Alocución de Mons. Javier Martínez en la vigilia de Pentecostés, el pasado 3 de junio, en la Catedral, con la participación de la Pastoral de Juventud y el pueblo cristiano.
Fecha: 03/06/2017
En la presencia del Sacramento, en la presencia del Señor Sacramentado, la palabra de un pastor no puede ser más que una invitación y una ayuda para la oración. No una homilía en el sentido normal del término.
Y a mí me parece providencial que
hayamos querido hacer esta vigilia de invocación del Espíritu en la presencia y
en la compañía de Jesús. Toda la finalidad por la que el Hijo de Dios ha
querido venir a nosotros; toda la finalidad por la que Tú, Señor, has querido
acercarTe a la humanidad extraviada, quisiste nacer de las entrañas de la
Virgen y hacerte un hombre como nosotros; toda la razón por la que Tú quisiste
beber el cáliz de una humanidad torpe y sacudida por el pecado hasta el final,
hasta el amor más grande que la muerte y más fuerte que la muerte (porque no
hay mayor amor que el dar la vida por aquellos a los que uno ama, y a Ti no te
la quitamos nosotros, no te la quitamos los hombres, Tú la diste por amor a
nosotros, porque quisiste); pero toda la finalidad de ese don era una sola:
poder dejar sembrada en nuestra humanidad, en nuestra historia, en nuestra
carne, tu vida divina, tu vida de Hijo de Dios, el Espíritu que une al Padre y
al Hijo, el Espíritu con que el Padre ama al Hijo y con que el Hijo recibe la
vida misma del Padre.
Así, Señor, nosotros invocamos tu
Espíritu porque Tú ya has sido glorificado, y entonces puedes entregarnos a
nosotros, pobres hombres, el don de tu vida divina. Tú has sembrado: si el
grano de trigo no muere, queda infecundo; pero cuando muere, da mucho fruto.
Señor, nosotros somos una pequeña parte de esa espiga que ha nacido del don de
tu vida, del don de tu muerte, de tu entrega por nosotros, de esa unión tuya, de
ese abrazo tuyo. La Encarnación es el abrazo de Dios a la humanidad; el abrazo
a través de Cristo, de Dios a toda la humanidad, y a través de la humanidad, a
toda la Creación. Y en ese abrazo de amor, Señor, Te has quedado con nosotros
todos los días hasta el fin del mundo.
El domingo pasado celebrábamos que Tú
habías llevado a nuestra humanidad al seno del Padre. Qué admirable intercambio.
Cuántas veces habla la liturgia de ese intercambio, de ese comercio inefable,
donde Dios se entrega a la criatura, para que la criatura pueda participar,
vivir con la vida misma de Dios, para que nuestra carne pueda florecer en Dios,
llegar a su plenitud en Ti, Señor.
Cuánto trabajo para hacer posible
esto sin violentar nuestra libertad. Cuánta paciencia, desde Abraham hasta
Moisés, desde Moisés hasta David, desde David, a través de todas las
vicisitudes del exilio, de la destrucción del templo y de Jerusalén, del
retorno hasta que pudiera nacer una criatura que, sin ninguna violencia, su
libertad, como fruto de una gracia, que había ido pacientemente durante dos
milenios casi educando a aquel pueblo, podía decirTe: “Sí, Señor, hágase en mí
según tu Palabra”. Y ahí, nuestra humanidad, a través de una hija de Eva, y tu
divinidad han quedado unidas para siempre. Luego vino tu Pasión. Y luego vino ese
triunfo del amor sobre la muerte, que queda ya impreso para siempre en la
historia de los hombre. Y mañana celebramos cómo ese abrazo tuyo ha sido la
fuente de una vida nueva, de una Creación nueva. Creación nueva porque ahora
los hombres podemos llamarTe Padre, no vivir en el temor; podemos llamar a Dios
Padre, porque la vida que vive en nosotros es la vida de tu Hijo, es el
Espíritu de tu Hijo, que nos hace vivir en este mundo ya la vida de Dios.
¿Cómo es la vida de Dios, Señor? Es
una vida que sacia nuestra sed. Qué bello ese Evangelio: “El que tenga sed que
venga a mí y beba”. Esa sed, Señor, la tenemos todos los hombres, todos los
hombres, sin excepción. Todos quisiéramos ser felices y no somos capaces de
darnos la felicidad. Todos quisiéramos amar como cada uno de nosotros necesita
ser amado y no somos capaces de producir ni de generar ese amor. Todos nosotros
quisiéramos recibir un amor, encontrar un amor infinito y lo buscamos y lo
buscamos, y no hacemos más que estropear todas las posibilidades que se nos dan
de un amor así. Casi somos esa sed: “El que tenga sed que venga a mí y beba”.
Es como decirnos: “¡Venid, venid! ¡Venid todos!, porque de sus entrañas
brotarán torrentes de agua viva”. Aquella misma agua viva que Le ofreciste,
Señor, a la mujer de Samaria. Yo tengo un agua y el que beba de ella jamás
tendrá sed. Señor, dame de esa agua. Hoy te decimos todos nosotros: Señor,
danos esa agua, danos tu vida, danos tu Espíritu, que podamos vivir en la
libertad gloriosa de los hijos de Dios; que podamos vivir en la certeza de que
Tú, nuestro Padre, jamás nos das una serpiente cuando te pedimos un pescado,
jamás nos das una piedra cuando te pedimos un pan. Tú nos das siempre lo mejor
porque nos das tu vida misma.
La primera obra del Espíritu es
justo esa certeza de que estamos sostenidos por el amor, por la Presencia de
Cristo, por el don de Cristo, que es el amor infinito de Dios. El segundo fruto
del Espíritu es que empezamos, podemos empezar, a tratarnos como hermanos.
Vuelvo al primer don, el don de ser
hijos. El Señor decía: “Sin mí, no podéis hacer nada”. San Pablo dice: Nadie
puede decir ni siquiera Jesús es Señor sin el don del Espíritu Santo, sin el
espíritu de hijos que nos entrega a su Hijo, vencedor del pecado y de la muerte
y presente con nosotros, compañero nuestro todos los días hasta el fin de la
historia. Sin ese don ni siquiera podemos decir Jesús es Señor. Ni siquiera
podemos orar como conviene porque no sabemos lo que pedir. Pedimos mal, porque
pedimos cosas que creemos que nos van a dar la felicidad. Ponemos nuestra
esperanza y la felicidad en ellas. No es que sea malo pedir la salud, o pedir el
trabajo, o pedir que nos llevemos bien unos con otros o que no haya injusticias
entre nosotros. Todo eso es bueno. Pero ninguna de esas cosas van a saciar
nuestra sed. Se puede tener salud, se puede tener un mundo lleno de bienes
materiales y de comodidades, y hasta de amigos, y vivir en una especie de sorda
tristeza, de sorda desesperación profunda, de vacío interior.
Señor, danos el agua viva. Danos de ese
torrente de vida que sacia nuestra sed; que nos introduzca en la vida divina y nos
permita dirigirnos a Dios como Padre; que nos permita reconocerte a Ti como el
Enviado. También lo dijiste: ésta es la vida eterna, que te conozcan a Ti,
único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo. Queremos la vida eterna. Tenemos
sed de la vida eterna. Necesitamos tu Espíritu para comprender la novedad, la
plenitud, la alegría, la libertad que implica participar esa vida en Ti,
contigo.
Decía que el segundo fruto se pondrá
muy de manifiesto justo en el acontecimiento que conmemoramos hoy, que conmemora
la Iglesia mañana. Aquella mañana de Pentecostés, donde hombres que vivían
separados por leguas de distancia y por leguas de naciones, fronteras
construidas por los hombres, imposibles de salvar. Si uno era ciudadano romano,
era ciudadano romano, y si no, era un bárbaro. Si uno era judío, era judío,
pero si no era judío, era un maldito de esos malditos que no conocen la ley, de
los que hablan los judíos, describen en el Evangelio de San Juan: “esos hombres
que no conocen la ley son unos malditos”. Ésa es la conciencia. Entre el hombre
y la mujer, Dios mío, qué barrera había en el mundo antiguo. Y hoy creen muchos
que esa barrera la ha creado el cristianismo. Qué va. El cristianismo rompió esa
barrera: “Ya no hay judío ni gentil, hombre esclavo o libre, griego o bárbaro,
hombre o mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús”.
En el mundo de hoy, los hombres
seguimos construyendo fronteras, barreras, distancias entre culturas, entre
pueblos, entre naciones. Pensamos que es nuestra nación, nuestra cultura, lo
que nos da nuestras señas, exclusivas, de identidad. No. Es el ser hijos tuyos
nuestra seña de identidad; es nuestra patria el Cielo, la vida eterna. Eres Tú,
Señor, nuestra patria. Y es nuestra ley la única tarea de la vida, la única que
importa, el único aprendizaje verdaderamente decisivo en la vida. La única ley
de tu pueblo es el amor. No siempre podemos darles una solución a nuestros
hermanos a sus problemas, pero siempre podemos querernos. Siempre. Y el amor es
una necesidad mayor que la solución de muchos problemas en la vida, aparte de
ser la fuente de la solución de muchos otros. Cuando los Beatles cantaban aquella
canción de “Todo lo que necesitas es amor” (“All you need is love”), probablemente
ellos pensaban en algo muy diferente, pero decían una gran verdad: “All you
need is love”, todo lo que el mundo necesita como medicina es tu Amor, Señor. Y
que ese amor haga florecer la imaginación, la creatividad, la humanidad de cada
uno de nosotros; lleve a su plenitud esa imagen de Dios que hay en nosotros, para
que otros hombres, a través de nuestra carne, vivificada de nuevo, santificada
por la presencia de tu Espíritu Santo, renovada por el que es fuente de toda
vida, puedan reconocerte a Ti, Señor, y también venir a saciar su sed a la
misma fuente, en la que, sin merecerlo, nosotros hemos sido saciados, como la
mujer junto al pozo, como los discípulos y María, en aquella estancia de arriba,
donde se había celebrado la Pascua y donde ahora suplicaba la Promesa de lo Alto.
Así, Señor, como aquella mujer, como aquella otra mujer, que era la nueva Eva,
rodeada de tus discípulos y seguramente de aquel otro grupo de mujeres que
estaban junto a Ti, con ellos y con Ella.
Invocamos nosotros esta noche el
agua viva hasta la vida eterna.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo
de Granada
3 de junio
de 2017
S.I Catedral de Granada