), que la naturaleza no es
simplemente una cantera para explotar, que cuando la tratamos como una cantera
para explotar terminamos destruyendo la naturaleza y destruyéndonos a nosotros
mismos.
La naturaleza es mucho más. Es un
regalo a reconocer. Es un signo de la casa que Dios ha hecho para los hombres y
para cuidar, como cuido mi casa, porque a lo mejor puede ser también la casa de
mis hijos el día de mañana o la casa de otros, no la destruyo. Y sin embargo, en
ciertas carreras de la Universidad se me da a entender, aunque no se me diga
explícitamente, pero se me da a entender que el mundo es simplemente una
cantera, y la finalidad de la vida humana es una finalidad económica. Mentira
podrida. Y bastaría la razón, una razón libre, de prejuicios ideológicos para
darse cuenta de ello. Pero no nos la damos. El Señor ha tenido que venir a
iluminarnos. En ese sentido, la ley de Dios es siempre un camino de vida,
incluso en aquellos casos en que no la entendemos.
Luego es verdad que el Señor fue muy
libre con la ley judía. Pero libre, no en el sentido de despreciarla, no en el
sentido de burlarse de ella, sino libre en recordar para qué era la ley; que la
ley era para la vida del hombre, y que, por ejemplo, romper el sábado si era
para salvar una vida, valía la pena romper el sábado, porque una vida humana
vale más que un precepto como el del sábado. Y eso es lo que dice el Señor en
el Evangelio de hoy. La ley esa que Dios nos ha dado para la vida: “Dichosos
los que cumplen tus preceptos”, decíamos en el Salmo. Esa ley que el Señor nos
da para que podamos vivir. El Señor no la elimina. En realidad, la radicaliza
de una manera tremenda. No sólo el que mata a un hermano: pensar mal de un
hermano, llamarle imbécil, es un delito, es un mal, es un daño, un daño para mi
hermano y un daño para mí, calumniar.
Lo mismo en la relación hombre y
mujer. El adulterio es un mal. Pero Jesús dice: El que mira a una mujer
deseándola ya ha cometido adulterio. Es decir, hay otra forma de mirar. La ley
de Cristo es infinitamente más radical. Pero no es porque añada dos mil
preceptos más a los seiscientos que tenía la ley judía según los fariseos, sino
porque la pone en un nivel más allá. Y para ese nivel necesitamos la gracia de
Dios; para vivir según lo que nos propone Jesús, que luego es muy sencillo, porque
todo se reduce a amar a Dios con todas tus fuerzas y amar a cualquier hermano
tuyo como a ti mismo. Esa ley tan elemental, pero tan radical, que me abre la
posibilidad a una relación nueva; relación nueva entre padres e hijos; relación
nueva entre hombre y mujer, como decía San Pablo en un pasaje: “Ya no hay
griego ni bárbaro (han caído todas las
divisiones creadas por los hombres), ya no hay (como si fueran dos categorías de hombres diferentes) judío ni
gentil, ya no hay esclavo ni libre, ya no hay hombre ni mujer (como dos categorías de seres humanos: los
hombres los que deciden, las mujeres en segundo plano), sino que todos sois
uno en Cristo Jesús”. Necesitamos el espíritu de Dios para vivir esa relación
nueva, donde es posible una amistad verdadera; donde es posible con la gracia
de Dios una relación y una amistad pura entre hombres y mujeres, y una
colaboración buena para el fin del mundo, para el bien de los hombres; donde es
posible el amor entre el hombre y la mujer, no como una pasión de luchas de
poder, o de usar al otro para satisfacer necesidades mías afectivas, sexuales, del
tipo que sean, sino deseando que el otro, que es diferente, que la otra, que es
diferente, pueda cumplir su vocación, su participación plena en la vida de
Dios.
Señor, nosotros hoy Te damos gracias
por tu ley. Te damos gracias porque todo, todo lo que has hecho, lo has hecho
para nuestro bien; la Creación, para nuestro bien; la ley del Antiguo
Testamento, para nuestro bien. Y esa ley nueva que se reduce a ese “Amaos los
unos a los otros como yo os he amado”, y ahí está resumido todo; esa ley nueva que
no somos capaces de vivir así, mas que si Tú nos das tu gracia.
Danos tu gracia. Sostennos con tu
gracia porque es la única manera en que se hace justicia a los deseos más
profundos de nuestro corazón. Todos deseamos ser amados así. Ninguna mujer
desea ser mirada con lascivia, ninguna. Le horroriza. Ninguno de nosotros
deseamos que se nos mienta, o que se nos insulte, ninguno. Y sin embargo, no
somos capaces de querernos como el Señor nos quiere. Danos tu espíritu, para
que podamos mirarnos así, querernos así, tratarnos así. Y eso haría el mundo un
lugar mucho más vivible, mucho más vivible. Y cuando no somos capaces, que
sepamos pedir perdón: “Te he hecho daño, perdóname; no he entendido lo que tú
necesitabas, no he entendido lo que a ti te hacía bien, he pensado solo en mí,
me he olvidado. No sabía que te gustaba tanto el chocolate y me he comido yo todo
el chocolate, perdóname”. No es más que un ejemplo.
Señor, danos tu espíritu, para que
podamos vivir según los deseos más profundos que Tú mismo has puesto en nuestro
corazón al crearnos.
Y cuando comulguemos, que sea hoy
esa nuestra petición. Y que en ese amor por todos no nos olvidemos de los que
pasan más necesidad, de los últimos. No derrochemos. Simplemente, como gesto de
solidaridad con quienes no pueden derrochar porque no tienen ni siquiera lo
necesario para vivir.
Vamos a proclamar nuestra fe.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
12 de febrero de 2017
Santa Iglesia Catedral de Granada