Homilía en la Eucaristía del II Domingo de Cuaresma,ante la Sagrada Imagen de Ntro. Padre Jesús de la Amargura, con motivo del centenario de la Hdad del Santo Vía Crucis, que llegó a la Catedral el viernes anterior para el Via Crucis de la Real Federación
Fecha: 12/03/2017
Queridísima Iglesia del Señor,
pueblo santo de Dios y Esposa amada de Jesucristo;
queridos amigos todos:
Le pedíamos en la oración de la Misa
de hoy al Señor que nos dejase contemplar la Gloria de su Rostro. La verdad es
que ese es un pensamiento que atraviesa la Cuaresma, en el sentido de que la
Cuaresma es menos un tiempo en que nosotros con nuestras fuerzas, con nuestras
buenas intenciones, con nuestros buenos propósitos, luchamos contra el mal que
reconocemos que hay en nosotros, cuanto un tiempo que la Iglesia nos propone de
volver a mirar – y eso es lo que es convertirse, realmente- a Aquél que tiene
la capacidad de salvarnos del pecado y de la muerte; de salvarnos de nuestra
impotencia, de rescatarnos de nuestras mezquindades o de nuestras cobardías, de
nuestras pobrezas y nuestros males (que no son sobre todo los males físicos,
sino, fundamentalmente, los males morales).
Mirando el Rostro de Cristo -todos
os habréis dado cuenta-, el relato de la Transfiguración es un relato en el que
aparecen el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Es un relato en el que está
como trasfondo del acontecimiento, ese acontecimiento único que los discípulos
experimentaron, en el que pudieron ver la Gloria de Dios en la carne humana de
Aquél que había caminado con ellos, que lloraría cuando la muerte de Lázaro
(sin duda, habría llorado en más ocasiones), y Aquél que era su compañero de
camino y su maestro, pudieron ver reflejada en Él la Gloria de Dios. Y la
Gloria de Dios se descubre en el Nuevo Testamento como una Gloria que es un
Dios que es comunión de personas. Todos sabemos que la estructura del Credo es
trinitaria: Creo en Dios, creo en Jesucristo y creo en el Espíritu Santo, y las
realidades que nacen de la Presencia del
Espíritu Santo, del Espíritu del Hijo de Dios en el mundo, en la historia (la
Iglesia, el perdón de los pecados, la esperanza y la vida eterna).
Normalmente, para nosotros, la
Trinidad no cuenta mucho, o el Dios Trino no cuenta mucho en nuestra vida:
hablamos de Dios como en general, hablamos de Dios como una persona, como si
fuera un individuo (un poco como el dios de los deístas o como el dios de la
masonería o como el dios de otras religiones, el judaísmo o el islam). Pero si
alguien tuviera que describir cuál es lo específico del Dios cristiano, diría
que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. No me gusta demasiado la palabra
Trinidad porque es una palabra abstracta y en el Nuevo Testamento no aparece,
surge muy tarde en la historia de la Iglesia. Pero el Dios Trino, el Dios que
es Uno, y es a la vez Padre, Hijo y Espíritu Santo, está en el corazón del
Evangelio. No porque Jesús dijera “Dios es Trino” (en ninguna ocasión lo dice);
sí que aparece que los cristianos, ya en el tiempo del Evangelio y por
indicación de Jesús, se bautizan, se marcan como cristianos (los antiguos
cristianos llamaban al bautismo la marca, igual que los judíos llamaban a la
circuncisión la marca; la circuncisión era una marca física que se hacía con un
cuchillo y que producía sangre y herida). Pero los cristianos hablaban, de la
misma manera que hablaban del sacrificio racional, razonable de la Eucaristía,
donde no moría nadie, no se sacrificaba ningún animal ni ninguna criatura,
porque era el sacrificio mismo de Dios por amor a nosotros, lo mismo la marca
del bautismo era una marca espiritual, pero es la marca que distingue a los
cristianos.
En el pasaje al final de San Mateo
se habla de “bautizaos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.
Desde las primeras generaciones cristianas había una conciencia de que Dios era
Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero si se analizan los pasajes del Evangelio en
los que de alguna manera aparece mencionada o se tiene en cuenta la Trinidad,
llegan casi a 90. Habréis oído mil veces “la Trinidad es un misterio” o “eso es
tan difícil como el Misterio de la Trinidad”. En un sentido sí, pero.. ¡el
misterio que somos cada uno de nosotros! ¿Quién de vosotros puede presumir de
que conoce perfectamente a su mujer? Sólo un necio lo diría. Pero, ¿quién de
vosotras puede decir “conozco perfectamente a mi marido, no tengo nada que
aprender de él”? Tampoco lo diría. A lo mejor, lo decís, pero no sería nunca
verdad del todo.
Un ser humano es siempre un misterio
insondable. Siempre. Un niño es un misterio insondable. Nace un bebé en la casa
y los abuelos o los padres pueden pasarse horas contemplando aquella criatura
tan pequeña y tan frágil, y al mismo tiempo tan llena de misterio, tan
inabarcable. Si nosotros somos inabarcables…, cómo el Rostro de Dios no lo va a
ser. Sin embargo, eso no quiere decir que no podamos acceder a la Belleza de
ese Dios, aunque sea su resplandor más de fuera. Si es el Dios que ha creado
toda la belleza que hay en el mundo, algo de esa Gloria en Cristo resplandece.
Jesús se refiere siempre al Padre
con una relación especial, como la de un niño pequeño que no teme nada si está
de la mano de su padre. Abba, esa palabra que sale varias veces en la lengua de
Jesús en el Evangelio, es la manera como Jesús habla de su Padre. Y expresa Él
que no hace nada que no haya visto a su Padre; las obras que Él hace, perdonar
a los pecadores, acercarse a ellos, comer con ellos (era un gravísimo pecado en
el mundo del judaísmo fariseo: entrar en casa de un pecador y comer con unos
pecadores, eso era una ofensa terrible a la concepción judía de la Ley. Y Jesús
justificaba esa conducta diciendo “porque en el Cielo (es decir, porque Dios)
tiene más alegría por un pecador que se convierte que por 99 justos que no
necesitan conversión); o cuenta la
palabra del hijo pródigo, donde el padre espera el retorno de su hijo,
cosa que ningún padre judío, ortodoxo y fiel, y piadoso y bueno, haría jamás; y
el padre aquel sale corriendo en busca de su hijo que ha dilapidado su herencia
y la riqueza que le ha dado su padre, y que se la ha gastado lejos y de mala
manera, que ha llegado a ser lo más humillante que un judío podía ser, pastor y
pastor de cerdos, le abre los brazos y celebra con una fiesta su regreso.
Jesús habla constantemente de su Padre
y nos introduce en esa relación cuando nos invita a decir Padrenuestro. En la
liturgia de la Iglesia deberíamos hacerlo siempre. Siempre que se vaya a rezar
el Padrenuestro, habría que decir “venga, vamos a decir juntos la oración que
Jesús nos enseñó”, para que todos podamos decir Padrenuestro, porque eso es lo
más importante: poder dirigirnos a Dios como nuestro padre, como Jesús se
dirigía. Eso es lo que Jesús ha roto: los velos que cubrían la manera de referirse
a Dios que sólo se le podía llamar Señor; o referirse a Él de manera indirecta:
“hay más alegría en el Cielo” o “habéis oído que se dijo”. Era habitual en el
mundo judío usar ciertas formas para hablar de Dios sin hablar de Él. Nosotros
de pie nos dirigimos a nuestro Padre cara a cara, como Jesús podía hacerlo,
porque nos ha comunicado su Espíritu y somos hijos de Dios, aunque lo seamos
por adopción, por la Gracia de Cristo, pero somos hijos de Dios.
Sólo en la Trinidad uno comprende
que Dios es Amor. Un Dios que desborda su propio Ser en todas las plenitudes de
aquello que nosotros somos capaces de intuir. Sólo un Dios que es comunión de
personas puede ser Amor y fuente del Amor y plenitud del Amor. Si en Dios no
hay comunión, y no hay por lo tanto alteridad, ¿cómo se podría explicar la
necesidad que tenemos los seres humanos de amar y de ser amados? No se explica.
Y Dios aparecería como un señor que crea el mundo porque le falta algo para
entretenerse, como un ingeniero o como un niño con un juguete. Dios nos habría
creado así si Dios no fuera Amor. Y Dios sólo puede ser Amor porque es una
comunión de personas. La Gloria del Rostro de Cristo nos abre a una
profundidad, pero es una profundidad preciosa.
Son muchas más cosas las que se
derivan de que Dios sea Trino. No voy a hacer más que enumerarlas. Por ejemplo,
que el ser del mundo participe del Ser de Dios; que no sea algo añadido, que no
sea algo exterior, depende de la Trinidad de Dios. Todo lo que existe participa
en el Ser de Dios. Dios está en todas las cosas. No hay nada que esté fuera de
Dios. Eso es posible decirlo porque Dios es Trino. Pero el que seamos
diferentes, diferentes un hombre y una mujer, diferentes las razas, diferentes
las especies animales, el que la multiplicidad no sea una decadencia, sino que
sea un bien, el ser distintos sea un bien porque nos permite salir de nosotros
mismos para dirigirnos al diferente o para amar a aquel que es como nosotros y,
al mismo tiempo, diferente… todo eso sólo puede considerarse una bondad si se
parte del Dios Trino. Por lo tanto, el Dios Trino no es un problema de cómo uno
son tres.
La Trinidad de Dios nos abre a los
horizontes en los cuales encuentra justificación y sentido nuestra vocación al
amor. Eso es lo grande. Y eso explica que nosotros seamos relación, que no
somos unos individuos aislados que luego se relacionan exteriormente con otras
cosas que están fuera. No somos así cada uno. Somos relación. Si alguien te
pregunta quién eres, sólo puedes decir un nombre, y ese nombre te lo han dado;
y si te preguntan un poco más, sólo puedes decir “soy hijo de fulanito y de
menganita, y he nacido en tal sitio”. Somos relación. Pero somos relación
porque Dios es relación de amor dentro de Sí mismo y es Cristo quien nos abre
la profundidad de ese Rostro. El Señor se llama Señor de la Amargura. Ha
descendido hasta el fondo de nuestras soledades, de nuestras miserias, de
nuestros sufrimientos, para que, desde
allí mismo, nosotros podamos intuir algo de esa Belleza inmensa de amor para la
que hemos sido creados y que nos aguarda, no sólo en el Cielo, aquí, ya, cuando
caemos en la cuenta del horizonte al que nos abre Cristo y de la vida que al
comunicarnos su Espíritu Santo Cristo nos da. Y ya podemos empezar a mirarnos
unos a otros como Dios nos mira, y a tratarnos como Dios nos trata, y a
querernos como Dios nos quiere, y a perdonarnos como Dios nos perdona.
Mis queridos hermanos, pedíamos en
la oración que podamos contemplar la Gloria de Cristo, el Rostro de Cristo. Que
nos asomemos un poquito a ese Misterio de Amor que fundamenta nuestras vidas y
todo lo que somos, y todo lo que hay de bello en ellas. Lo fundamenta y lo
cumple. Cúmplelo Señor en nosotros y en todas las personas que queremos y que
amamos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
12 de marzo de 2017
S.I Catedral