Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía con motivo del 70 aniversario de la institución canónica de la parroquia de San Agustín, en Granada.
Fecha: 04/06/2017
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, porción del pueblo santo de Dios, que desde hace 70 años se reúne en este lugar, para celebrar los misterios de la Redención, para suplicar al Señor, sobre todo para darle gracias;
muy
queridos Antonio Jesús y Francisco (nos acompañan hoy también dos sacerdotes
que han pasado por la parroquia -dos Antonios, alguno de ellos muchos años,
casi 40, y el rector del Seminario también, D. Enrique-);
las
Hermanas Siervas del Evangelio y las Hermanas Servidoras de la Virgen de Matará;
la
Hospitalidad de Lourdes (aunque hoy no llevan uniformes pero también están por
aquí);
Todos
juntos damos gracias por esta historia de misericordia y de gracia, que es la
vida que el Señor nos da, y que desde hace 70 años, en este lugar, en esta
parroquia, se hace presente junto a vuestras casas.
Eso es lo
que significa parroquia. En la antigüedad, cuando el cristianismo era joven y
no estaba muy extendido, sólo se celebraba una Eucaristía: la Eucaristía que
celebraba el sucesor de los Apóstoles, en la iglesia mayor (todavía no se
llamaban catedrales entonces, o la iglesia grande, era donde se reunían todos
los cristianos de las ciudades que eran mucho más pequeñas que las de hoy,
incluso las grandes ciudades; Nazaret, por ejemplo, que hoy tiene varios
cientos de miles de habitantes, tenía en tiempos de Jesús unos 200 habitantes.
Y una gran ciudad podía ser una gran ciudad de ocho o diez mil habitantes en el
mundo antiguo, con la excepción de Roma, o algunas, muy poquitas, Babilonia
quizás). Entonces, había una Eucaristía solo, y luego a medida que fue creciendo
la Iglesia, se instituyeron parroquias, que significa “paroikía” (en griego es
“junto a las casas”, es “el Señor junto a las casas”). Manteniendo la
vinculación, porque por eso se mencionan el obispo y el Papa en todas las
Eucaristías, porque la Eucaristía en una parroquia tiene siempre su vinculación
con la Sucesión apostólica, y el sucesor de los Apóstoles mantiene su capacidad,
por así decir, o sirve a la Iglesia en la medida en que está en comunión con el
Sucesor de Pedro.
70 años
de presencia, por lo tanto, del “Señor junto a las casas”, en todas las formas:
el Bautismo, la Eucaristía, las bodas, que son como otra forma de hacerse
presente el Señor, cuya forma en gran medida es la expresión –diríamos- creada
del Misterio Eucarístico: el Señor creó la unión esponsal del hombre y la mujer,
para que pudiéramos entender el misterio de su amor por nosotros. Y ese amor
por nosotros se celebra cada día en el altar de la Eucaristía, donde el esposo
se sacrifica, se entrega por la vida de su esposa. Es ahí donde se aprende lo
que es el matrimonio. En la historia de la Salvación, recogida en la celebración
de la Eucaristía como en su esencia, más que los cursillos prematrimoniales,
que son necesarios, pero que para aprender a quererse hace falta una escuela
diaria, o cotidiana, que nos acompañe en la vida. Y esa escuela, esa escuela de
amor, es la Eucaristía.
Celebramos
este aniversario, esta clausura de los 70 años, en la fiesta de Pentecostés. La
fiesta de Pentecostés es la que culmina la Revelación de Dios, del Dios que es
Trino; del Dios que es comunión de personas, y que ha estado actuando siempre
en esta historia de amor, que es la Creación (ya el Espíritu estaba presente en
la Creación: se cernía sobre las aguas el primer día de la Creación), y ha
acompañado a la historia de la salvación, ha acompañado a los profetas, se
hacía presente en las palabras proféticas, y en la ley de Moisés, y en los
escritos en los cuales los hombres que vivían la alianza expresaban la
sabiduría que proviene de Dios. Ha estado presente en la Encarnación del Hijo
de Dios (el ángel le dice a María: El Espíritu de Dios te cubrirá con su sombra)
y ha estado presente en el ministerio de Jesús de una manera plena, tan plena y
tan evidente que se manifestaba en las obras de Jesús con una fuerza, y desbordaba,
porque también Él hacía partícipe de su Espíritu a sus discípulos, que también
expulsaban demonios y curaban enfermos junto a Él.
La obra
de Dios culmina cuando el Hijo de Dios ya hecho hombre y viviendo las miserias
que en este mundo vivimos los hombres, inevitablemente de una manera o de otra,
tropezamos con nuestra pequeñez, con nuestras torpezas, y esos tropiezos, a
veces provocan heridas, a veces heridas muy profundas en la vida de los
hombres, y en todo caso, está la herida de la enfermedad y de la muerte, que
serían naturales aunque no hubiera habido pecado, pero no tendrían la modalidad
que tienen en el mundo en el que estamos, en el mundo de después de la caída.
En el mundo de después de la caída, el dolor nos aísla, nos separa, y es esa
separación la que es fruto del enemigo, la que es diabólica. Es justo esa
experiencia de soledad que genera siempre el dolor humano, sobre todo cuando es
agudo, lo que proviene del enemigo. Y es la experiencia de separación en el
momento de la muerte que sin pecado sería vivido como el culminar de una vida,
como el fructificar de una vida, de un árbol, como la llegada a la patria, no
como una separación, sino como una ocasión de un modo de unidad nuevo entre las
personas, sin embargo es vivido como una separación como fruto del pecado de
que para nosotros ni el más allá es transparente, ni el presente lo percibimos
con los ojos de Dios ni desde los ojos de Dios.
Estábamos
hechos para Dios desde el principio. Y porque estábamos hechos para Dios pudo
engañarnos el enemigo al principio diciendo “seréis como dioses” y nos quiso
enseñar un modo de afirmarnos a nosotros mismos queriendo alcanzar por nuestras
fuerzas una vida divina. Pero no podemos. La experiencia humana es que no
podemos, no sabemos, no sabemos darnos la vida que quisiéramos darnos. No somos
capaces de vivir en paz con nosotros mismos, en paz con los demás, en paz ni
siquiera con la tierra y con el mundo. Es curioso cómo a medida que crecemos, y
crecemos en poder, devastamos también nosotros la tierra, como nos ha recordado
el Papa recientemente en su Encíclica “Laudato Si´”. Sembramos la tierra de
basura, de destrucción, desertizamos zonas riquísimas del planeta. Hoy son
inaccesibles para cualquier tipo de cultivo para cientos de años por la explotación
intensa que se ha hecho de esas tierras. Y otras zonas. No tenemos que irnos
muy lejos para pensar en ello. Mi hermano el obispo de Guadix me suele decir: “Mi
diócesis se está muriendo”. Pero hay zonas enteras rurales en la Diócesis de
Granada, al sur de Sierra Nevada, que se despueblan a velocidades de vértigo, que
han quedado en menos de 10 años reducidas a la mitad o a menos de la mitad, en la
Alpujarra, en el Valle de Lecrín. Y son zonas ricas. Son zonas fértiles. El
Valle de Lecrín es probablemente uno de los valles más fértiles que tiene
España. ¿Qué significa la muerte de un pueblo pequeño? ¿Qué significa el
abandono, la pérdida, hasta en términos económicos, pero en términos también de
desastre humano, de fracaso de una cultura, de una humanidad?
Subrayo
este aspecto no para que nos pongamos tristes ninguno, sino para comprender que
no somos capaces de darnos una vida en paz ni entre nosotros…, la situación del
mundo, el atentado de ayer de Londres, la creación cada vez más de una cultura de
la desconfianza cuando hemos proyectado sobre nuestra cultura urbana, porque
somos hijos de la cristiandad, una cultura en la que todo el mundo podía
confiar en todo el mundo, y que creíamos que por mucho que creciéramos, por
mucho que no nos conociéramos en las grandes ciudades seguiríamos viviendo todo
el mundo confiando en todo el mundo. Y hoy se hace patente que esas sociedades
están terriblemente amenazadas porque basta el odio sembrado en las personas para
que sean sociedades terriblemente frágiles. ¿Quién puede vigilar o proteger a
una sociedad de cualquiera que lleve una mochila? ¿O de cualquiera que lleve un
cinturón? ¿O de un coche que se propone sencillamente sembrar muerte a su
alrededor? Para eso no sirven los ejércitos, no sirven los recursos normales de
la sociedad.
Dios mío,
no podemos (perdonadme si suena como una relación, como la frase contraria al
lema de un partido político, pero es que es la experiencia humana más
fundamental). No somos capaces de darnos a nosotros mismos la felicidad que
anhelamos. Ésa ha sido la gran mentira de la modernidad y de la cultura de la
Ilustración: creer que nosotros éramos capaces, que nos bastábamos a nosotros
mismos con nuestra inteligencia y nuestro dominio de la naturaleza para
construir un mundo a la medida de nuestros deseos. No.
Entonces,
una vuelve a sentir la sed de la samaritana junto al pozo. Uno vuelve a sentir la
necesidad de un don, que nadie somos capaces de merecer, y la gratitud porque
el Señor haya tenido misericordia de nosotros y haya querido salvar en la
distancia entre Dios y nosotros, y hacernos dioses, sí, pero hacernos dioses
por gracia. Eso es lo que significa Pentecostés. El Hijo de Dios ha sembrado en
nuestra carne y en nuestra historia la vida divina, y nos ha sembrado luego a
nosotros en el cielo junto a su Padre. Es decir, ha hecho el “admirable
intercambio” por el cual, después de haberse unido a nuestra humanidad con un
amor esponsal que ningún esposo es capaz de vislumbrar siquiera, haciéndose
realmente uno con nosotros, ha vivido, se ha sembrado, se ha sembrado hasta la
muerte, como el grano de trigo ha muerto y esa muerte fructifica en una espiga,
en la que deja en cada uno de nosotros la semilla de la vida divina.
Las
lecturas de hoy nos dicen perfectamente qué significa esa vida divina. En
primer lugar, el perdón de los pecados. Sólo Dios puede perdonar. Y el perdón
de los pecados está disponible para los hombres desde Cristo al alcance de la
mano, para todos nosotros, para cualquier hombre que levante su mirada a Dios y
suplique su misericordia. El perdón de los pecados significa realmente la
reconciliación con nuestras heridas, con nuestro pasado y con nuestros sueños
de futuro, con todo lo que hay en nosotros de deseo, de afirmarnos a nosotros
mismos.
El perdón
de los pecados significa también una humanidad nueva, que no nace de nosotros,
que no nace de nuestras capacidades ni de nuestros esfuerzos; que nace de la
gracia divina. Una humanidad que vive en la gratitud. La actitud del cristiano es
la alegría y la acción de gracias. Un cristiano que ha recibido el Espíritu
Santo, que sabe que es hijo de Dios, que sabe que puede dirigirse a su Padre
con la confianza de un hijo y la certeza de que nunca jamás nos dará nada que
no sea lo mejor, vive siempre en la alegría, vive siempre en la acción de
gracias. Siempre es justo y necesario, siempre es nuestro deber y salvación
darTe gracias, por Jesucristo Nuestro Señor. ¿Por qué? Porque Tú nos haces
partícipe de tu vida. Porque esa vida hace razonable nuestra esperanza y da mil
pruebas de tu Presencia entre nosotros. Genera entre nosotros una humanidad
nueva, por la alegría, por la gratitud, por la libertad gloriosa de los hijos
de Dios. Ya no dependemos de la suerte o de que las circunstancias sean
favorables o no sean favorables en nuestro juicio. Todo es gracia para quien ha
encontrado al Dios verdadero. Todo es gracia. Todas las circunstancias pueden
ser vividas con gratitud, con paz.
La Presencia
de la vida divina en nosotros nos pacifica. Pero nos pacifica también entre
nosotros. Aquella mañana, la única mañana revolucionaria de la historia,
realmente, y la más grande revolución de la historia -la revolución del día Pentecostés-
rompió, derribó las barreras entre los hombres. Y sigue siendo una fuente de
derribar barreras. Nosotros estamos llamados a vivir con la mano tendida. Yo
comentaba en la sacristía, con motivo de que se estaba hablando del Oriente
Medio, el testimonio que una mujer viuda de uno de los coptos que habían asesinado
el año pasado en Alejandría, en una entrevista de la televisión egipcia, y siendo
el entrevistador un periodista musulmán, le preguntaba si ella tenía odio a los
que habían matado a su marido (era una mujer joven, probablemente de no más de
40 años). Y ella dijo: “¿Yo? ¿Odio? ¿Cuando me han hecho el honor de convertir
a mi marido en mártir?”. Y no era más que un pobre hombre anónimo, desconocido.
“Ahora yo sé que está en la Gloria. ¿Cómo les voy a odiar si me han hecho el
honor más grande que podían hacerme? A él le han convertido en un mártir y a mí
en la esposa de un mártir y de un santo”. El periodista no sabía literalmente
qué decir, se quedó callado completamente, hizo un silencio largo, de 20
segundos o una cosa así (cosa que en la televisión es casi imposible). Daba la
impresión de estarse comiéndose las lágrimas y dijo: “Mujeres como éstas
sostienen el mundo. Este tipo de hombres son la esperanza para nuestra patria”.
Pero eso no es decir “qué fuertes son”. No. Eso es la certeza de tu Presencia
en medio de nosotros.
Danos,
Señor, esa vida nueva, que la podamos experimentar; que la experimentemos en
nuestras comunidades; que vivamos de la alegría de tu Presencia, de tu don en
medio de nosotros; que hagamos florecer nuestro amor y nos podamos gozar de
nuestras relaciones bellas entre nosotros, y el Señor hará posible lo que
parece imposible, y es poder experimentar que el Señor no nos abandona jamás y
que todo es gracia, incluso la muerte.
+ Mons.
Javier Martínez
Arzobispo de Granada
4 de junio de 2017
Parroquia de San Agustín (Granada)