Homilía en la Eucaristía en la Solemnidad de Pentecostés, que comenzó con la aspersión del agua bendita a los fieles que nos recuerda nuestro bautismo y la noche de Pascua en la que todo comienza.
Fecha: 04/06/2017
El día de Pentecostés es la fiesta grande con la que culmina el tiempo pascual. Culmina y finaliza el tiempo pascual. Hoy es el día en el que la Revelación de Dios adquiere, descubre, su sentido último y su plenitud. Toda la historia de esa Revelación desde Abraham y desde la historia del pueblo de Israel, hasta que el pueblo de Israel comprendió que aquel Dios que les acompañaba, que había hecho alianza con ellos, que les acompañaba por los caminos de la historia, y era fiel a pesar de todas las vicisitudes, de su debilidad, y de su abandono, y de su infidelidad en muchos momentos, era también el Dios de la Creación, era también el Dios que había creado todas las cosas; era el Dios de la vida, que hacia florecer el mundo cada primavera, que hacía salir el sol cada mañana, que llenaba y animaba la vida de las criaturas vivas y, al mismo tiempo, que era el anhelo y la esperanza del hombre.
Pues bien, en Jesús estaba presente
el Espíritu Santo; en Jesús los hombres podían descubrir la acción de ese
Espíritu, que moraba en Jesús no de una manera como los profetas, como los
profetas antiguos, como alguien distinto, sino que era como si Jesús
dispusiera, por así decir, de ese Espíritu en plenitud, tanto que quien no era
capaz de reconocer esa Presencia era reo de un pecado que Jesús –dice- no tiene
perdón ni en esta vida ni en la otra. La blasfemia contra el Espíritu Santo de
la que habla Jesús es esa incapacidad o esa negación a reconocer en las obras
de Jesús la Presencia incondicional del Padre.
Jesús lleva su obra hasta el final
en la Pasión, donde se entrega a nosotros, donde entrega -como dice el
evangelista San Juan- su Espíritu, y una vez que ha triunfado del pecado y de
la muerte nos comunica a los hombres ese Espíritu. Deja, por así decir, la vida
divina sembrada en nuestra historia, ligada siempre a su Presencia, a la
promesa de su Presencia; ligada siempre, por lo tanto, a los Sacramentos, al Bautismo
y a la Eucaristía, fundamentalmente. Cristo presente en los Sacramentos está en
ellos para comunicarnos su Espíritu.
La Revelación del Espíritu Santo es
el culmen de la Revelación de Dios. Pero no entendamos esa Revelación como una
Revelación de nociones, de conceptos -incluso de conceptos acerca de Dios-; es
la Revelación de la Trinidad, que es esencial al Credo cristiano. Pero es también
el culmen de la obra de la Salvación. Es también el don que culmina la obra de
la redención, de la salvación de la humanidad. ¿Por qué? Porque, efectivamente,
el ministerio de Cristo descubre justamente que esa insatisfacción que los
hombres han sentido siempre y ese anhelo de verdad, de bien y de belleza que
hay en el corazón de los hombres siempre no nos la podemos dar a nosotros
mismos. Y sólo si se nos comunica una vida divina, si se nos da -como decía
Lewis, hablando de la vida familiar- “una brújula de lo alto” para caminar por
lo que es la vida de una familia (pero, para cada uno de nosotros); sólo si se
nos da una vida divina, un principio nuevo de vida; sólo si sucede en nosotros
una nueva creación, somos entonces capaces de vivir en la gratitud de quien lo
tiene ya todo, aunque haya un mundo de pecado, aunque uno experimente la propia
debilidad, aunque uno siga consciente de su pequeñez, también es consciente del
don inmenso que se nos ha hecho. Y por eso, la vida de un cristiano es una vida
eucarística, es una vida de acción de gracias, acción de gracias siempre,
porque el Señor está siempre con nosotros, porque el Señor nos comunica
constantemente su vida divina.
La mayoría de vosotros vais a
comulgar, o muchos de vosotros vais a comulgar en esta Eucaristía. ¿Para qué
recibimos al Señor? ¿Para poder hacerle unas cuantas peticiones?: que cuide de nuestra
salud o que podamos encontrar trabajo, o aprobar los exámenes los jóvenes...
No. Viene para darnos su Espíritu, para alimentarnos esa vida divina, esa vida
de hijos de Dios, que nos permite vivir la libertad gloriosa de los hijos de
Dios, que nos permite vivir agradecidos siempre. ¿Y qué frutos produce esa vida
en nosotros? Subrayo, ésa es la finalidad si celebramos la Encarnación, si
celebramos la Navidad, si celebramos los acontecimientos de la Pasión y de la
Resurrección de Cristo, todo eso no tiene mas que como finalidad… Dios se
siembra en la Revelación de su Hijo, en la Encarnación del Verbo, se siembra en
nuestra humanidad. Pero Él se siembra en nuestra humanidad para poder sembrar,
dejar sembrada en nosotros, esa vida divina que nos introduce a nosotros en la
vida de Dios. Ése es el admirable intercambio que nunca cesará de asombrarnos:
el abrazo, el beso de Dios, el amor de Dios por su criatura, que no es un amor
que simplemente se conforma con estar cerca de nosotros, o tener misericordia
de nosotros, o tratarnos como seres diferentes, sino que ha querido unirse a
nosotros, ser uno con nosotros, de tal manera que la Esposa de Cristo, la humanidad
renovada por su Presencia, y por su gracia y por su vida, pueda ser
verdaderamente una con Él, pueda ser su cuerpo. Somos parte de Ti, Señor, y Tú
eres parte de nosotros. Tú te das a nosotros como alimento y te disuelves, por
así decir, en nuestra vida, para que nosotros podamos vivir fortalecidos por esa
vida que Tú nos comunicas, por ese Espíritu Santo que es sosiego, que es paz y
que es fuente de vida nueva. Fuente de vida nueva porque al Espíritu va ligado
el perdón de los pecados, algo que hacía el Señor en la vida cotidiana, en su
ministerio (perdonar los pecados a los pecadores), y que sigue haciendo el
Señor en su Iglesia, por la Presencia de su Espíritu. El Evangelio nos lo
recordaba, el poder dado a los apóstoles: “A quienes les perdonéis los pecados
les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”. Ese
perdón de los pecados es la fuente de esa alegría y de esa vida eucarística, de
esa vida de acción de gracias; de esa
vida en la que hay una alegría, hay una libertad, hay una confianza, que nada ni
nadie puede romper por la sencilla razón de que vivimos en la libertad gloriosa
de los hijos de Dios.
Habéis visto cómo los niños suelen
presumir de lo grande que es su padre: “porque mi padre es ingeniero, porque mi
padre trabaja en no sé donde, pues el mío es General…”. Les encanta a los niños
decir quién es su padre. Nuestro Padre es Dios. Ese Dios que hace salir el sol
todos los días. Ese Dios que ha creado las galaxias, incluso millones de
universos como éste que conocemos, que sólo dentro de sí tienen distancias y
mundos, y bellezas a millones de años luz; que ha creado la Vía Láctea, y las
pléyades y Orión. Ese Dios se ha unido con nosotros, se da a nosotros, quiere
vivir en nosotros. Y ese Dios es el que recibimos en el Bautismo. Vivir con la
certeza de que nuestro Padre es mayor que todo -como decía el Señor justo hace
unos días, en estos últimos Evangelios antes de Pentecostés- permite vivir como
en una roca firme, que no son los logros que nosotros somos capaces de hacer, o
los éxitos que somos capaces de obtener en la ciencia, o en la tecnología, o en
el uso de los bienes de este mundo, o en el dominio de los bienes de este
mundo, o en el dominio de las artes, de la música o de cualquier otra arte. No.
El verdadero sosiego, la verdadera paz provienen de poder edificar nuestras
vidas sobre esa roca que es la fidelidad del Dios que nos ha entregado su
propia vida para que vivamos de ella.
Pero ese vivir sobre la roca hace
posible otra cosa que para los hombres es imposible. El relato de Pentecostés
de los Hechos de los Apóstoles lo que hace es recorrer una especie de mapa del
mundo visto desde Jerusalén: partos, medos, elamitas, habitantes de Siria, de
Cirene, y va recorriendo como un mapamundi (no había mapas en aquella época,
pero se conocían los países que había alrededor). Y las divisiones que había entre
los hombres, de tantas formas y de tantas maneras, esa Presencia de la vida
divina en nosotros la rompe. Ya no somos esclavos o libres, ya no somos griegos
o bárbaros, ya no somos judíos o gentiles, ya no somos hombre o mujer, somos
todos uno en Cristo Jesús. Se introduce una nueva lógica en las relaciones
humanas, de la que el mundo de hoy está tan necesitado como en el día de
Pentecostés. El día de Pentecostés en aquel mundo antiguo no había mayor
tragedia que morir fuera del país. En nuestro mundo, cuántas veces nos
identificamos por la clase social, por el tipo de bienes de los que podemos
disfrutar, por otras cosas también, por la nación a la que pertenecemos, por la
lengua que hablamos, por la cultura de la que nace nuestra tradición y nuestro
modo de vivir.
Dios mío, hay algo más grande que
nos identifica a los hijos de Dios. Somos, justamente, hijos de Dios Padre, Creador
y Señor de todo. Somos miembros de Cristo. Y la lógica de nuestras relaciones
ya no puede ser la lógica de afirmarnos frente al otro, que es la lógica con la
que funcionaban los pueblos en la antigüedad y con la que función hoy las
naciones también: afirmarse frente al otro como mejor, como más capaz de salir
adelante, como más desarrollado, como menos primitivo, como más ilustrado; pero
hasta en el mismo matrimonio, hasta en la misma familia, esa lógica de
afirmarnos frente al otro domina, y destruye, y envenena las relaciones humanas.
Señor, introduce otra lógica: la lógica
del cuerpo, la lógica del amor, la lógica de sentirnos los unos miembros de los
otros, la lógica de colaborar, porque la vida nueva que el Señor nos ha dado
nos permite amar, incluso a quien no nos ama, incluso a quien nos odia. No se
me va de la cabeza, y he hecho ya referencia algún domingo aquí, la respuesta
de esa mujer viuda de uno de los hombres que habían sido asesinados en una
Iglesia de Alejandría recientemente, y cuando le preguntaban si no tenía ganas
de venganza, si no odiaba a los que habían matado a su marido, y decía: ‘No, no
puedo odiar. Primero porque soy cristiana. Justo porque soy cristiana, es que a
mi marido le han dado el mejor “premio” que podían darlo. Yo ahora tengo la
certeza de que mi marido no sólo está en la vida eterna; es un mártir. Y yo
nunca habría podido soñar con ser la mujer de un mártir. Me han hecho el mejor
regalo que me podrían hacer. Cómo voy a sentir odio por esas personas’.
Comprendo que es una lógica que
suena a “locura”, pero como es una “locura” la Encarnación, como es una “locura”
el afirmar que Cristo ha Resucitado; si queréis, como es una “locura” aquello
que funda el hecho que estemos aquí. Si estamos aquí, es porque le decimos que
sí ha esa “locura”. Y es esa “locura” la única posibilidad de un mundo nuevo. Es
esa “locura” la única posibilidad de que nuestras relaciones puedan ser también
como las de Dios con nosotros, y que nuestra mirada de unos a otros sea una
mirada siempre llena de respeto, de afecto, de ternura, de misericordia, de
amor.
Te damos gracias, Señor, por todo lo
que has hecho por nosotros; por habernos creado sin necesidad de nosotros para
nada; y por habernos redimido en Cristo y nos has comunicado tu Espíritu, para
que podamos vivir esta vida nueva, que anhelamos y que nosotros no nos podemos
dar, y que Tú nos regalas sólo con acogerla.
Que así sea en mi vida, en vuestras
vidas; que así sea en la vida de toda la Iglesia, por la misericordia de Dios.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
4 de junio de 201, Solemnidad de
Pentecostés
S.I Catedral de Granada