Homilía en la Eucaristía del III Domingo de Cuaresma y Día del Seminario. Se instituyeron los Ministerios de Acólito y Lector a tres seminaristas diocesanos y se admitieron a las Sagradas Órdenes a dos seminaristas también diocesanos.
Fecha: 19/03/2017
Queridísima Iglesia del Señor;
Pueblo santo de Dios;
Esposa amada de Jesucristo;
queridos sacerdotes concelebrantes, quienes
hoy recibís -Alejandro y David- el ministerio de lectores y de acólitos, y quienes
-Rubén, Juande y Alejandro- sois aceptados como candidatos para el Sacramento
del Orden:
Es una fiesta grande. Siempre. Cualquier
paso que vosotros dais hacia esa paternidad propia del sacerdote, del
presbítero, del que ha de ser guía, padre y compañero en las pruebas de la
comunidad cristiana, es un gozo para toda la Iglesia, es un acontecimiento que
afecta a toda la Iglesia, no sólo a quienes estamos aquí, a vuestras familias,
sino a la Iglesia entera y al universo entero.
Lo cierto es que cada “sí”, hasta el
“sí” más pequeño que nosotros podemos darLe al Señor, cualquiera de nosotros,
hijos de Dios, familia de Dios, miembros del cuerpo de Cristo, el “sí” más
pequeño que le damos al Señor en lo más secreto de nuestro corazón y que sólo
Dios conoce repercute en el mundo entero. Como el “Sí” de la Virgen. Hace
presente a Cristo, hace crecer la Iglesia. La Iglesia no crece por las obras
exteriores que hacemos quienes tenemos la misión de hacerlas o quienes las
hacen, sino que crece justamente por ese “sí” que damos al Señor por el cual Él
se encarna de nuevo y Él se hace presente en nuestro mundo y hace brillar la
luz sobre lo que significa ser hombre y ser mujer, lo que significa nuestra
común humanidad, lo que significa nuestra preciosa vocación a participar en la
vida divina.
Pero vuestro “sí” tiene un carácter
especial, porque la Iglesia percibe el vínculo que hay entre el Orden Sacerdotal
y la Presencia viva de Cristo. Y esa Presencia viva de Cristo en vuestras
vidas, vuestras personas (cada uno con sus características y sus formas de ser,
su temperamento y su riqueza personal y su historia personal, es siempre obra
de la gracia de Cristo en cada uno de vosotros) hace presente a Cristo. Y la
Iglesia percibe que esa presencia es necesaria, es algo que los cristianos
necesitamos para respirar, y que los no cristianos necesitan poder ver
encarnadas en unas vidas que podrían haber escogido cualquier otro camino pero
que, sencillamente, han preferido, o más bien, el Señor os ha preferido a
vosotros y os ha llamado para que seáis esa presencia suya en medio de la
Iglesia y en medio del mundo.
No es difícil -en las lecturas preciosas
de este tercer domingo de Cuaresma del año en el que estamos, son de una
riqueza extraordinaria- ver en la queja del pueblo de Israel una
pregunta que los hombres de hoy se hacen, que se hacen también los cristianos:
¿Está el Señor en medio de nosotros? Es muy fácil cantar villancicos en Navidad
con el Emmanuel, pero luego cuando llega las horas de la prueba, la prueba de
la salud, la prueba de la edad, la prueba de esos desajustes que hay
constantemente en la vida de un matrimonio, o de las dificultades de educar a
unos hijos en el contexto cultural en el que estamos, las mismas dificultades de
la vida económica y social y de una cultura que deja sin respuesta las grandes
preguntas del hombre, y es razonable preguntarse si uno forma parte del pueblo
de Dios y va caminando por este desierto, que muchas veces la vida humana dice:
pero, ¿será verdad que Dios está con nosotros?, ¿es verdad que Dios nos
acompaña?, ¿es verdad que no está lejos?, que no tenemos que ir a buscarle al
fin del mundo o a algún lugar extraño y difícil, sino que realmente está
conmigo en las dificultades de la vida, ¿será verdad eso de que un cristiano
nunca está solo?; y tampoco es difícil encontrarse en el mundo y en el seno de
la Iglesia figuras en las que uno puede ver muy fácilmente representada la
mujer de Samaria. Una mujer, que se había cansado de buscar, iba por agua. Su
corazón probablemente muy herido (yo me imagino que una mujer que ha pasado por
cinco matrimonios, su vida en el mundo judío, y los samaritanos eran sólo medio judíos medio paganos, no eran
tenidos por tales, eso no era especialmente difícil, puesto que existía la ley
del repudio, y puede ser que hubiera sido no una mujer casquivana, sino que
hubiera sido repudiada por cinco hombres, supone una humillación muy grande en
el corazón y que estuviera harta). Iba por agua. No iba buscando nada especial:
agua, pues, como en todos los pueblos del mundo hasta aquí que ha habido agua
corriente, se iba a la fuente a recoger agua para tener agua en la casa. Y se
encontró con la fuente del agua viva, con el Emmanuel, Dios con nosotros, que
era, si pensáis, la pregunta de los israelitas: ¿Estará Dios en medio de
nosotros? Y Moisés por orden de Dios golpea una roca. San Pablo después dirá
que aquella roca de la que brotó agua, que aquella roca era ya Cristo quien
acompañaba a los hombres. Mi amigo san Efrén dice en un lugar: “Señor, Tú has querido
llegar a todas partes, extenderte a todas partes, aunque ya estabas en todas
antes de llegar”. Es decir, que hasta el hombre más alejado de Dios lleva
dentro de su corazón una presencia oculta, silenciosa del Señor, porque el
Señor no abandona a nadie; Él sólo hace explícito que, efectivamente, estamos
acompañados en la vida; que Dios es Padre; que tenemos un Padre siempre, que
nos sostiene, que nos cuida, que nos apoya, que no nos abandona jamás y que
tenemos el Espíritu de Cristo que nos permite vivir en la libertad de los hijos
de Dios.
Es eso lo que aporta el conocimiento
de Cristo. Es esa el agua de la que cuando uno bebe, en cierto sentido, no
vuelve a tener sed. Digo “en cierto sentido” porque cuando uno ha probado el
amor de Dios en Cristo lo que tiene es muchísima sed de más de ese amor,
muchísimo deseo de que el Señor nos comunique más de su vida divina, de que esa
vida divina sea más carne de mi carne, que llegue a todos los entresijos de mi
corazón, que invada y configure y dé forma a mi imaginación, a mi mirada, a mis
deseos, a todo en mi vida; que todo en mi vida pueda ser asumido por Cristo. Ése
es el deseo de un sacerdote. Ése es el deseo que yo pido al Señor que os
conceda, que habéis bebido del agua. En el fondo no se puede comunicar la
experiencia de Cristo a los hombres a menos que uno haya tenido esa experiencia
de que Cristo cambia la vida; de que Cristo no recorta nuestra humanidad en
ningún aspecto, sino que la potencia y la hace florecer en todas las
dimensiones, en una riqueza y humanidad que la vida entera es demasiado corta
para darLe gracias al Señor por ello.
Yo llevo (no sé si son cuarenta y
pico años de sacerdote, nunca me acuerdo porque me importa tanto el presente
que no me da tiempo a contar el pasado) cuarenta y pico, desde el año 72, y
quiero deciros hoy, y lo digo públicamente, y lo digo con gusto y satisfacción:
soy hoy mucho más feliz que el día que me ordené. El Señor ha colmado desbordantemente
mi corazón, y la Iglesia, su cuerpo, me ha concedido el Señor el amarla con
toda mi alma, con todo mi ser, con toda mi pobreza también (no queda nada
fuera, ni siquiera los límites, no queda nada fuera). No puedo mas que darLe
gracias. Y mi sensación es cada vez más real de que la vida es demasiado corta
para agradecerte Señor el don de poder ser presencia tuya, de poder cuidar de
este pueblo, entregar la vida por este pueblo por el que Tú has derramado tu
sangre y en el que Tú estás y vives. Como quisieras vivir en toda la humanidad y
llegar a todos los hombres, llegar a todas las mujeres, llegar a todas las
personas y poder comunicarles esa alegría del Evangelio de la que habla el Papa
Francisco y que san Juan Pablo II resumía en esa frase “la Iglesia existe para
decirle a cada hombre y a cada mujer ‘Dios te ama, Cristo ha venido por ti’”. Ése
es el mensaje de la Iglesia. Eso es lo único realmente importante que podemos
decir. Y sólo lo podemos decir, no como discurso, sino como experiencia, como
comunicación de una experiencia que uno ha vivido. Yo sé que Dios es amor. Y yo
sé que el amor de Dios ilumina toda forma de amor posible en este mundo. Todo
lo que hay de bello en cualquier amor humano es sólo una participación del amor
infinito que nosotros hemos podido comer y beber en la Palabra de Dios en la
Eucaristía.
En vuestros ministerios justamente
se indica un camino de ahondar en esta experiencia. Esas dos pautas: la Palabra
de Dios, alimentaros de la Palabra de Dios, por encima de cualquier otra cosa,
que pueda ser más privada o particular. La Palabra de Dios es el alimento
sólido, es el agua que brota del Señor y que cuando la cogemos como palabra
dirigida a mi, dirigida a cada uno de nosotros, cambia la vida. Y luego, la
Eucaristía. ¿Qué aprendemos en la Eucaristía? Incluso, acercándose al altar
como acólitos, ¿qué aprendemos en la Eucaristía?: “Tomad, comed, éste es mi
cuerpo”. Ahí se resume toda la vida sacerdotal, porque se resume toda la vida
de Cristo. La vida de Cristo es un amor sin límites a los hombres hasta el don.
“No hay mayor amor que el dar la vida por aquellos a los que uno quiere”. Eso
es lo que hace el Señor por nosotros. Eso es lo que somos nosotros llamados a
hacer, de la manera que Dios disponga, como Él quiera, por esta humanidad a la
que Dios ama con un amor infinito en nuestra increíble pequeñez, tan increíble
que nos resulta increíble que Dios pueda querernos cuando a nosotros mismos nos
resulta tan difícil queremos unos a otros. Y sin embargo, ésa es la novedad, ése
es el cambio, ésa es la vida que el Señor ha sembrado en nuestra carne, en
nuestra historia, y que no terminará jamás mientras el mundo sea mundo.
Vuestras vidas, el paso que hoy dais
es un testimonio de eso: de que Cristo vive, de que el amor de Cristo sigue
deseando comunicarse a los hombres como el Señor se comunicó a la mujer samaritana,
de la que dice san Agustín en el oficio de lecturas de hoy, es el símbolo de la
Iglesia de los paganos, de la Iglesia de los gentiles, de nosotros que hemos
accedido a la fe a través de ese río de vida que brota, siglo tras siglo, por
el mundo entero, hasta el fin del mundo, que brota del amor infinito de Cristo.
Estamos a punto de celebrar los
misterios de la Semana Santa y del triduo pascual. Vamos a darLe gracias juntos
al Señor y Le pedimos por vosotros, que ese Amor os colme; que ese Amor sea lo
más visible para cualquiera, de cerca o de lejos, bueno o malo, persona de fe o
persona totalmente alejada, o incluso alguien que odia o que tiene
resentimiento contra la fe, que lo primero que pueda encontrar en vosotros sea
un reflejo del amor sin límites de Cristo. Si vosotros seréis un modelo para la
vida de la Iglesia, puesto que sois lo que tenemos que mostrar a este mundo,
que se muere de sed, de sed de amor verdadero, de sed de Dios.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
19 de marzo de 2017
S.I Catedral