Homilía de Mons. Javier Martínez en la Solemnidad de la Santísima Trinidad en la Catedral.
Fecha: 11/06/2017
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa
amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
queridos miembros de esta preciosa
coral, donde están también algunos pueri cantores;
queridos amigos todos;
Celebramos hoy la fiesta de la
Santísima Trinidad, el domingo con el que terminan las celebraciones del año
litúrgico. Yo no voy a subrayar más que un aspecto de lo que implica creer en
el Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo para nuestra vida.
Nosotros solemos pensar normalmente que
lo importante es creer en Dios. Y nos imaginamos a Dios como un ser, de algún
modo, que está fuera del mundo y que gobierna y rige el mundo con un Ser de
Dios, una cosa “añadida” al Ser de Dios. Y sin embargo, yo quisiera haceros
conscientes de que creer en Dios como quien cree en un ser (pongo el artículo
indeterminado “uno” delante: “un ser”) es inmediatamente generar unas
relaciones entre Dios y el mundo que son, por esencia, de poder más que de
amor, y por lo tanto dar lugar a una imagen del mundo donde las relaciones
humanas tienden a ser más de poder que de amor e introducir en el mundo un
factor de violencia inequívocamente.
Sólo del Dios Trino se puede decir
“Dios es Amor”. Sólo del Dios Trino se podría decir lo que hemos escuchado en
el Evangelio de hoy: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo,
no para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”. Sólo del Dios
Trino se puede decir que crea al mundo por amor. Y que no contento con crearlo y
derramar su amor fuera de Sí mismo sobre todas las criaturas, cuando la
libertad del hombre se extravía corre el riesgo de enviar a su Hijo hasta la
muerte para recuperar la unidad entre Dios y la Creación; para hacer paz de
nuevo. Sólo un Dios que es Trino se puede decir es el Dios de la paz.
Hay muchos aspectos que damos por
supuesto en una historia cristiana y que provienen del hecho de la Trinidad de
Dios: la igualdad en la diferencia del hombre y la mujer; la bondad de la
multiplicidad de la diferencia entre las culturas y los seres humanos; el hecho
de que la multiplicidad no es una decadencia, ni necesariamente la introducción
de un mal en una división entre lo que es uno, y por lo tanto una concepción de
la unidad que no es homologación, sino que es realmente una unidad de amor; la
amistad como fundamento y alma de toda relación humana, también de la relación
matrimonial, también de las relaciones entre lo que llamamos amigos, entre los
compañeros, la amistad como clave y ley de la vida humana, porque es la clave
del modo como el Hijo se ha relacionado con nosotros. En la Última Cena el
Señor dirá
-es la única vez en el Evangelio que aparece esa palabra-: “Ya no os llamo siervos,
porque el siervo no sabe lo que hace su Señor. A vosotros os llamo amigos”. Y
da la razón de esa amistad: “Porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he
dado a conocer”. El fundamento de la amistad es un don que no oculta nada, que
no se reserva nada. Sólo un Dios que es amor, sólo un Dios que es Trino y que,
por lo tanto, no escasea en su relación de amor, es un Dios que no tiene
ninguna fisura para la violencia; es un Dios de paz; es un Dios cuyo único
quehacer en la historia es reclamarnos o darnos la posibilidad de crecer en la
paz.
Cada uno de estos aspectos de la
experiencia cristiana daría lugar a reflexiones muy ricas, y muy ricas para la
vida, muy ricas para la comprensión incluso de lo que es el matrimonio, o de la
relación de amistad como fundamento de toda la vida social en todos los
niveles. El cristiano, el que ha conocido la amistad del Hijo de Dios, el que se
ha encontrado con Jesucristo, desea sencillamente construir un mundo de amigos,
desea construir un mundo de paz, desea amar a cualquiera con quien se encuentra
con el mismo amor con el que nosotros hemos sido amados por Jesucristo. Sólo un
Dios que es Trino elimina de la vida o va quitando de la vida esa faceta del
cálculo que siempre rige sin querer nuestras relaciones humanas y que es fruto
del pecado y que nos separa, nos separa unos de otros. El amor de Dios rompe
ese cálculo, porque Él no ha calculado con nosotros. Si Dios hubiera calculado,
no habríamos sido nunca redimidos, porque nosotros no le podemos dar a Dios
nada. Si Dios fuera un Dios solitario, a lo mejor sí le podíamos dar compañía o
dar el placer de una servidumbre exacta y fiel, pero cuando Dios no necesita
nada, cuando todo lo que es participa del Ser sobreabundante y del Amor sobreabundante de Dios, entonces, uno
entiende que también el amor humano no es un mecanismo de cálculos y de juegos,
de chantajes afectivos, que tienden a dominar y a envenenar todas nuestras
relaciones del mundo en el que estamos. Hasta el matrimonio muchas veces se
concibe como “yo te doy tanto, tú me tienes que dar tanto”, “yo pongo esto y tú
no pones nada”, o “yo pongo más que tú”. Todas esas cuentas destrozan lo que es
el amor gratuito, que es el amor que nos distingue de las especies animales; es
el amor que contiene dentro de sí la imagen y semejanza de Dios.
De todos esos aspectos del amor
humano es posible hablar e iluminarlos desde la Trinidad de Dios. Y eso es lo
que cambia el cristianismo con respecto a cualquier otra experiencia religiosa
de la historia. Y ésa es la novedad profunda introducida por Jesucristo y que
ha dado lugar a esa explosión de humanidad bella que es la vida y la historia
de la Iglesia.
Pero yo voy a fijarme solamente en
un aspecto, y un aspecto que seguramente casi nunca pensamos y casi seguro no
habéis pensado vosotros muchas veces. Y es que el amor implica el dejar ser. Porque
Dios es Trino, porque comunica toda la vida de una manera gratuita y sin necesidad
de retorno, sin cálculo sobre el retorno, Dios deja a las criaturas ser lo que
son; Dios deja a la historia -si queréis- extraviarse, tiene tal confianza en
el triunfo de su amor que no está obsesionado porque las criaturas vuelvan a la
verdad. Lo hace con paciencia. Lo hace dejando ser. Lo hace dejando al hombre
extraviarse. Lo hace dejando al hombre equivocarse.
Un aspecto del amor gratuito de Dios
es que deja ser. Voy a poner sólo dos ejemplos de la vida en los que vais a
percibir con claridad qué es lo que quiero decir. Cuántas veces el matrimonio y
cuántas dificultades pone en la relación esponsal, en los esposos, el hecho de
que uno tiene un proyecto sobre el otro: uno quiere que el otro sea lo que yo
quiero que sea, incluso a lo mejor con el tiempo cuántas personas, a veces, cuántas
veces un matrimonio ha nacido ya desde el principio plagado de dificultades
porque él o ella ha pensado “mi marido tiene estos problemas pero yo le voy a
sacar de estos problemas”. Uno se constituye como salvador del otro pero a base
de hacer un proyecto sobre el otro y de exigirle al otro lo que yo quiero que
sea, lo que yo he pensando que sea, lo que yo he elaborado en mi imaginación
que tiene que ser: yo sería muy feliz si mi marido o mi mujer fuera lo que yo
me he imaginado que yo quería que fuese pero no le dejo ser. Ese “no dejar ser”
es una forma sutil, terrible, de dominio en el fondo, y una falta de confianza
en la libertad del otro que refleja una fragilidad del amor.
El amor, que es amor grande, tiene
una confianza siempre sin límites como la que Dios tiene con nosotros (sin
límites) en la capacidad del otro de respondernos libremente, de darnos libremente
lo que quiera darnos; y lo que no quiera darnos no sirve que me lo dé a la
fuerza. No sirve de nada que mi marido o que mi mujer haga lo que yo quiero
porque yo se lo exijo, porque yo me empeño. Si no sale libremente de la persona…
Igual que Dios no quiere que nosotros hagamos el bien, como “a la fuerza”, como
obligados. Dios no quiere un servicio así. Son los amos lo que quieren
servicios de esclavos. Pero Dios no es un amo. Dios es amor y quiere que sus
hijos le quieran libremente. Por eso, el primer mandamiento es “Amarás a tu
Dios con todo tu corazón”. Y el segundo igual. Toda la ley es amor y el amor no
puede ser más que libre. Por lo tanto, Dios respeta siempre -como una libertad
sagrada, exquisitamente- nuestra libertad.
Pero os pongo otro ejemplo, luego
vosotros podéis hacer mil aplicaciones a vuestra vida personal. Los padres y
los hijos. Qué difícil es que los padres dejen ser a sus hijos los que son. Muy
muy difícil. Quieren que sean de una determinada manera y, normalmente, como
los padres tienen conciencia de sus propios defectos, qué fácilmente, justo en
las personas que más queremos, queremos que no tengan defectos. Cuanto más se
parecen a nosotros nuestro hijos, más les regañamos, porque más vemos en ellos
un espejo de lo que somos nosotros.
Dejar ser. Dejar ser no es
despreocuparse. Dejar ser no es decir “da lo mismo todo, en esta casa no tiene
que haber reglas y que cada uno haga lo que de la gana”. No. Ahí estamos ya
introduciendo de nuevo nuestra concepción pobre y moderna de la libertad. Dejar
ser es seriamente dejar ser; es seriamente amar a la persona, y amar su
libertad, y ayudar a ejercitarla, y reconocer, cuando esa libertad es frágil,
que la mía también es frágil y que a lo mejor lo que podemos hacer es ayudarnos
en el ejercicio de esa libertad. Pero no empeñarse, no empeñarse. Ese empeñarse
es la mejor garantía del fracaso de los padres en la educación de los hijos que
uno ve una y otra, y otra vez. Dios es Amor. Y la modalidad en que Dios es Amor
implica ese dejar ser, esa confianza en el triunfo final del amor que no teme
el ejercicio de la libertad, que no es sobreprotectora, que no está siempre
como a la defensiva, que ama la libertad, porque sólo la libertad es capaz de
amar. Sólo la libertad es capaz de amar.
Mis queridos hermanos, en esto se
puede ahondar muchísimo, pero yo no hago más que esbozar una cosa. Creer en el
Dios Trino está cargado de consecuencias para la vida. Y está implicado en el
acontecimiento de Cristo. No es ningún añadido. La Trinidad no es ningún
añadido a una experiencia de Dios como un ser. No. Conocer a Jesucristo es
empezar a relacionarse con el Padre como Él se relaciona con el Padre, y es
participar de su Espíritu y vivir, empezar a vivir y aprender a vivir en la
libertad gloriosa de los hijos de Dios, y empezar a entregarse a Dios con un
corazón libre, que eso es lo único que nos hace buenos. No cumplir, no cumplir
con unas exigencias o unas leyes, sino amar, amar, amar como hijos libres de
Dios, devolver algo del amor infinito que nos es dado todos los días en el mero
acto de respirar.
Que el Señor nos deje asomarnos un
poquito a esto que llamamos misterio no porque sea oscuro ni difícil, sino
sencillamente porque es demasiado grande para dominarlo; demasiado bello para
controlarlo; demasiado verdadero y con demasiada luz en nuestra vida para poder
adueñarnos de ella. Sólo podemos abrirnos y dejar que nos invada, y dejar que
esa luz vaya transformando nuestro corazón en un corazón más parecido al de
Dios, que para eso sí que ha entregado el Hijo de Dios su Sangre por nosotros.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
11 de junio de 2017
S.I Catedral