Homilía de Mons. Javier Martínez en el VIII Domingo del T.O en la Catedral y celebración del 50 aniversario de Renovación Carismática Católica.
Fecha: 26/02/2017
Queridísima Iglesia de Dios, Esposa amada de mi Señor Jesucristo, pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
amigos y hermanos todos:
La verdad es que la Palabra de Dios de
cada domingo es siempre desbordantemente rica. Y la de hoy lo es por muchos
motivos.
Lo del dinero no es que necesite
mucha explicación, porque, veinte siglos después, si algo ha crecido en nuestra
cultura y en nuestra es precisamente la esclavitud de todo al dinero y a la
economía; el sometimiento y de todo, al dinero y a la economía: la vida
familiar, el orden de distribución de los días y del tiempo, la vida social, la
misma política. Parece que todo está al servicio de esa inmensa máquina que,
cueste lo que cueste, tiene que funcionar, y a eso sacrificamos todo y hacemos
sacrificios más grandes que los que hacían los cartujos por Dios, muchísimo más
grandes, y además los hacemos con gusto, que es lo peor. No voy a condenar
aquellas cosas de las que Dios sabe que tenemos necesidad. Por lo tanto,
vivimos en el mundo en que vivimos. Sólo no hay que dejarse atrapar en la
conciencia por él, hay que ser libres, hay que seguir siendo en ese mundo, como
san Maximiliano Kolbe era libre en un campo de concentración, parecido. Ser
libres, porque sólo el Reino de Dios y su justicia, es decir, solo la
Salvación, sólo el Cielo, que es el Reino de Dios, corresponde de verdad a los
anhelos profundos de nuestro corazón. Todo lo demás es añadidura.
El dinero no nos va a dar la
salvación. Lo necesitamos. Tenemos que trabajar en el mundo y tenemos que vivir
en este mundo, sin ser del mundo. Eso es exactamente a lo que nos invita el
Evangelio de hoy. De una manera muy parecida, una cosa que dice San Pablo en
otro lugar y que resulta también humanamente imposible (todas las cosas del Sermón
de la montaña son humanamente imposibles): sólo la Gracia del Cielo, sólo el
don del Espíritu Santo permite, sólo en el Espíritu Santo se puede decir Jesús
es Señor. Por tanto, sólo en el Espíritu Santo se puede amar a Dios sobre todas
las cosas y a uno como a uno mismo, a cualquiera, a nuestro prójimo. Y hoy
nuestros prójimos son los siete mil millones de hombres que hay en la Tierra,
porque nos podemos encontrar cualquier día con cualquiera que ha nacido a diez
mil kilómetros de nosotros y es nuestro prójimo, en la calle, en la puerta de
la catedral; al prójimo como a ti mismo y a Dios sobre todas las cosas. ¿Quién
puede hacer eso, Señor? ¿Quién puede vivir un poquito como los lirios del campo
o como las aves del cielo? Nadie si Tú no nos lo das. Pero la paradoja terrible
es que nuestro corazón está hecho para Ti, como decía san Agustín: Nos hiciste,
Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto, desasosegado, ansioso, hasta
que descanse en el único lugar de descanso que hay para ese corazón, que eres
Tú, Señor, no hay otro. Fuera de Ti servimos a los ídolos. El Señor llamó
explícitamente la atención prácticamente sólo de dos cosas en el Evangelio. Una
que le ponía furioso, tan furioso que fue la única vez que Él cogió un látigo y
como que se dejó llevar de la ira: la hipocresía, que no la tenían sólo los
fariseos en tiempos de Jesús, que en cuanto hay un pequeño espacio de poder
también en el seno de la Iglesia, nos dejamos llevar por ella, y no sólo los
curas… Y la otra cosa, el dinero, porque el dinero se apodera de nosotros, nos
devora.
Y sin embargo, eso no le impidió al
Señor amar a Zaqueo. Zaqueo era un gran hombre de negocios. Zaqueo no era
ningún pobrecito. Estaba excluido de la comunidad judía por ser publicano, que
era un oficio proscrito, prohibido, quien se hacía publicano era un apóstata; cuando
el Evangelio habla de una mujer pecadora, no penséis en nada que tenga que ver
con Hollywood, a lo mejor era la mujer de un publicano, y por ser la mujer de
un publicano era una pecadora pública que jamás podría entrar en la sinagoga ni
en el templo, que no entraría en la casa de un hombre judío piadoso, porque no
sería admitida por ser la mujer de un publicano; que también era un hombre de
negocios, lo que llamaríamos hoy un financiero, que sabía hacer ingeniería
financiera. Por eso, era expulsado de la comunidad judía, por su ingeniería
financiera. Porque por el hecho de ser publicano era casi seguro que era un
ladrón. Y Jesús le dice: que quiero entrar en tu casa. Jesús distingue muy
claramente entre el pecado y el pecador. Al pecador siempre, sea cualquier
pecado, desde el más horrible hasta el más cotidiano… ¿Sabéis cuál es el más
cotidiano? La envidia, y casi nunca nos confesamos de ella, y además se da
dentro de la familia, se da entre hermanos, siempre, con cuñados, o primos. Cuántas
familias rotas por la envidia. Y uno oye confesarse de muchas cosas, todas
sacadas de las películas, pero de la envidia casi nadie se confiesa.
Sea el pecado que sea, ¿qué hace el Señor
con el pecador? Abrazarle, siempre. Por muy alejado que esté de Dios, por mucho
que él se sienta incapaz (“¿pero cómo Dios me va a querer a mí, con lo
sinvergüenza que soy?”), pues el Señor le abraza. Lo cual no le impide decir, atención,
atención. Pero las dos cosas que el Señor no soporta, una la hipocresía, y la
otra, no dice que no la soporte, en absoluto, pero nos pone en guardia, porque
es siempre la más venenosa, la más sigilosa, la que más elementos… si es que
tenemos que vivir, es que al fin y al cabo, como eso de los lirios del campo,
está muy bonito, pero es poesía. Y os digo una trampa en la que caen a veces,
sobre todo, los padres. Y más que los padres, las madres. No, no, a mí pase… nada,
me da lo mismo, pero mis hijos, de mis hijos sí que me tengo que preocupar,
porque vistan bien, porque coman bien, porque coman lo mejor posible, para que
vayan al mejor colegio que puedan… No digo que no. Dios mío, además, es inútil
decirlo (yo tengo ya 30 ó 40 años de experiencia
de cura), es inútil decirle a una madre: deja que a los hijos los cuide Dios
también. Y como me dijo una vez una madre, esto ya me lo habéis oído contar los
de la parroquia, que le estaba yo diciendo: “que a tu hija Dios la quiere más
que tú, que Jesús ha dado su Sangre por ella”. Dice: “Deje, deje, D. Javier, a
mí me la ha confiado el Señor, será por algo”. No había manera. Eso es una
trampa y se nos cuela. Con la excusa del amor a los hijos entonces sí, entonces
tenemos todas las excusas.
Sólo os añado un par de cosillas
más, porque de este Evangelio se puede estar hablando horas, horas, y horas, y
sacar miga de una cosa. Una cosa de la que hay que sacar miga es que nuestro
corazón siempre sirve a alguien. Nuestro corazón es como un mecanismo de
rotación que tiene que tener un centro, y sólo uno, sólo cabe uno. O ese centro
alrededor del cual gira nuestra vida es Dios o será un ídolo; o es el Dios
verdadero o será el Dios falso, y ese Dios falso se disfraza de conseguir la cátedra
de no sé qué, ser famoso en el congreso de lo que sea, o triunfar dentro de la
Renovación porque soy el que mejor canto, o qué sé yo, o conseguir que me
nombren responsable de entre los curas que me den la parroquia de tal y de
cual, y entre los obispos que el mundo nos aplauda. Terrible tentación: que el
mundo no se enfade mucho con nosotros.
Eso está claro. Nuestro corazón
tiene siempre un centro y o ese centro es Dios o será un ídolo, y los ídolos
todos, en el dinero es en el que más se pone de manifiesto, siempre devoran. El
servicio a Dios nos hace libres. Cuando somos siervos de Dios, todo es nuestro,
nosotros de Cristo y Cristo de Dios. Cuando dejamos de servir a Dios, empezamos
inmediatamente a servir otra cosa, a un ídolo, a un Dios falso. Todos. No hay nadie
neutral. Ese espacio neutral del que nos hablan tantas veces: ‘No, las ciencias
son neutrales, la religión es una cosa privada, o particular, o una
peculiaridad de los que les gusta eso’; que no, que no hay espacio neutral, que
todo el mundo sirve a un dios, que todo el mundo tiene detrás una fe, una
teología, sólo que verdadera o falsa. Nosotros servimos al Dios verdadero y
sabemos que es el Dios verdadero porque servirle a Él nos hace libres. De esa
libertad tenemos experiencia de ella. Yo creo que si no, no estaríais aquí. ¿Tenéis
experiencia de la libertad que Dios nos da? Y de la esclavitud que nos da
(todos tenemos esa experiencia, todos, del primero al último) cuando le damos
la espalda a Dios, empezamos a arrastrarnos sirviendo a alguien que nos hace
esclavos, así de sencillo, y así de simple.
Señor, Te damos gracias por lo menos
nos has dado esa libertad. A lo mejor somos esclavos, pero no queremos serlo.
Pues ya eso es una gracia, ya eso es una gracia grandísima.
Y la otra cosa que quiero explicar.
“Dios le dará -decía San Pablo- a cada uno según merezca”. Pues, verás, Señor,
en el Padrenuestro decimos: no nos des según merezcamos, por favor, sálvanos.
Porque si Dios nos da según merecemos, nadie merecemos nada. Nadie merecemos
nada. Sobre todo, nadie te merecemos a Ti, que eres el Cielo, Tú eres el Reino
de Dios, Tú eres el Cielo, Tú eres la vida, Tú eres el anhelo último de nuestro
corazón. Nadie en la historia de la Iglesia, ni una sola persona podría decir:
la distancia entre el hombre más alto y Dios sigue siendo infinita. Por lo
tanto, tenía razón san Bernardo: Nuestro único mérito, Señor, es tu
Misericordia. Entonces, ¿Tú nos darás a cada uno según lo que merecemos? Claro.
Tú nos darás según ese mérito que es tu Misericordia. El que dice el Evangelio
de San Juan: Él da el Espíritu sin medida. Pues eso, así hay que interpretar la
frase de San Pablo.
Termino con una petición del oyente,
que espero que los cantores podáis concederme. La primera vez que yo hice una
celebración con la Renovación Carismática en Alcobendas, hace alrededor de 30
años, después de la Consagración, cantasteis un canto que a mí me pusieron los
pelos de punta y se me saltaron las lágrimas, así que os lo voy a pedir:
“Majestad”.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
26 de febrero de 2017
Santa Iglesia Catedral de Granada