Homilía de Mons. Javier Martínez en la Misa funeral celebrada en Granada por el descanso eterno del padre Jaime Bonet, fundador de la Fraternidad Misionera Verbum Dei, fallecido el pasado 25 de junio.
Fecha: 03/07/2017
Mis queridos hermanos;
queridos sacerdotes:
Lo que nos ha reunido esta tarde es,
evidentemente, la gratitud por el don de la vida de Jaime Bonet, fundador de la
Fraternidad Misionera Verbum Dei. También le pedimos al Señor, sin duda, que lo
haya acogido en su misericordia. Los santos también tienen necesidad de la misericordia
del Señor –todos-, incluso los más grandes. Nadie entra al Cielo por las cosas
que ha hecho o por las cualidades que tenía. Todos entramos en el Cielo por la
puerta de atrás. La puerta de atrás se llama la misericordia del Señor. Y por
eso, la Eucaristía, incluso en una acción de gracias como la de hoy, nos lleva
a suplicar por nuestro hermano; y lo haremos en la celebración eucarística,
siempre. Lo hacemos para todos los hermanos nuestros. La Eucaristía nunca es
una ocasión para hacer panegíricos o elogios, por mucha gratitud que tengamos
por la persona de quien ha contribuido a hacer presente –eso es lo que la
Iglesia hace y lo que los fundadores hacen de una manera especial- la vida de
Cristo en la historia del mundo.
Pasan los tiempos y las culturas cambian, y los
estilos y los gustos cambian, y el Espíritu Santo rejuvenece a su Iglesia
mediante el don de carismas nuevos que responden justo a las necesidades de ese
tiempo. Ese rejuvenecimiento de la Iglesia
–como comenzaban las primeras palabras de un documento precioso de no hace
muchos meses, en el que se habla de la novedad de las nuevas realidades naciendo
en la Iglesia y lo que esas realidades significan- incrementa nuestra fe,
nuestra esperanza y nuestro amor al Señor. Y en la medida en que incrementa
estas tres cosas incrementa la Presencia de Cristo, porque la fe, la esperanza
y el amor son la novedad de vida que Cristo pone en nuestros corazones. Es la
participación ya en este mundo mientras estamos por el camino de la historia,
en esta carne mortal y en este mundo de pecado; hace presente el amor infinito
de Dios, revelado y comunicado a nosotros mediante Jesucristo, el Hijo de Dios
hecho hombre. La Palabra encarnada de Dios, de cuyo costado nace constantemente
la vida de la Iglesia. Esa vida de la Iglesia que no tiene otra razón de ser
que ser una Presencia, un signo de que Cristo está vivo y de que sigue siendo
la esperanza para los hombres y mujeres del mundo de hoy.
A mí no me resulta difícil dar gracias por la
Fraternidad de Verbum Dei. Yo creo que apenas había sido yo nombrado obispo
auxiliar en Madrid cuando yo fui a celebrar a Alcalá de Henares y con ese
motivo pude conocer a la Fraternidad en Loeches, hace 32 años; y aunque creo
que nunca me he cruzado con Jaime, he tenido tanto en Madrid, como en Córdoba,
como en Granada, abundante oportunidad de ver la fecundidad de su predicación y
de su ministerio (en Madrid, muchas veces y de muchas maneras; en Córdoba,
porque yo mismo solicité la presencia de la Fraternidad y fue un regalo en la Pastoral
de Juventud y en la Pastoral Universitaria; y en Granada, alguna vez sí me ha dado el Señor la gracia de
poder vivir algún retiro con vosotros y os tengo muy cerca). No voy a necesitar
explicar mi gratitud al carisma del padre Bonet.
Desde el Concilio para acá el
Señor no ha cesado de suscitar carismas nuevos, de unas y de otras formas, en
la vida de la Iglesia. La Fraternidad Misionera de Verbum Dei es una de las
primeras formas de familia religiosa, de familia de vida consagrada, que
incluye tanto laicos, como sacerdotes, como personas consagradas, hermanas,
religiosas y religiosos. Es la primera que forma una familia de nueva forma de
vida consagrada, de las que nacieron con motivo de la renovación del sentir de
Iglesia, del que todos formamos un solo cuerpo. O si queréis, como decía la Primera
Lectura: “Todos somos miembros de la familia de Dios y edificados sobre el
cimiento de los apóstoles todos formamos un templo”. En un templo lo que uno
agradece, por lo que las personas se acercan a entrar y a mirar, y se
sorprenden, es por la armonía de las partes: cuanto más armónico sea –puede ser
pequeño, puede ser muy grande como la catedral-, pero pequeño o grande lo que
uno admira es la armonía que es siempre la belleza, el signo de la belleza. La
realidad es bella cuando las distintas partes de una cosa no están como trozos
rotos, sino forman un todo armónico. La imagen del templo es una de las imágenes
que usa con frecuencia el Nuevo Testamento para describir la Iglesia: somos
templo del Señor. Pero la imagen del templo, precisamente en función de esta
armonía, está muy vinculada a la imagen del cuerpo.
En el cuerpo también hay una
armonía entre las partes. No somos iguales. Claro que no somos iguales: los
ojos no se parecen a las cejas, y las cejas no se parecen a las uñas, pero
ojos, cejas y uña trabajan al unísono; y si cae una mota de polvo en el ojo, la
primera defensa es inmediatamente bajar la pestaña y si eso no basta, el dedo
acude en ayuda del ojo. Un poco como san Antonio el ermitaño, que no dejaba que
cualquiera fuera a visitarle; que tenía incluso un criado, un hermano novicio,
para que le dijese si la gente que venía a verle venía de Jerusalén o de
Atenas, y si le decían de Atenas, él decía que no tenía tiempo de recibirlos.
El hermano como tenía que hablar con ellos cuatro o cinco horas de viaje hasta
que llegaban a la ermita tenía mucho tiempo para darse cuenta si aquella gente
de verdad buscaba a Dios o venía a ver esta curiosidad que eran los monjes; y
si le decían que era de Atenas, por muy largo que hubiera sido el viaje que hubieran
hecho, ni salía a saludarles; si le decían que era de Jerusalén, entonces salía
y les saludaba. Antonio, que era así de celoso de su oración y de su
apartamiento del mundo, cuando supo que san Atanasio estaba siendo perseguido
por los arrianos y por las tropas del emperador, que eran también simpatizantes
con el mundo arriano, dejó el desierto y se fue a Alejandría a predicar a favor
de san Atanasio y a sostener aquel combate, porque era un combate de la
Iglesia. Y como el dedo: la vida de san Antonio tiene muy poco que ver con la
de san Atanasio, y su estilo, su formación, su manera de ser… pero como buen
“dedo” dijo: “aquí hay una mota de polvo que hay que quitar” y acudió a
Alejandría y dejó el desierto. Él se fue a Alejandría a sostener porque el
“ojo” de aquella Iglesia, que era su pastor, necesitaba…
Este estilo de comunión que pasa entre los
miembros, eso es lo que el documento mismo “Iuvenescit Ecclesia” nos invita a
vivir. Es más, yo os diría que hubo en el tiempo inmediato postconcilio y en el
tiempo del ministerio de Juan Pablo II, lo más importante era en ese momento
que la Iglesia pudiese reconocer la existencia de carismas nuevos, de dones
nuevos en la Iglesia, que eran las nuevas realidades de vida consagrada, los
nuevos movimientos. Esa fase yo creo que está pasada. Ya están reconocidos.
Todos sabemos que forman parte de la Iglesia. Ahora se trata -yo diría- de dos
cosas. Primero, de que la Iglesia entera pueda aprender por qué esas nuevas
realidades tienen una vitalidad que la Iglesia –diríamos- en sus fases previas
no ha tenido; que nosotros, en general, sin la vida de esas realidades no
tenemos en vocaciones, en ardor y en celo evangelizador, en un amor apasionado
por que el mundo conozca a Jesucristo. La hermana Teresa hacía referencia por
dos veces a esa frase de una de las Cartas de San Pablo: “Esta es la voluntad
de Dios: que todos los hombre se salven y lleguen al conocimiento de la
Verdad”. Y hay una urgencia, una pasión en las nuevas realidades por que suceda
eso, que, a veces, la Iglesia “más establecida” no tiene y tenemos que
aprender. Tenemos que aprender el sentido de la comunidad, el sentido de la
comunión de bienes, el sentido de la unidad, sin escandalizarnos nunca. No hay
ninguna realidad en la Iglesia a la que el Señor haya protegido de los ataques
del Enemigo. Lo que Él nos dijo es que el Enemigo estaba vencido y que teníamos
que vivir esas dificultades con la conciencia de que el Enemigo está vencido.
Pero si alguien busca en alguna realidad de la Iglesia la perfección, eso no es
la Iglesia de Dios, eso es la “casa de la pradera” y eso es un mito, una
utopía; mientras que la Iglesia de Dios no es una utopía porque tiene carne y
hueso. Y donde hay carne y hueso tocamos “a un judas por cada doce”. No es que
se hubiera equivocado en la educación de sus discípulos, no es que le hubiera
faltado inteligencia para saber a quién elegía. Y sin embargo, tuvo un judas.
Eso nos enseña algo. Y los permite el Señor. El Señor permite esa realidad para
que brille el amor más grande, de la misma manera que permitió la cruz; para
que brille que hay un amor más grande capaz de dar un beso al traidor en la
noche misma de su traición. Ése es Jesucristo: capaz de dar un beso al traidor
en la misma noche de su traición. Ése es el Señor.
Lo otro sería concebir la Iglesia como una
especie de supermercado. (…) Elegimos una marca porque nos parece la marca más
bonita, nos parece la mejor. No. La Iglesia no es eso. Somos un cuerpo. Somos la
armonía de un templo. Y la bóveda no es como el órgano, y las puertas no son
como el altar, y el púlpito no es como las columnas, pero todos estamos al
servicio de la gloria divina, de la belleza de Dios hecha presente en medio del
mundo. Y el milagro que conmueve a los hombres es siempre la unidad. En un
matrimonio, esa unidad es un milagro capaz de conmover al mundo. En una
comunidad cristiana, por encima de los hechos de traición que el Señor permite,
esa unidad es el único milagro capaz de conmover al mundo. No es extraño que el
Señor en la oración de la Última Cena, en la oración sacerdotal (no porque
orase en ella por los sacerdotes sobre todo, sino sacerdotal porque en ella
cumple Cristo ese aspecto de su misión orante intercesora por el mundo) dice:
“Padre, que todos sean uno como Tú en mí y yo en Ti”; “que todos sean uno para
que el mundo crea”.
La condición de la fe en el mundo no es que
seamos superhéroes, tampoco es que podamos mostrar unas obras espléndidas. Es
un momento de humildad para la Iglesia hoy en el mundo. Pero la unidad es un
milagro y los hombres lo saben, porque el mundo es incapaz de hacer una unidad,
y las unidades que crea son unidades ficticias, virtuales, creadas todas
mediante técnicas de manipulación y técnicas de publicidad, de manipulación de
las personas, y son unidades ficticias, aparentes nada más, que no implican esa
unidad profunda que requiere un cuerpo o que requiere la unidad y la armonía de
un templo.
Le pedimos al Señor por el alma de Jaime Bonet.
Le pedimos al Señor por su obra. Le damos gracias por lo que él significa y por
su paternidad, y por lo que él ha generado. Yo se la doy de todo corazón por lo
que el encuentro con la Fraternidad ha supuesto como regalo, como don y como
gracia en mi vida.
(…)
Que el apóstol Tomás, que fue a los confines
del mundo hasta la India, también para que todos los hombres se salven y
lleguen al conocimiento de la verdad, y que fue capaz de dar testimonio de su
fe, que él interceda por Jaime; que él interceda por la Fraternidad Misionera
de Verbum Dei; que interceda por todos nosotros y a todos nosotros nos
enriquezca con el don que ese carisma particular significa hoy en la Iglesia de
Dios: un celo apostólico y un deseo de anunciar el Evangelio a todo el que se
ponga por delante y tenga ganas de escuchar. Y si no tiene ganas, a lo mejor
tenemos que ayudar a que se le suscite viéndonos a nosotros y viendo nuestra
comunión y la belleza de nuestra vida.
Que así sea, y que la Virgen nos ayude a todos.
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Javier Martínez
Arzobispo de Granada
3 de julio de 2017
Iglesia parroquial del Sagrario