Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía del X aniversario de la Coronación Canónica de María Santísima de la Misericordia, de la Hermandad de los Favores.
Fecha: 20/05/2017
Queridísima
Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, pueblo santo de Dios (son
algunos de los nombres que la Iglesia da al Misterio de la vida divina de la
que Ella es portadora y que se hace presente cada vez que celebramos la
Eucaristía);
muy querido
Hermano Mayor;
miembros de la Junta de gobierno;
antiguos hermanos mayores;
presidente de la Real Federación;
Sebastián, tú tuviste el honor de
subir aquellas escaleras (que no sabíamos si nos íbamos a caer o no; al final,
gracias a Dios, no nos caímos):
El momento de la Coronación arrancó
aquel larguísimo aplauso en la Catedral, que todos recordamos y resuena todavía
en nuestro corazón.
Estamos en los días en los que,
celebrando la Resurrección de Jesucristo, el paso final, por así decir, el
cumplimiento de toda su obra redentora nos dispone a la recepción del Espíritu
Santo. Y yo quisiera con mucha sencillez tratar de explicar: ¿Para qué ha
venido Jesús? Para que podamos vivir una vida divina. Es decir, para unir su
vida divina con nuestra humanidad ansiosa del Cielo, ansiosa del Paraíso,
ansiosa de una vida plena, cumplida y feliz.
En los días últimos se han
multiplicado las conversaciones que por una razón o por otra expresaban, no
estrictamente sufrimientos causados por las dificultades de la vida, sino como
que la vida, una conciencia de que la vida, aunque todo salga bien, no llena
plenamente nuestro corazón. Y yo les decía a estas personas, a varias, en estos
últimos días: “Mira, todo sufrimiento humano es, de algún modo, nostalgia del
Paraíso, nos duele -como decía Calígula en aquella obra de Albert Camus-,
lloramos, porque las cosas no son como queremos que sean”. ¿Pero cómo queremos
que sean? Quisiéramos todos una vida feliz, anhelamos todos una vida de
hermanos verdaderamente, anhelamos todos
una vida donde podamos querernos bien unos a otros, cuidar bien unos de otros,
acompañarnos bien unos a otros, y esas cosas tan bellas que todos anhelamos en
nuestro corazón, que todos buscamos en el camino de la vida, de una forma o de
otra, pero que las buscamos siempre, no somos capaces de dárnoslas, los
hombres, a nosotros mismos. Y no sólo por la herida del pecado. Es verdad que
el egoísmo envenena, la envidia envenena, la lujuria envenena. Todos los
pecados capitales son formas corrompidas del amor. Los celos, por ejemplo, es
una de las formas de la envidia.
Granada es una ciudad de jóvenes. Uno
muchas veces se encuentra con chicos o chicas que están haciendo “el oso” en la
calle, y dices: Dios mío, estos chicos buscan la felicidad, la buscan
equivocadamente, se creen que por achucharse se quieren, y no. El amor es una
cosa muy diferente, muy diferente, y muy trabajosa, y que requiere mucha
paciencia. El amor es un milagro siempre. Y la comunión, empezando por la
comunión de un hombre y una mujer, después la comunión de los padres y los
hijos, después la comunión entre los hermanos. Una de las personas a las hacía
referencia hoy, me contaba: “Dios mío, somos una familia grande en la que hemos
tenido muchos hermanos, no nos hablamos, ninguno de los hermanos nos hablamos
(personas ya crecidas con nietos)”. Que dolor, ¿no?
Pero aunque no hablemos de ningún
pecado, seguiríamos sintiendo esa nostalgia porque estamos hechos para algo
mucho más grande que nada de lo que nosotros nos pudiéramos dar: estamos hechos
para Dios. San Agustín lo dijo en una frase de esas de oro de 24 quilates
(primer número del libro de “Las Confesiones”): “Nos hiciste, Señor, para ti, y
nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Ahí no habla de pecado.
Habla simplemente que nosotros estamos hechos para algo más grande. El amor con
el que soñamos (…) es un amor de verdad para siempre. Es un amor donde el bien
del otro prende siempre, sea la fuente de la felicidad mía, yo soy feliz cuando
tú eres feliz; yo deseo tu bien, deseo tu plenitud, deseo tu vocación; es un
amor que se parezca al amor de Dios. Sólo un mundo que se parece a la vida de
Dios es un mundo humano. Pero ése es nuestro drama y eso es todo un misterio. Ahí
se despliega en la historia el misterio de la paciencia de Dios y de los
métodos educativos de Dios en el Antiguo Testamento, el misterio de la
Encarnación, el misterio de la Pasión y muerte, el triunfo de Cristo sobre el
pecado y sobre la muerte en su Resurrección y el don del Espíritu Santo, que es
la semilla de la vida divina que Él deja en nosotros.
Ahí es donde se unen nuestra pobre
humanidad. Para eso ha venido Cristo: para dejar sembrado en nuestra carne esa
semilla de divinidad, que hace dos cosas. En primer lugar, que en nosotros sea
una semilla de vida divina que el Padre no puede mirarnos sin reconocer a su
Hijo. Somos pobres, somos pecadores, somos torpes, somos mediocres, somos
mezquinos, somos pobres criaturas, pero el Espíritu que hemos recibido por la
fe y el Bautismo es esa semilla de vida divina, y cuando el Padre nos mira, no
puede no reconocer a su Hijo, porque su Espíritu Santo, el espíritu de su Hijo,
está sembrado en nuestra carne. Pero, al mismo tiempo, la vida divina está aquí
(vamos a celebrar la Ascensión el domingo que viene) y nuestra carne está allí.
Como decía un poeta francés, Péguy (grande porque en su poesía, a pesar de que
él nunca pudo recibir los Sacramentos, y nunca vio ni a su mujer ni a sus hijos
convertidos, ni a sus hijos bautizados siquiera, lloraba a la Virgen todos los
días por sus hijos, y sin embargo, su poesías y sus escritos han sido ya magisterio
para tres papas: para Juan Pablo II, para Benedicto XVI y para el Papa
Francisco): desde que Cristo ha retornado al Cielo, en el Cielo “huele a sudor”.
Es decir, Dios huele a sudor, Dios huele a nuestra humanidad. Él ha sembrado en
nuestra carne su vida divina, y la vida humana se ha introducido en la vida divina
de una manera que Dios ya no puede dejar de sentir, de vibrar, de sentir lo
humano como parte de su vida divina.
Eso es el resultado de la Encarnación.
Y ésa es la gran novedad que fue para el siglo primero -hemos estado leyendo
todo este tiempo pascual los Hechos de los Apóstoles-, pero que sigue siendo
hoy la novedad cristiana, no sólo unos ritos y unas prácticas, o unas
costumbres o unos principios morales: es el anuncio de un hecho inimaginable
para los hombres, pero que ha transformado la historia.
Un día le preguntaba un periodista durante
su exilio en Brasil al literato, novelista, Bernanos (otro novelista maestro,
como Péguy, de esos mismos tres papas de nuestro tiempo): “Usted parece creer
en la revolución”. Y él le dijo (estaba en Brasil): “Mire, soy francés, y en
francés la palabra revolución es una palabra casi que forma parte de la
conciencia nacional nuestra. Claro que creo en la revolución”. Y dijo el
periodista: “¿Pero en qué tipo de revolución?”. Dice: “En la única seria que ha
habido en la historia; la que empezó la mañana de Pentecostés”. Esa revolución
que empezó la mañana de Pentecostés, que nos hizo a nosotros hombres débiles, igual
que nuestros hermanos no creyentes, pero nos hizo hombres divinos, por esa
semilla que el Señor ha dejado en nosotros, no porque nosotros lo hayamos merecido
por ser mejores que nadie. Ese acontecimiento que ha cambiado la historia sigue
vivo, sigue generando. Tal vez desde nuestra perspectiva en este momento de la
historia de España podemos ver, diríamos, como un momento de decadencia en la
fe, o así. No os engañéis, lo único que tiene futuro ahora mismo en el mundo es
la fe, y la fe cristiana. Aunque todos los signos parezcan decir lo contrario,
pero los regímenes pasan, las culturas pasan y la cultura secular nacida de la
Revolución francesa está agotada, súper agotada, súper agotada en Francia,
súper agotada en toda Europa, súper agotada en Estados Unidos; y en los
ambientes donde a nosotros todavía nos pilla la secularización como si fuera
una novedad, somos niños pequeños jugando con un juguete, pero los países que
llevan dos siglos y medio de sociedad secular empiezan a nacer brotes diciendo “esto
se ha acabado, tenemos que volver a vivir otra cosa”.
Yo creo que en ese contexto se
inserta la misión de la Iglesia en este mundo de hoy. El Papa ha dicho: “La
Iglesia es hoy un hospital de campaña”. Y me parece una definición preciosa, de
esas que tiene el Papa Francisco que dicen todo un tratado de teología en una
frase, pues así. Qué es un hospital de campaña todos lo hemos visto, al menos
en alguna película. A veces una tienda en la que no hay ni suero suficiente,
nada más que la intuición de los médicos y el buen hacer y unas pocas vendas o
trapos que sirven de vendas, o lo que sea, pero donde llega cualquier herido y
es abrazado, acogido, y se lucha por su vida con pasión. Eso estamos llamados a
ser, mis queridos hermanos. La Iglesia no soy yo, no somos los obispos, no
somos los sacerdotes; es el pueblo cristiano, acompañado, guiado por vuestros
pastores, pero sois vosotros.
Y ahora, otra imagen que a mí me
gusta recordar y estoy recordando mucho en estas semanas, y voy a seguir
recordando: islotes de humanidad en medio de un mundo que cada vez ha perdido
más el secreto de la humanidad verdadera, porque el secreto de la humanidad
verdadera pasa por la Encarnación del Hijo de Dios. Una humanidad verdadera. Las
culturas grandes, grandísimas (yo tengo un amor y un respeto inmenso, por
ejemplo, por la cultura árabe, la cultura beduina árabe, a la cultura japonesa,
por ejemplo), dices: cuando van hasta el fondo de lo humano, son culturas
trágicas. Y la cultura árabe menos, porque tiene mucho de herencia cristiana y
de herencia judía; pero las culturas que no han sido para nada expuestas a la tradición
cristiana, como la japonesa, como la griega, lo mejor de ellas mismas, ¿qué es?:
la tragedia, la tragedia del destino humano, que es un misterio para el hombre.
Ése es el misterio que Cristo ha iluminado, y perder a Cristo significa perder
la clave de la humanidad que ese misterio ha iluminado. La Iglesia está llamada
a ser un islote de humanidad.
Me diréis: La Iglesia es una cosa
muy grande, que está en Perú y en China y en Malasia y en Sudáfrica y en la
República del Congo. No. Nosotros somos una comunidad de la Iglesia, vuestra
Cofradía. Tenemos que pedirLe al Señor, vuestra Cofradía, nuestra Diócesis, que
está hecha de parroquias, de cofradías, de movimientos, de grupos, de
comunidades…, toda esa muchedumbre de identidades que el Señor ha ido
suscitando en la historia y que amamos profundamente y que Dios mima.
PedidLe a la Virgen. Pidámosle juntos
a la Virgen que podamos ser un islote de humanidad, desde matrimonios que se
rompen, desde hijos de repente que se encuentran divididos entre el padre, la
madre, y que son a veces usados como arma de guerra entre el uno y la otra. Lo
que os decía antes, hermanos donde el odio ha sembrado, o la avaricia de que lo
que ha roto muchas familias (esa, en concreto, la había roto, por ejemplo, la
partición de una herencia); en mi historia sacerdotal, si tengo que señalar la
cantidad de familias en las que se ha introducido una herida inmensa justo por
la partición de una herencia, ¿qué nos dice el Señor?: advertirnos que el
dinero es el ídolo más peligroso de todos los que los hombres hemos dado culto
a lo largo de la historia, desde siempre, el becerro de oro.
Yo le suplico al Señor que en esta
ciudad nuestra, que en este barrio del Realejo, que en esta iglesia de San
Cecilio que estáis vosotros, la Hermandad del Santísimo Cristo de los Favores y
de María Santísima de la Misericordia, podamos ser justamente ese fermento de
humanidad verdadera. Y no es una cosa artificial, porque la humanidad verdadera
tiene el nombre de la misericordia. El libro que escribió el Papa Francisco es
justo así: “El nombre de Dios es misericordia”. El nombre de una humanidad que
lleve en su frente el signo de Dios, por así decir, es la misericordia: el
querernos bien, el buen querer de unos para con otros. Ése es el mayor signo.
Jesús no dio otro. ¿Cómo hacer que el mundo crea? ¿Vamos a imponérselo? No
sirve para nada. Eso se vuelve siempre contra la Iglesia, siempre.
Otro maestro de los últimos papas
que escribió un librito muy pequeño, difícil, por desgracia, de leer, pero cuyo
título lo dice todo, y el título no es difícil de entender: “Sólo el amor es
digno de fe”. Es decir, ¿queremos que el mundo crea? Otro camino, de amar a
cada persona, poder tratarla con respeto, con afecto, con misericordia.
PidámosLe a nuestra Madre, que ya
que nos ha permitido ser fieles suyos de una manera especial mediante esta
advocación, que seamos verdaderamente portadores de misericordia en nuestras
familias, en nuestros lugares de trabajo, en nuestros barrios, en nuestra
vecindad, de unos para con otros. Veréis, en el gimnasio, en la peluquería, en
los sitios donde los hombres se encuentran y las mujeres se encuentran, que
podamos ser signo de alegría y de la alegría que brota de sabernos bien
queridos por Dios, y por tanto, deseosos de querer lo mejor posible a todos
aquellos que se crucen en nuestro camino.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
20 de mayo
de 2017
Iglesia de San Cecilio