Homilía de Mons. Javier Martínez en la celebración de la Jornada del enfermo en la Diócesis de Granada, el 19 de febrero, VII Domingo del Tiempo Ordinario, con la Pastoral de la salud y la Hospitalidad Granadina de Lourdes.
Fecha: 19/02/2017
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa de Jesucristo, pueblo santo y amado de Dios:
Celebrar una Eucaristía un domingo es
siempre, como dice el Concilio, el culmen de la vida cristiana. Un pueblo que
se reúne en torno al altar para dar gracias al Señor por el acontecimiento que
ilumina toda la historia humana. El primer día de la semana, Jesús, el Hijo de
Dios, vence a la muerte y genera en nuestra historia y en nuestra carne una luz
que nunca jamás se extinguirá. Damos gracias a Dios por ello, por ese don,
inefable, que nos acompaña a lo largo de la vida en todas nuestras
circunstancias. Damos gracias también por esa buena noticia que es el Evangelio
y las lecturas que acabamos de escuchar, pero, sobre todo, el Evangelio. No es
bueno verlo como una exigencia. Si lo viéramos así, sería una exigencia
espantosa, terrible, que ninguno de nosotros estamos en condiciones de cumplir,
ningún ser humano está en condiciones de cumplir.
Hay que verlo como una posibilidad.
En la ley de Moisés, Dios había dicho a su pueblo: sed santos porque yo soy
santo. Y santo no significa capaz de hacer obras grandes, heroicas, llamativas.
La santidad de Dios pone de manifiesto que el ser de Dios es distinto a
nosotros, y que mientras nosotros la vida nos mueven a veces intereses muy
pequeños, a Dios le mueve la misericordia y el amor. Dios perdona nuestras
culpas, nos rescata; rescata la vida de la muerte, derrama sobre nosotros su
misericordia.
El mensaje de Jesús en el Sermón de
la montaña en el Evangelio que acabamos de escuchar y que continúa el de la
semana pasada, en realidad nos abre ese abismo de la santidad de Dios como
referencia para nuestra vida. ¿Y cuál es ese abismo? Un amor sin condiciones y
sin límites; un amor que no se deja vencer nunca jamás, por nuestra pequeñez,
por nuestra pobreza, por nuestras miserias y nuestros pecados. Es por eso por
lo que podemos dar gracias, porque el Señor nos proponga esa referencia. Es lo
mismo que el mandamiento que Él dirá justo antes de morir: “Amaos los unos a
los otros como yo os he amado”. La referencia es que Dios es amor. Y eso lo
hemos conocido en Jesucristo, que es amor incondicional. Y por supuesto,
participando de ese amor, acogiendo ese amor, también en nuestro corazón se
ensancha, se abre.
Fijaros. El amar al prójimo, es
verdad, es un mandamiento de la ley, de la ley antigua, y está recogido en la
nueva, porque cuando el Señor pregunta “¿cuáles son los mandamientos más
grandes de la ley?: Amarás al Señor con todo tu corazón y al prójimo como a ti
mismo”, pero eso estaba en el Antiguo Testamento regulado también por la Ley
del Thalion –“Ojo por ojo y diente por diente”; amo a mi prójimo, pero si mi
prójimo me hace daño, yo tengo que devolver ese daño. Y eso hace la vida
invivible, realmente (tenemos la experiencia de ello en el Medio Oriente, ahora
mismo)-. Es decir, cuando uno sólo ama a los que forman mi propia familia, mi
propio grupo, mi propio pueblo y desprecia a los demás o aplica para ellos la
medida de la justicia humana (“el ojo por ojo y diente por diente”), como
siempre, nos hacemos daño unos a otros a lo largo de la vida; como siempre, hacemos
cosas que otras personas no entienden, u otras personas hacen cosas que no
entendemos bien; o se crean mal entendidos y distancias, hasta en la relación
más estrecha como pueden ser el matrimonio y la familia, entre hermanos, entre
padres e hijos, entre marido y mujer. Pues, al final, si la medida es esa
justicia, estamos siempre perdidos. Es decir, al final, permanece el conflicto
sobre el amor, vencen los límites del otro, la incapacidad del otro, el mal que
el otro me ha hecho… El mal que yo he hecho, del que me avergüenzo, pero me
hace alejarme más y más de los otros. Todo eso termina siendo lo que determina
y condiciona nuestras vidas.
Es verdad que perdonar a los
enemigos es mucho más difícil que amar al prójimo. Orar por aquellos que te
persiguen y te hacen daño, por aquellos que no quieren tu bien, eso es mucho
más difícil. Más difícil no, imposible. Para nosotros imposible; para Dios no
hay nada imposible. Sólo sumergiéndonos en la experiencia del amor de Dios, el
Señor nos va ensanchando el corazón y hace posible eso que para nosotros no lo
es pero que es lo único que permite una vida verdaderamente humana. Porque,
como decía el Papa en una ocasión, no tenemos padres perfectos, no tenemos un
marido o una mujer perfecta, no tenemos hermanos perfectos, no tenemos hijos
perfectos, no tenemos familias perfectas, no tenemos jefes en el trabajo
perfectos, ni compañeros de trabajo perfectos, ni súbditos perfectos. ¿Entonces,
qué? ¿Vamos a vivir siempre con una queja y en un lamento?
Entonces, no hay más que un modo de
que la vida sea humana y es que la categoría última, que la medida última de
nuestras relaciones sea siempre el perdón y la misericordia. La posibilidad de
empezar siempre de nuevo, la posibilidad de amar más en cualquier circunstancia
de la vida. Y eso, o como es la única manera que corresponde a los anhelos más
profundos de nuestro corazón, es para dar gracias que el Señor nos haya abierto
ese horizonte, aunque tengamos toda la vida y, además, la vida eterna para
recorrer ese horizonte.
Yo sé que estamos celebrando los 25
años del comienzo de esta Campaña del Enfermo. Yo doy gracias también por los…
¿pueden ser 15, 16? ¿Cuántos años lleva la Hospitalidad de Lourdes? Granadina
8, ¿pero desde que empezasteis con Murcia?. Catorce. Damos gracias porque hace
14 años aquello despegó y luego ha ido cuajando en nuestra tierra y ahora es ya
un arbusto con raíces y dando frutos preciosos. Por eso también damos gracias,
claro que sí. Le pedimos al Señor que siga creciendo. ¿Qué es crecer en
cristiano? Crecer en amor. No crecer en número. También, si Dios quiere, se
puede crecer en número, pero en la cruz no había muchas personas. En el arca de
Noé tampoco. Y sin embargo, allí estaba sucediendo la salvación del mundo.
Entonces, Dios mío. Crecer en amor es la verdadera manera de crecer, y eso es
lo que nos recuerda también el Evangelio de hoy: como un horizonte de nuestra
vida. Gana al final quien abraza más fuerte; gana al final siempre quien ama
más, quien es más capaz de perdonar, quien abre siempre la posibilidad de
empezar de nuevo, quien no tira la toalla. Eso es lo que hace el Señor con
nosotros. Como dice, de nuevo, dejadme citar otra vez al Papa Francisco, que
tiene frases de esas de oro, que dicen un montón de cosas: “Dios no se cansa
nunca de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón”.
Yo sólo quiero hacer una reflexión
muy brevecita sobre la enfermedad, como oportunidad, también. Si todo es
gracia, como decía Teresa de Lisieux, también la enfermedad es una gracia; es
una gracia para el enfermo, porque le hace consciente de un aspecto de nuestra condición
humana para todos (no olvidéis que todos seremos algún día enfermo, todos, sin
excepción). Todos pasaremos por enfermedades. Como de la misma manera que todos
afrontaremos un día nuestra condición mortal y tendremos que afrontar nuestra
muerte. Y visto desde la Resurrección de Jesucristo que celebramos cada
domingo, no hay circunstancia en la vida, ni siquiera la muerte, que no sea una
gracia de Dios. La muerte porque nos lleva a estar con el Señor, y digo lo que San
Pablo, “que es con mucho, lo mejor”. Y no nos separa de ninguno de nuestros
seres queridos, de ninguno. Al contrario, al no estar esa separación que llevan
consigo también nuestra condición corporal, nos hace posible estar mucho más
unidos a ellos, y a ellos más unidos a nosotros. Pero también la enfermedad es
una oportunidad, para la persona enferma, para poder primero comprender, asumir
nuestra condición limitada, pobre, pequeña, necesitada de ayuda, y comprender
que el Único que sacia y que responde a las exigencias del corazón es Dios. Muchas
personas que dicen, a cualquier sacerdote se lo dicen un montón de veces, sobre
todo cuando llega el fin de año o el comienzo de año: ‘Pídale usted a Dios que
nos dé salud, que es lo más importante’. Yo siempre corrijo cuando lo oigo: No
es lo importante, lo más importante es tener al Señor. La salud no hace feliz,
tener al Señor hace feliz.
¿Y cuántas personas he conocido yo a
lo largo de mi vida sacerdotal que gracias a una enfermedad han encontrado al
Señor y han empezado a vivir de verdad? Eso para el mismo enfermo. Y para los
demás. Yo sé que nuestro orgullo nos cuesta mucho dejarnos querer, pero, para
los demás, un enfermo cerca es una oportunidad de aprender a lo único que
importa en la vida, que a la luz del Evangelio de hoy, y de casi todos los
Evangelios, lo único que importa en la vida es aprender a querer, que no
sabemos, que no sabemos querer; que sólo aprendemos aprendiendo en la escuela
de Jesús; que sólo aprendemos oyendo las palabras una y otra vez en la
Eucaristía y recibiendo su Cuerpo, recibiendo el regalo que nos hace de una
vida que ninguno merecemos, y que nos regala cada vez que participamos de la
Eucaristía.
Mis queridos amigos enfermos: sois
una bendición, sois una bendición de la Iglesia, un regalo, sois las piedras
preciosas de la Iglesia, porque ninguno de vuestros dolores se pierde junto a
la Cruz de Cristo, porque para vosotros es una escuela de la necesidad que los
hombres tenemos de otros, sobre todo del Otro y del amor de Dios, y porque para
todos sois una oportunidad, un reclamo a que la vida es para amar y para
ninguna otra cosa. Todo el mundo entero sin amor sería un mundo tristísimo, y en las circunstancias
más pobres más pequeñas, más difíciles, más humildes, llenas de amor, se viven
con alegría, con la certeza de que tu amor infinito, Señor, nos acompaña en
todas las circunstancias de la vida.
Vamos juntos a dar gracias al Señor
proclamando nuestra fe.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
19 de
febrero de 2017
Parroquia de San Agustín (Granada)