Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía en la Catedral en el VI Domingo de Pascua, día en que celebramos la Pascua del enfermo.
Fecha: 21/05/2017
Queridísima
Iglesia amada del Señor, Esposa amada de Jesucristo;
Pueblo
santo de Dios;
muy queridos enfermos, en este día de la Pascua del enfermo;
y saludo especialmente a las dos realidades: por una parte, a las Siervas de
María, que nos acompañan en este día y a las cuales desde que tenía once años
tengo un afecto y una gratitud muy especiales, y a la Hospitalidad de Lourdes,
que es un regalo reciente que el Señor ha hecho a nuestra Diócesis y que es un
bien muy grande;
pero, sobre todo, a mis queridos enfermos:
Este año yo podía estar ahí sentado
como uno de vosotros, casi, pero, por lo menos, participo. La Pascua del enfermo
la vivo no sólo desde el lado de quienes gozan de una salud pletórica, sino más
bien del lado vuestro, un poquito. Me concede el Señor poder serviros y poder
seguir con vosotros al mismo tiempo que participo un poquito de vuestra
experiencia de dolor; como todos los seres humanos, por otra parte, porque no
hay nadie que se libre toda la vida. La vida lleva consigo esta experiencia del
dolor, que yo digo, y lo digo cada vez con más convencimiento, que es siempre
nostalgia del Paraíso. Todos nuestros sufrimientos y todos nuestros dolores son
nostalgia del Paraíso. Estamos hechos para el Cielo. Y todo lo que no sea el Cielo
se nos queda siempre un poco corto. Y el dolor tiene esa virtud de recordarnos
que hay una “Ciudad preciosa”. El autor del Apocalipsis la describe de “un oro
tan brillante como el cristal… y tan transparente como el cristal”, y ésa es
nuestra ciudad, ésa es nuestra patria. Y allí ya no hay ni muerte, ni llanto,
ni dolor, porque el Señor Dios enjuga las lágrimas de nuestros ojos y porque
allí nos ilumina a todos, día y noche, la luz del Cordero, de tal manera que no
hace falta ni el sol, ni la luna, ni lámpara humana de ningún tipo, porque el
Cordero es nuestra luz.
No quiero dejar de saludar a mis
queridos puericantores, que, poquito a poco, van siendo cada vez menos pueri y
siguen siendo cantores, y cada vez mejores cantores, y da gusto oíros. Saludo,
sobre todo, a los más chiquitines, que sois de una manera especial preferidos y
queridos del Señor, por lo tanto, también preferidos y queridos míos.
Y en este tiempo pascual tiene
sentido celebrar la Pascua del enfermo porque recordamos dos cosas, muy
sencillas pero sobrecogedoras las dos. Una, el acontecimiento único en la
historia que ha generado una historia nueva, el acontecimiento de que Cristo,
en el don de Sí mismo, con su obediencia al Padre hasta la muerte, y una muerte
de las más ignominiosas, de las más dolorosas que los hombres han inventado, al
ofrecerse a Sí mismo por nuestra salvación nos ha abierto el horizonte del
destino verdadero de toda la humanidad: nuestro destino es el Cielo. Sabemos
que nuestro destino es el Cielo gracias a Jesucristo, que en su costado abierto
-decían los Padres de la antigüedad, de los primeros siglos y de los más
cercanos al mundo del Señor, Palestina, Siria, Asia- nos ha abierto el camino
al Paraíso; el Paraíso que estaba cerrado y defendido con una espada, por el
querubín que tenía una espada, la espada que atravesó el costado de Cristo nos
ha abierto de nuevo el camino al Paraíso, el camino al Cielo, y nos descubre,
por lo tanto, qué es lo importante en la vida, qué significa vivir.
Sabemos, porque somos seres
corporales, que el nacer y el morir forman parte de nuestra condición humana,
pero no somos capaces de imaginarnos lo que sería el nacer y el morir en un
mundo sin pecado. La enfermedad o aquellas cosas que nos aproximan a la muerte
(la vejez, por ejemplo) seguirían siendo los fenómenos físicos, seguirían
siendo parte de nuestra experiencia humana, pero hay algo que no sería parte de
nuestra experiencia humana (y es algo que quiero yo subrayar porque es único),
y es que el dolor separa a los hombres. Nosotros podemos comunicar nuestro amor,
pero no podemos comunicar nuestro dolor. Cuando alguien vive un momento de dolor
y una persona puede decir “me pongo en tu lugar”, pero nunca es verdad. Es
decir, expresa el deseo de estar a tu lado, el deseo de acompañarte, el deseo
de verdaderamente estar cerca y que no te sientas solo, pero el dolor aísla y
cuando es muy fuerte hasta incluso impide el lenguaje. Una persona que está en
dolores muy fuertes no habla, simplemente se queja, hasta ese punto nos separa
el dolor. Y ésa separación es la que es del diablo. Cuando decimos “es que la
enfermedad o el dolor es consecuencia del pecado”…, no, la enfermedad como tal
no es consecuencia del pecado, es consecuencia de nuestra condición corporal.
Lo que es consecuencia del pecado es lo que nos separa de los demás y el dolor
en este mundo nuestro de hijos de Adán y de Eva, nos separa unos de otros. Y
quien separa unos de otros es siempre el diablo; diablo significa eso: “El que
separa”, separa al marido de la mujer, separa a los padres de los hijos, separa
a los hermanos entre sí, nos separa unos de otros. Y el dolor es uno de los
instrumentos del diablo más potentes para separarnos.
El acontecimiento de Cristo nos une,
nos une de otra manera, nos une en el único cuerpo de Cristo. En ese sentido,
hay una victoria de Cristo sobre la muerte que nos afecta a todos nosotros. ¿Por
qué? Por el acontecimiento redentor de Cristo, el Hijo de Dios nos ha comunicado
su Espíritu en el Bautismo, nos ha hecho miembros de su cuerpo, se ha unido a
nosotros, mora en nosotros, somos templos de Dios.
Cuando yo os doy un beso a los que
puedo daros la paz en el momento de la paz, o en cualquier otra circunstancia
de la vida. Los dos primeros siglos, los antiguos cristianos se saludaban
siempre con un beso, y ese beso expresa el reconocimiento de que uno es
portador de Cristo. Es precioso cuando uno cae en la cuenta. Es una mirada
completamente distinta a la que el mundo hoy nos ofrece, pero es
extraordinariamente bello. San Pablo lo dice varias veces: “Saludaos unos a
otros con el ósculo de la paz” (ósculo significa beso: “con el beso de la paz”).
El beso de la paz que Cristo con su entrega por nosotros sencillamente nos ha
recuperado. El Paraíso, mis queridos hermanos, está aquí; está aquí no sólo en
promesa, sino, en cierto modo, como un pregusto, como un comienzo, como un
inicio, en nuestro amor mutuo, en nuestra comunión en el cuerpo de Cristo. Si
fuéramos conscientes de eso, qué distinta sería nuestra vida como Iglesia y qué
espectáculo seríamos sencillamente para el mundo, porque toda la medicina que el
mundo necesita hoy es tu Amor. Hay un punto de verdad grande en una canción de
los Beatles, de las clásicas de los Beatles, que se titulaba “All you need is
love”. Y es verdad. Lo que pasa es que probablemente la palabra “love” ellos
ponían una cosa que no es lo que yo estoy diciendo, pero, ciertamente, todo lo
que el mundo necesita como medicina es amor y los más grandes sufrimientos de
nuestra vida no nacen de que nos falta un miembro, nos nacen de que nos falta
amor. Podemos estar perfectamente sanos y una vida sin amor es una vida
miserable, miserable, absolutamente.
Alguien me comentaba, no hace muchos
días, que su familia son muchos hermanos y no se hablan entre sí desde hace
muchos años, y los sobrinos… Eso es un dolor que va al centro del alma, a la
médula de nuestro ser. Estamos hechos para el amor, estamos hechos porque somos
imagen de Dios. Sólo gracias a que Cristo ha resucitado y puede comunicarnos su
espíritu de hijos de Dios, podemos vivir en un mundo así. Y hay signos: el
afecto que las Siervas de María ponen en el cuidado de los enfermos por las
noches, el afecto con que la Hospitalidad, el afecto con que en cualquier comunidad
cristiana nos tratamos, nos aproximamos unos a otros, nos cuidamos unos a otros
si es que de verdad somos una comunidad cristiana, eso es el Paraíso empezando
en este mundo. Misteriosamente, sacramentalmente, en cada Eucaristía, empieza
el Paraíso.
Dios se pone, Dios viene a nosotros,
Dios viene para darnos su vida, Dios viene para sembrar su vida en nuestro
cuerpo. Comulgar es eso. Acoger la vida divina, la vida de Hijo de Dios que nos
es dada, que se siembra en nosotros para florecer en una humanidad bonita, en
una humanidad paradisíaca en el sentido en que renueva nuestra condición humana
e introduce en este mundo lleno de muerte, y de ruina, y de desamor, y de
aislamiento, y de soledad, un factor nuevo: la caridad infinita de Dios por
cada uno de nosotros. Y los frutos de esa caridad de Dios con nosotros es una
relación nueva de amor entre nosotros.
Que el Señor nos conceda gozar de
esa caridad, vivir de su Presencia en nosotros, de la conciencia de que somos
templo suyo, y que fructifique esa Presencia en un amor cada vez más verdadero,
cada vez mejor, cada vez más bonito, en un amor de unos por otros. Que así sea
para todos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
21 de mayo de 2017
S. I Catedral