Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía del V Domingo de Pascua celebrada en la S.I Catedral.
Fecha: 14/05/2017
Queridísima Iglesia del Señor, pueblo santo de Dios, Esposa amada del Señor Jesucristo, que viene al banquete de bodas a escuchar su Palabra, que siempre e una palabra de amor y de misericordia, y a alimentarse con su cuerpo, que es fuente de vida:
En este
tiempo pascual, en los primeros días de la Pascua, lo que hace la Iglesia es
anunciar el hecho, simplemente. No hay en el Evangelio nada más que ese anuncio
que es el hecho, que es la fuente de toda la vida de la Iglesia. Como decía un
pensador, que siempre estuvo a las puertas de la Iglesia a lo largo de su vida,
comentando la película de Mel Gibson, que a él particularmente no le había
gustado especialmente (ponía tanto énfasis en el dolor y pasaba como de pasada):
es verdad que la Resurrección es una especie de “agujero negro” en la historia,
porque se afirma… –y es verdad que se afirma, pero nadie hubiera podido verla,
aunque hubieran estado allí, en el momento de la Resurrección; como nadie puede
ver la Creación, ni aunque hubiéramos estado allí, ya seríamos una criatura que
está dentro, no podríamos verlo como quien lo ve desde fuera, tendríamos que
ser Dios para ver la Creación desde fuera, y tendríamos que estar fuera de la
historia para ver el acontecimiento único, sólo comparable a la Resurrección de
Jesucristo. Pero vemos sus efectos. Y es verdad, este pensador decía: la
Resurrección es un “agujero negro” en la historia, pero toda la explosión de
belleza que ha sucedido en la historia como fruto de ese acontecimiento no
podría haber nacido, –dice- “es la Resurrección quien ha hecho las catedrales,
es la Resurrección quien ha hecho escribir a san Agustín y a santo Tomás, y a
Pascal, y a Péguy, y a Bernanos”. No sólo estas obras de arte, sino la gran y
única obra de arte que es la alegría de nuestra vida, una alegría que salta hasta
la vida eterna; que uno se da cuenta que no nace de uno; que no es porque uno
esté eufórico o porque uno está con las personas que quiere y eso te hace feliz
(claro que te hace feliz). Pero también es verdad que si Cristo no hubiera
resucitado, nuestra felicidad tendría siempre un cáncer por dentro que la roe,
nuestra alegría estaría siempre bajo la sombra de la muerte.
La
Resurrección de Cristo nos abre a una alegría, nos abre a una vida nueva. En
esa vida nueva, como en el ministerio de Jesús, hay curaciones –las sigue
habiendo, y no menos milagrosas que la curación del ciego de nacimiento o que
la resurrección de Lázaro-, y estoy seguro de que las hay aquí en la Catedral,
en esta misma misa que estamos celebrando. Hay curaciones del pecado, del mal, del
desamor, de una manera que nace un perdón que es capaz de abrazarlo todo, de
abrazar cualquier clase de sufrimiento, de abrazar cualquier herida, de
hacernos renacer desde dentro. Y uno lo ve eso una vez y otra vez y otra vez. Y
no es que porque uno haya cogido a Jesucristo en la vida, haya cogido la fe de
la Iglesia en la vida, la vida se convierte en en una especie de paraíso donde no hay
dolores, no hay traiciones ni hay mentiras o sufrimientos morales, que son
siempre mucho más dolorosos y más profundos que los sufrimientos del cuerpo.
Todo eso lo sigue habiendo. Seguimos siendo pobres seres humanos, torpes, que
vamos por la vida dando trompicones. Sino que uno experimenta que hay algo que
no nace de mí y que le permite vivir todas esas circunstancias con gratitud,
con alegría, con una paz que no es humana, que nada tiene el poder de destruir.
Y uno reconoce que ésa es la fuerza. Y ve nacer a un pueblo que vive así.
Quienes
hemos vivido como nosotros en un pueblo como España, que lleva veinte siglos de
tradición cristiana, estamos tan acostumbrados a ver los milagros que produce
la fe que esos milagros no nos parecen milagros. Nos parecen que son hechos
naturales, normales. Sólo cuando uno empieza a ver que falta Cristo en la vida
y qué es lo que pasa cuando falta, y empieza a ver que falta Cristo en la
sociedad y qué es lo que pasa en una sociedad cuando falta Cristo, entonces uno
se da cuenta que aquello que uno pensaba, eso que en algunos ambientes
cristianos quienes han vivido siempre en un entorno cristiano han pensado
siempre: “una familia normal, un matrimonio normal”, que se quieren a pesar de
todo, a pesar de que discuten todos los días, pero que tienen un amor más
fuerte que esa discusión… eso es un milagro. Eso no es un “matrimonio normal”;
eso es un milagro. Pero es que hemos vivido en un pueblo donde esos milagros
sucedían en un porcentaje muy alto de familias. Pero, vivir en la alegría –y yo
puedo dar testimonio de ello, en mi propia vida-, sin que la alegría de la
compañía y de la Presencia del Señor te falten nunca, eso no es de este mundo,
no es humano: es un don, sencillamente, un don precioso, que si acogiéramos con
más conciencia nosotros, nace, lo ve nacer esa comunidad nueva, esas relaciones
humanas nuevas, bellísimas.
No hay nada
en el mundo que tenga la belleza de un pueblo cristiano, que vive consciente de
que Dios nos acompaña y que el Señor forma parte de nosotros; que no lo
merecemos; que somos unos pobres hombres, que tenemos pasiones, que somos
limitados, que cometemos pecados; y sin embargo, el Señor forma parte de
nuestras venas, de nuestra sangre, porque se nos da para unirse con nosotros como
ninguna unión en este mundo puede tener la solidez, la fidelidad, la firmeza,
la verdad que tiene el don de Cristo cuando nos da su amor. Es Dios.
Todo el
Evangelio de hoy era para decir “buscáis a Dios, buscáis lejísimo; ¿pero no lo
veis en mí? ¿No lo veis en mis obras? Yo sólo hago lo que me ha dicho el Padre,
lo que el Padre me da a hacer”. Decía san Ireneo de Lyon, uno de los primeros
escritores cristianos, en el siglo II: “El Hijo es lo visible de Dios. Y el
Hijo se queda con nosotros”. Y yo podría decir: la Iglesia, ese pueblo que vive
en el amor de Dios, ese pueblo incomparable –aquí estamos personas: visitantes,
turistas que estáis de paso, o personas de aquí de la Diócesis-, y a lo mejor
no nos conocemos siquiera, y sin embargo estamos unidos en la comunión de los
santos por unos lazos mucho más profundos que los lazos que me unen a mi padre,
a mi madre, a mi hermana, a mi familia… mucho más profundos: somos miembros los
unos de los otros, somos miembros del cuerpo de Cristo. ¿Y qué es lo visible de
Dios hoy? El cuerpo de Cristo, porque es donde Cristo está, donde Cristo
permanece. Qué pena que a veces nuestra expresión pública de nuestro amor de
unos por otros sea a veces tan pobre, tan pequeña, tan tímida.
Somos un
pueblo que tiene como única ley el amor; que ha recibido el amor de Dios para
vivir de ese amor; para poder decir, como decíamos en el Salmo, “el Señor es
clemente y misericordioso”. Qué he hecho yo para merecerTe a Ti, Señor. Qué he
hecho yo para merecer ser cristiano; que me hayas dado tu vida; que me hayas
hecho hijo tuyo; que me hayas abierto el horizonte de la vida eterna; qué he
hecho yo para que vivas en mí a pesar de lo torpe que soy; qué he hecho yo para
que tengas paciencia conmigo (no sólo paciencia como resignación, sino para que
me quieras sin límites, y que me quieras para siempre, y que yo pueda tener la
certeza de que jamás dejarás de quererme). Esa es la vida nueva que brota del “agujero
negro” de la Resurrección de Jesucristo. Ésa es la historia –por eso se lee en
el tiempo pascual los Hechos de los Apóstoles-. Aquí hay un pequeño grupo de
personas, numéricamente insignificante, pobres, ni siquiera demasiado
instruidos, pescadores, semipaganos algunos de ellos, y aquella historia es
nuestra historia, porque esa historia sigue viva. La historia que empezó la
mañana de Pentecostés, la historia que empezó la mañana de Pascua con aquellas
mujeres que fueron al sepulcro sigue viva y no morirá mientras el mundo sea
mundo.
Con cuánta
alegría podemos vivir; cuánta energía que no nace de nosotros y que, al mismo
tiempo, nace de nosotros para pedirLe al Señor y para desear vivir más de ese
amor cada día y aprender a querernos mejor y más los unos a los otros.
PidámosLe
eso al Señor, o démosLe simplemente gracias: Señor, gracias por querernos, por
querernos tanto.
+ Javier Martínez
Arzobispo
de Granada
14 de
mayo de 2017
S.I
Catedral