Homilía de Mons. Javier Martínez en el VII Domingo del Tiempo Ordinario, en la S. I Catedral, el 19 de febrero de 2017.
Fecha: 19/02/2017
Queridísima
Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, pueblo santo de Dios;
muy querido D. Manuel, que concelebras hoy conmigo;
queridos pueri, y no tan pueri, cantores, y orquesta;
queridos amigos todos:
Dios mío, qué fuerte es escuchar lo
del Evangelio de hoy. Es decir, es que yo cuando lo meditaba y me ponía una vez
más delante de los ojos y del corazón esas palabras, me venía una y otra vez una
frase que el Señor dice dos veces en el Evangelio: para Dios no hay nada
imposible.
La primera vez que el Señor lo dice,
se lo dice por medio del ángel a la Virgen cuando le acaba de anunciar que
puede ser madre del Salvador del mundo, que puede ser madre de Dios. La Virgen
se asusta y le dice “pero si no conozco varón”; le da como señal el embarazo de
su prima Isabel, y luego le dice “porque para Dios no hay nada imposible” (puesto
que Isabel era ya una mujer entrada en años). Y la otra vez es cuando está
hablando el Señor de las relaciones entre hombre y mujer, en el fondo revelando
cómo en el designio original de Dios esas relaciones esponsales son
indisolubles, es decir, son para la vida eterna, para siempre. Como anhela en
el fondo el corazón humano. Entonces, los discípulos hay un momento en que se asustan
también, y dicen: “Entonces, más vale no casarse”. ¿Por qué? Porque lo que
describe el Señor parece de nuevo una cosa tan milagrosa como pueda ser la
Encarnación del Hijo de Dios en el seno de una virgen. Y entonces, Jesús les
vuelve a decir: para los hombres, los hombres no pueden, pero, para Dios, no
hay nada imposible.
Me venía esa expresión. Ya la ley
judía, a pesar de que responde a nuestros anhelos del corazón, todos entendemos
que es muy razonable tratar a los demás como queremos que ellos nos traten.
Parece justo, ¿no? Si yo quiero que conmigo se porte la gente bien, se porte
con respeto, no por ser obispo ni por ser cura ni por nada, sino porque somos
todos hijos del mismo Dios, ¿no? y todo ser humano merece afecto y respeto
porque es imagen de Dios, pues es natural que si yo deseo ser tratado así,
trate a los demás de la misma manera. Eso entra en el concepto más sencillo de
justicia que todos podemos entender. Y sin embargo, ya eso qué difícil es, qué
difícil es.
Como nuestro anhelo de amor y
nuestra necesidad de amor es infinita, y como los demás nunca, igual que
nosotros, no somos capaces de dar a nadie un amor infinito, siempre hay un
desequilibrio, una especie de injusticia en la balanza que siempre reprochamos
a los demás y que se convierte en una fuente constante de división, de
separación, de reproche, hasta en los matrimonios que más se quieren, por
ejemplo. Y en muchos momentos. Y ahí entra la Gracia de Dios, o ponemos otros
límites. Los judíos entendían que la ley de Dios les pedía amar al prójimo,
pero ¿qué es amar al prójimo, en el contexto judío, como en el contexto
islámico?: amar a los que pertenecen a mi pueblo; los que no pertenecen a mi
pueblo no son en principio dignos de ese amor, no están bajo la ley de Dios.
El Señor hace saltar todo eso por
las barreras y (un poco como el domingo pasado hacía con el tema del adulterio,
pero hoy en otro tema) hace saltar todo eso por los aires y pone como objetivo
de la vida algo que corresponde al seno de Dios, ciertamente. Pero, Señor, sólo
Tú lo puedes hacer: amar a los que nos odian, bendecir a los que nos maldicen,
orar por los que nos persiguen. Eso es un modo de vida que rompe. Esa es la
revolución del amor, de la que hablaba, no la del año 68 de los Beatles, sino
de la que hablaba Benedicto XVI. Es una revolución, verdaderamente. Yo he oído
decir muchas veces: en el Evangelio no hay una economía, ni hay una vida
política, no se habla de esas cosas. Mentira. Lo de hoy es “a quien te pida la
capa, dale la túnica”, frente a la economía en poseer lo más posible, una
economía basada en darse. Es una revolución. Y, además, intuimos, somos capaces
de intuir que un mundo así sería un mundo fantástico. Un mundo así sería un
mundo en el que realmente uno da las gracias por vivir y al menos la Iglesia
debería ser un testimonio de que vivimos así, de que somos una familia; en las
familias se vive así, en una familia, el amor que no esté corrompida también por
las categorías del mundo, o que no esté demasiado corrompida. Yo recuerdo una
madre a la que su hijo drogadicto, cocainómano, le había despojado del piso
hasta los muebles, la mayoría de los muebles, había robado a todos los vecinos
de un bloque muy alto y ella llevaba más de un año sin atreverse a salir a la
calle, salió porque iba yo de visita pastoral, porque una sobrina se empeñó y
la sacó y cuando ella me estaba contando su historia, decía: es que me muero de
vergüenza, pero es mi hijo, es mi hijo, y yo no puedo dejar nunca de ser su
madre.
Dios mío, uno entiende que si uno
tuviera la desgracia de caer en una situación de ese tipo, yo quiero tener una
madre así, claro que sí, yo quiero tener una familia donde pueda darse esa
gratuidad. De hecho, ¿cuántas cosas los padres nos han perdonado? ¿En cuántas
cosas en la vida no han aplicado la ley de la justicia? Sino una gratuidad que no mide lo que supone darse.
Me acuerdo otra vez, no tiene nada
que ver, vi a una madre estar quince días en un hospital sin acostarse, sin
llegar a dormir realmente, nada más que a lo mejor media hora o menos quizá, con
un niño que peleaba, adolescente, entre la vida y la muerte, en una leucemia,
aquel niño salió adelante, pero yo creía que la madre iba a morir antes que el
niño. Y no había quien la sacara de la habitación, y la madre: “Es mi hijo”, no
daba otro motivo, “es mi hijo”.
Señor, nosotros somos tus hijos, y
Tú nos abres ese horizonte que sería, además, la única posibilidad de un mundo
verdaderamente humano; es un mundo de perdón, es un mundo de misericordia, es
un mundo de gratuidad. Ese es el mundo que hizo Europa a través de los
monasterios benedictinos, por ejemplo. Era un mundo donde los monjes daban la
vida por aquellos nómadas, bárbaros, que iban de un lado para otro, y ellos les
enseñaban a plantar zanahorias, les enseñaban a escribir, les enseñaban griego
y latín y les enseñaban de todo, y al final había una ciudad alrededor de aquel
monasterio, de gente que decía yo quiero vivir al lado de esta gente por la
belleza de su vida. Dios mío, eso es como un espejito de lo que podría ser la
Iglesia si fuéramos lo que el Señor nos permite ser. No está en nuestras
fuerzas hacerlo, no es una cuestión de propósitos; es una cuestión de si el
Señor nos concede desear un mundo así, que Él suscite las personas que lo
puedan hacer y que nosotros podamos ayudarles a hacerlo y que nosotros seamos
en primera persona, a lo mejor alrededor nuestro, a lo mejor sólo en una
pequeña medida, pero ser capaces de vivir así, porque ese signo habla de Dios
más que todos los discursos.
Pongo otro ejemplo de otra madre. El
otro día me preguntaba si tenía mucho que decirles a sus hijos que fueran a
Misa, y que no iban, que no iban… y que ella seguía, y seguía, y seguía, y que
tenían que volver a la Iglesia, y que tenían que casarse por la Iglesia. Digo:
Por favor, no se lo digas, tú quiérelos, quiérelos con toda tu alma, ¿se lo has
dicho una vez? Se lo dijiste una vez cuando eran adolescentes, no se lo digas
diciendo cuando tienen 25 años, no van a hacer más que alejarse de ti y
alejarse del Señor, y pensar que eres una pesada, anticuada; quiérelos, tú
quiérelos mucho, estate siempre a su lado siempre que te necesiten, dales tu
amor siempre que puedas y háblales mucho a Dios de ellos, aunque no puedas
hablarle a ellos de Dios.
Un mundo así es un mundo que
resplandece de belleza, resplandece del Dios que es amor y que nos invita a
vivir un amor como el suyo. No es una carga amar así. Es imposible para
nosotros y para nuestras fuerzas, pero la verdad es que no es una carga, es una
posibilidad maravillosa, mucho más que conquistar la luna o que volar a 700
kilómetros por hora de aquí a Shangai, mucho más, como posibilidad que nos es
ofrecida y que nos es dada porque somos imagen de Dios.
Señor, concédenos tu Gracia. Tenemos
toda la vida eterna para aprender eso, no os creáis que sólo es esta vida. Pero
esta vida es para aprender eso, no es para nada más.
Danos tu Gracia. Acompáñanos. Ensancha
nuestro corazón. Haz que un poquito, un poquito, un poquito nos podamos parecer
a Ti y a tu amor. Cuántas veces te hemos dado la espalda, y nos volvemos a Ti y
en lugar de estar diciendo “mira, que has hecho esto mal” está tu abrazo
esperándonos para acogernos de nuevo en tu corazón, y decirnos “si yo no puedo
dejar de quererte”.
Ese es el camino de Dios, pero es el
camino único de una humanidad verdadera. Quitad eso y el futuro no es más que
una serie de violencias, el “ojo por ojo y diente por diente” (a mí me hacen
daño, yo tengo que devolver ese daño, el otro me tiene que devolver ese daño),
es una guerra que no acaba nunca, el ejemplo lo tenemos en el Medio Oriente, en
Palestina, y en todo lo que rodea aquella región. El “ojo por ojo y diente por
diente” parece justo, pero no crea una sociedad humana. Sólo el perdón y la
gratuidad lo hacen.
Señor, ten piedad de nosotros;
enséñanos un poquito a querer como Tú nos quieres. Vamos a proclamar nuestra
fe.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
19 de
febrero de 2017
Santa Iglesia Catedral de Granada