Homilía de Mons. Javier Martínez en la Ordenación diaconal del seminarista Luis Palomino, del Seminario diocesano “San Cecilio”, el pasado 2 de julio en la Catedral, XIII Domingo del Tiempo Ordinario.
Fecha: 02/07/2017
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa de Jesucristo, Pueblo santo y elegido de Dios;
muy queridos sacerdotes
concelebrantes;
querido Luis, que hoy te incorporas
al clero de los ministros ordenados en la diócesis de Granada, pero para servir
a Cristo, Señor del mundo y a la Iglesia extendida por todas las naciones;
muy queridas hermanas religiosas;
queridos hermanos y amigos todos
de nuevo saludo especialmente a los
miembros de la Escuela Gregoriana y os doy las gracias porque estéis aquí con
nosotros;
Hoy es un día grande para nuestra
Iglesia. Claro que lo es. Y lo es porque en el Sacramento del Orden, como en
todos los Sacramentos de otra manera, se cumple lo que decía la lectura segunda
de hoy: que Cristo está vivo, que Él ha vencido a la muerte de una vez para
siempre y ya no muere más. El cristianismo consiste en esa afirmación
fundamental. Pero no sólo en el hecho de que está vivo y estará en el Cielo en
alguna parte y está intercediendo por nosotros, sino que está con nosotros
todos los días hasta el fin del mundo.
La alegría de ser cristianos, sobre todo
la alegría de saber que somos acompañados por Cristo, es la alegría de saber
que no estamos solos en la vida y en la existencia, con sus fatigas, con sus
cambios de culturas, de gobiernos, de épocas, de desarrollos diferentes, de
guerras, eso es la historia humana; y en medio de esa historia humana,
Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, permanece al lado de los hombres, allí donde
Él ha querido llegar y ha querido extenderse. Y eso quiere decir entre nosotros.
Y su Presencia es lo que celebramos en todos los Sacramentos: en el Bautismo,
en la Eucaristía, en el Perdón de los pecados, donde sigue siendo verdad la
pregunta de los fariseos “¿quién puede perdonar pecados mas que Dios?” (sólo el
Hijo de Dios podía perdonar pecados). Pero Él, apenas resucitado, apenas vuelto
del Seol, lo primero que les dice a sus discípulos es “Recibid el Espíritu
Santo y a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados”. Ese perdón
de los pecados, esa misericordia de Dios viva en la tierra, es la prolongación
más obvia de la predicación del Reino de Dios que hacía Jesús. Pero fijaros,
para el Bautismo, para la Eucaristía, para el Perdón de los pecados, el Señor
quiso quedarse también en una Presencia verdaderamente humana: que pudiéramos
reconocer, oír con una voz humana, el mismo mensaje del Señor, el mismo afecto
del Señor, aquél que sintieron Juan y Andrés la primera tarde que se
encontraron con Él, y Juan recordaba tantos años después, decía: “Eran las
cuatro de la tarde”. Cómo se le había quedado impreso a esos dos jóvenes
discípulos de Juan, cuando Juan les dijo ´”Éste es el Cordero de Dios”, y se
fueron con Él, pasaron con Él la tarde. Y al día siguiente, Pedro, y Juan y
Andrés, y sus amigos decían a los demás: “¡Hemos encontrado al Mesías!”.
El Sacramento que celebramos hoy
hace viva esa Presencia de Cristo en medio de nuestro mundo, en medio de nuestra
Diócesis, en medio de esta sociedad de comienzos del siglo XXI, en medio de
esta humanidad que el Papa ha descrito tantas veces, al hablar de la Iglesia: “La
Iglesia es un hospital de campaña”. Eso es una sociedad en guerra, no porque
estén los cañones aquí al lado nuestro disparando (que gracias a Dios no lo
están), pero hay otros enemigos de nuestra humanidad que nos roen por dentro,
que nos quitan la esperanza, que nos quitan la alegría, la alegría de haber
nacido, la alegría de vivir, la alegría de que la vida tenga un horizonte
eterno, la alegría de que un vaso de agua pueda ser un signo de la eternidad, como
nos recordaba el Evangelio. ¿Qué nos quita esa alegría? Nos la quita el vacío
en el que vivimos; el que se nos vende que no hay respuestas a las preguntas
del hombre, es más, se intenta que esa respuesta de que no hay respuestas sea
la respuesta obligatoria, normativa, oficial, que todos tenemos que aceptar y
que asumir: no hay respuestas, sólo el poder, sólo el consumo. Son las cosas
que el hombre tiene a mano para negociar algunas migajas de felicidad pasajera.
Ésa es la cultura en la que estamos que tenemos, ése es el mundo en el que
estamos. No nos engañemos. No nos sorprendamos de los crímenes, de los
asesinatos, de la falta de sentido, de los suicidios. No nos sorprendamos de
nada. Estamos en guerra contra nuestra propia humanidad, sin ser conscientes de
ello.
Y en medio de esa guerra aparece la
Iglesia. No es que la Iglesia esté compuesta por hombres que no tengan defectos.
Cuando yo hablaba ayer con Luis, él me decía que su sentimiento más dominante
era precisamente la desproporción entre sus capacidades humanas y el ministerio
tan precioso que el Señor le entregaba. Y yo le dije: Bienvenido al club,
porque yo llevo 60 años (fui ordenado de diácono a los 22 o por ahí), y ese
sentimiento lo sigo teniendo, y al revés, cada día más fuerte, cada día soy más
consciente de esa desproporción. Y dije: Nunca pierdas ese sentimiento porque
eso te hará consciente de que los bienes, que serán inmensos, los bienes que
pasan por tu vida, los bienes que suceden en la vida de las personas gracias a
tu ministerio serán preciosos, pero serán siempre infinitamente desproporcionados.
Y si tú guardas la conciencia de que no eres tú el fabricante, ni el dueño, ni
el gestor siquiera de esos bienes, sino sólo un instrumento, tu vida estará
llena de alegría y le darás siempre gracias a Dios de poder ser testigo de una
historia tan hermosa, tan desproporcionadamente hermosa, como lo puedo ser yo a
mi edad. Decir: “Señor, qué has hecho, qué de preciosidades has hecho de las
que yo no soy el dueño, ni el gestor, sino sólo un mero instrumento en tus
manos”. Vive con esa conciencia y siempre podrás darLe gracias, porque es precioso
lo que la Presencia del Señor hace en la vida de los hombres. Se abre el
horizonte de Cristo y la vida cambia, no porque dejemos de tener defectos, no
porque seamos capaces de convertirnos en una especie de estatua de mármol
maravillosa. No, en absoluto.
La Encarnación del Hijo de Dios
llenaba de sorpresa: era el hijo del carpintero, era alguien de Nazaret (“pero,
¿de Nazaret puede salir algo bueno?”). Otros decían: “Está fuera de sí, está
loco”. Y sin embargo, habitaba corporalmente en aquel hombre, en aquel hombre
que sudaba, que lloraba por la muerte de un amigo, que a veces se irritaba como
en el templo cuando vio la hipocresía de los vendedores del templo.
En aquel hombre moraba corporalmente
la plenitud de la divinidad. Y eso directamente, sin ningún temor es lo que
sucede hoy. El Señor se apropia de tu persona, se apropia de tu humanidad, para
que en ti habite corporalmente, en determinadas condiciones, en ciertas maneras,
tu ministerio, la plenitud de la divinidad. El día que llegues a ser presbítero,
si Dios quiere, podrás decir “yo te perdono”, como decía el Señor. Pero el
Señor decía “tus pecados están
perdonados” porque lo decía con autoridad propia, tú lo dirás con una
autoridad recibida, a través de la sucesión apostólica: “Yo te perdono en el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.
Pero, ahora mismo ya, acompañarás a
los presbíteros y a mí en la administración del Bautismo, en la administración
del Sacramento del Matrimonio, que es como una prolongación creada de la
Eucaristía. El Sacramento del Matrimonio hemos perdido el sentido de lo que significa
porque hemos perdido que su lugar fontal, su lugar donde el matrimonio desvela
toda su capacidad, toda su potencialidad de amor, también de sacrificio y
también de gozo es justamente en el don del Esposo por excelencia, en el don de
Cristo a su Esposa la Iglesia; en la comunicación de su Vida, como el grano de
trigo, para que su Esposa viva, y viva de su propia Vida, y sea fecunda y rica
con la vida que Jesús le da. Es ahí donde se aprende lo que es el matrimonio, y
no en libros sobre el amor humano, ni en cursos sobre el amor humano, ni en
cursillos prematrimoniales ni cosas por el estilo. Es en la Eucaristía donde el
Señor se hace presente y se da de nuevo a su Iglesia para vivificarnos con su
vida de Hijo de Dios.
Tú vas a estar muy cerca de la
Eucaristía en estos meses hasta que te ordenes de presbítero. Intenta aprender
su lenguaje. Intenta aprender su idioma. Es un idioma que a veces nos parece de
gestos raros, tradicionales. La música incluso que nos acompaña nos puede
parecer que no es música de hoy. La Iglesia no rechaza nada de lo bello y bueno
que ha habido en su historia. Al revés, lo acoge. Acoge incluso lo malo que ha
habido en su historia para pedir perdón por ello y para corregirlo en la medida
de nuestras fuerzas. Pero acoge. La Iglesia vive el pasado, vive el presente,
confía en el futuro a la misericordia de Dios. Somos libres en ese sentido.
Pero Luis, trata de que tu vida se
conforme al misterio de la Eucaristía lo más posible, para que pueda ser un
signo de Cristo vivo en medio de los hombres. Aprende de la Palabra de Dios que
vas a proclamar, cuyo culmen es las palabras de la institución de la
Eucaristía, cuando el Señor dice “Tomad, comed, éste es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre”.
Haz que tu vida sea un don para cualquiera que se acerque a ti. Justo como
Cristo es don; es como el último periodo de entrenamiento antes del Orden
presbiteral. Pero fíjate, es ese don de la Eucaristía, de la vida entera que el
Señor hace por su Esposa, la Iglesia, el que explica el celibato sacerdotal,
cuyo compromiso hoy adquieres libremente (ayer hizo el juramento y la expresión
de su libertad en mi presencia y aunque yo te lo vuelva a preguntar ahora de
una manera más solemne), y libremente le pones tu humanidad entera, con toda su
riqueza y con todas sus cualidades, disponible para que el Señor la ocupe. Eso
es el celibato.
Y que puedas amar a la Iglesia y
amar a las comunidades concretas a las que hayas de servir en tu vida como el
Señor las ama, de la misma manera y con la misma calidad de amor con que el
Señor las ama, hasta dar la vida por ellas si el Señor te lo pidiera o si la
Iglesia lo necesitase. Y ahí es donde se encuadra el celibato. El celibato no
es sencillamente una especie de amputación o una especie de renuncia o una
especie de minusvalía de humanidad. Todo lo contrario. Es que tu humanidad se
pone por entero al servicio del Señor para ser la prolongación de su
Encarnación en medio de la Iglesia y en medio del mundo. ¡Y eso es lo que nos da
alegría a todos! Si fuera una especie de graduación que dijera lo bueno que
eres o que te damos como premio el que puedas leer el Evangelio en las misas y celebrar
bodas o bautizos, sería de una complexión tan pobre, tan pequeña... Mientras
que esta otra complexión, yo te puedo prometer y te doy mi testimonio personal
hasta donde te pueda servir a ti, os pueda servir a todos: Hay una felicidad inmensa,
a pesar de las propias limitaciones, en el ejercicio del Ministerio, en el amor
a la Iglesia, en contemplar la historia que el Señor hace en la Iglesia a
través de tus pobres manos, en gozarte en la belleza de la Iglesia y del
misterio que la Iglesia representa. Pero gozarte con toda tu capacidad de gozo,
con toda la capacidad de tu corazón, de amar, y de alegrarte del amor humano y
del amor divino, que se hace presente a través de tus acciones ministeriales.
Mis queridos hermanos, vamos a celebrar
la Ordenación de Luis con muchísimo gozo. El pueblo cristiano tiene siempre la
conciencia de que es algo que le afecta, que no están celebrando algo que le
pasa a Luis, sino que una Ordenación es algo que nos pasa a todos, y nos pasa a
todos como un bien grande para vuestras vidas, tus amigos, tus vecinos, tu
familia, tus padres en primer lugar. Para todos es un bien. Y por eso todos nos
alegramos y todos damos gracias al Señor y todos pedimos que el Señor florezca
en todas las acciones de tu vida. Para siempre. Así sea.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
2 de julio de 2017
Santa Iglesia Catedral
Ordenación diaconal de Luis Palomino