Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía de acción de gracias por el 35 aniversario de la fundación de la Comunidad Católica Shalom, carisma nacido en Brasil y presente en nuestra Diócesis de Granada.
Fecha: 08/07/2017
El conocimiento de la Comunidad
Shalom ha sido uno de los dones que el Señor me ha hecho en la vida. Y aunque vuestra
realidad sea muy pequeña como el grano de mostaza, yo considero que es de los
bienes más grandes que el Señor me ha permitido conceder a la Diócesis de
Granada, como un regalo, como un regalo precioso del Espíritu del Señor para la
evangelización en este nuevo milenio, para la evangelización de los jóvenes
especialmente.
Yo conocí a Moysés hace muchos años,
pero no sabía que lo conocía. Y cuando celebrábais los 30 años me concedió el
Señor el don de celebrar, dar gracias con vosotros, en Asís, precisamente,
celebrando la Eucaristía en aquella ocasión. Hoy nuestra celebración es mucho
más chiquitita, mucho más humilde, tan humilde que al obispo se le ha ido “el
santo al cielo” después de un día en que lo que dan ganas de decir es justo
aquellas palabras del Señor: “El Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la
cabeza”. Pero considero que ha sido un don que hace el Señor poder estar aquí
con vosotros y dar gracias con vosotros en este momento.
Decíamos en la oración de la
Eucaristía, la que corresponde al domingo, que nos conceda, a sus fieles, la
verdadera alegría. La verdadera alegría es fruto del Espíritu, no nace del la carne,
no nace de un temperamento optimista, positivo, lleno de energías positivas,
porque el hombre, que se apartó del Señor en el origen, vivimos
-como dice la Carta a los Hebreos- “por el temor a la muerte sometidos toda la
vida a esclavitud”. Y no porque estemos pensando en la muerte, sino
sencillamente porque la sombra de la muerte, la sombra del pecado pesa sobre la
humanidad caída, a la que hace referencia también la oración.
Pero el Hijo de Dios se ha unido a
esa humanidad caída, se ha unido para siempre y ha sembrado en nuestra carne la
vida del Espíritu. De la carne nace el temor a la muerte. De la carne nacen las
pasiones, la fragilidad, la rebelión del hombre hasta con nuestra propia
pequeñez, la inconsciencia de esa pequeñez, que muchas veces es una pequeñez todavía
mayor. Y sin embargo, Cristo introduce ahí una novedad absoluta: la medida sin
medida de su Amor bendito. Nos comunica realmente su Espíritu. Su Espíritu hace
posible lo que no es posible para la carne: una alegría verdadera, una alegría
que no tiene necesidad de olvidarse de que a lo mejor hay muy cerca un enfermo
de alzhéimer, de unos padres separados, o unos hijos que parece que circulan
por unos derroteros horribles, una madre sola que vive con una hija esquizofrénica
y que lleva ochenta años acompañando a esa hija y vive en una depresión
profunda -ella y la hija-, las realidades de la guerra del Medio Oriente con todos
sus dramas y sus tragedias. ¿Es posible una alegría en medio de todo esto? Es
posible una alegría razonable, para un ser humano que no quiera cerrar los ojos
a la realidad del mundo tal y como es. No, no es posible si miramos con los
ojos de la carne. Tenemos siempre mil razones que justificarían no sólo la
tristeza, sino el desentendimiento, lo que el Papa llama la “cultura del
descarte”, olvidarse de las cosas, dejarlas de lado, mirar para otro lado y
vivir con la mentalidad, si queréis, del turista, en permanente giro por el
mundo, de entretenimiento, o jugándose la vida viviendo la vida cotidianamente en un riesgo
que roza –digamos- el jugar con ella, jugársela a una ruleta rusa. Tantísimos
jóvenes que conocemos cerca de nosotros, no lejos, viven así, y algunos pierden
la vida en ese empeño, también los conocemos. Señor, y en medio de todo esto, ¿es
posible la verdadera alegría? Sí, por medio de tu Hijo. Es posible una alegría
que no necesita olvidarse de nada de eso. Esa alegría sólo la puede llenar
profundamente la certeza de un amor sin límites, en el que todas esas
realidades, una por una, en toda la concreción de su dolor, de su angustia, de
su ansiedad, de su tristeza, han sido abrazadas por Jesucristo; son, hoy,
abrazadas por Jesucristo.
Con motivo del primero de los
tsunamis que tuvo mucho eco mediático, alguien se preguntaba dónde estaba Dios
en el tsunami. Estaba en las víctimas. Dios, su Hijo, se ha hecho
verdaderamente compañero del hombre en su miseria y es eso lo que hace nacer en
nosotros una alegría verdadera; una alegría que no tiene que olvidarse de
ninguno de los males del mundo; que puede mirarlos de frente como podemos, en
la medida que tenemos fe como un grano de mostaza, mirar de frente a la muerte
sin temor. Esa alegría -dejadme que os lo diga- vosotros la tenéis. Yo la he
visto con mis ojos. Y no es un olvido. Es un triunfo del amor sobre el mal. Es
un triunfo de Cristo sobre el mal. Y esa alegría es un anticipo del Cielo. Por
eso digo, no nace de la carne. Nace del Espíritu. Es el Espíritu el que nos
permite estar alegres. ¿Por qué estamos alegres? Por lo mismo por lo que Dios
consiente ese riesgo infinito que es nuestra libertad. Y no se pone celoso, no
se pone ansioso, no piensa en cómo recortarnos la libertad para que no nos
equivoquemos. No, porque Dios conoce su propio Amor y conoce que su Amor es victorioso.
Conoce que su amor es victorioso. Nosotros nos llenamos de ansia por nuestra
poca fe.
La verdadera alegría, pues, nace del
Espíritu, tiene que ver con la felicidad eterna, de la que hablaba también la
oración. La repito, simplemente porque es una de las oraciones más bellas del
año litúrgico: “Oh Dios, que por medio de la humillación de tu Hijo -su
Encarnación, su carne- levantaste a la humanidad caída, concede a tus fieles la
verdadera alegría -es la vida nueva del Espíritu-, para que quienes han sido
liberados de la esclavitud del pecado -y de toda esa mirada ante un mundo
opaco, que nos esclaviza, que nos empequeñece, que quiere nuestra humillación-,
alcancen también la felicidad eterna”. La alegría verdadera son las armas del Cielo.
Quienes la hemos conocido… yo creo que todos los que estamos aquí, ciertamente
la habéis conocido, yo la he conocido esa alegría. Cuántas veces les decía yo a
los jóvenes, y les he dicho muchas veces, y hace muy poco tiempo, no os creáis
que sólo en el entusiasmo de la conquista de un pico de cine en los Picos de
Europa; si a mi me añaden un centímetro cúbico más de felicidad, reviento aquí
mismo, no me cabe.
Dios mío, esa alegría es un anticipo
de la felicidad eterna. Sabemos que existe el Cielo porque sabemos que es
posible esa alegría y la hemos conocido. La conocemos en personas de fe. Pensad
en las personas de fe que habéis encontrado en vuestra vida. Yo he encontrado
tantas… que, en circunstancias de todo tipo, se ponen en las manos del Señor
con paz. Por mil tormentas en la superficie del mar, con una paz profunda en lo
hondo; una paz que sólo nace de Ti y no tiene respuesta. No soy yo capaz de
fabricar ni esa paz ni esa alegría. Sólo Tú eres capaz de generarla en el
corazón y ésa es la fuente más grande de la esperanza del Cielo, porque hemos
buscado el Cielo aquí en la tierra y lo hemos buscado gracias a Ti, Señor.
Sólo una última acción de gracias. Dicen
los estudiosos del Evangelio que esa acción de gracias que Jesús hace en este
pasaje precioso, riquísimo, insondable, que acabamos de leer (“Yo te doy
gracias Padre, Señor del Cielo y de la Tierra), era justo en ese momento en
que, porque la enseñanza de Jesús empezaba a entrar en conflicto radical con
los intereses del mundo fariseo, de los poderes religiosos de su tiempo…, y los
que seguían a Jesús eran un pequeño puñado de pecadores, publicanos…, en ese
momento en que -por así decir- le abandonan las masas es cuando Jesús dice: Yo
te doy gracias, Padre; has ocultado estas cosas, la sabiduría del Reino de Dios,
a los sabios, a los grandes del mundo, y se las revelas a gente muy sencilla,
pecadores o publicanos como Mateo, como Zaqueo, que no eran necesariamente
pobres en el sentido material, pero eran pobres porque estaban excluidos de la
participación de la vida de la comunidad judía, eran verdaderamente excluidos,
como leprosos, y su corazón era sencillo y buscaba conocer al Señor como para
subirse a un árbol para poder verLe, y Jesús reconoce ese corazón sencillo. Yo
te doy gracias, Padre, por la pequeñez y la sencillez de nuestra comunidad,
seguro de que si el Señor nos concede vivir en la verdadera alegría, eso tendrá
una fecundidad inmensa. ¿Por qué? Porque el Señor da el Espíritu sin medida,
como dice el Evangelio de San Juan en otra ocasión. Y es el Espíritu el que
hace florecer en nosotros la alegría verdadera, que es prenda de la felicidad
eterna.
Yo le pido al Señor que multiplique
en vosotros esa alegría; que sea una alegría invencible; que sea una alegría
que puede gustar, que no es fruto de ningún producto tóxico. También a los
apóstoles el primer día de Pentecostés les dijeron “estos están borrachos”. Y
dijeron: “No, hermanos, no estamos borrachos, lo que sucede es lo que ha
sucedido”. Y lo que ha sucedido
fundamenta esa explosión de alegría que es el cristianismo en el mundo y que el
mundo hoy necesita poder volver a ver. El mundo hoy necesita ver en nuestros
rostros la alegría del Evangelio, la alegría de la Buena Noticia, la alegría
del triunfo del Amor de Dios sobre todas nuestras miserias, nuestras
esclavitudes, nuestras pequeñeces, no por obra nuestra, sino por lo único que
cambia el mundo, que es el abrazo del Amor infinito de Dios, que nos ha sido dado
en Jesucristo, que nos es ofrecido cada día, que nos es ofrecido en esta misma Eucaristía,
para colmarnos con el don de su Vida divina.
Que así sea para todos vosotros y
que así sea para los que estamos cerca de vosotros. Para cada uno, estemos
donde estemos, que el don del Señor cambie nuestra mirada y haga florecer
nuestras vidas.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
8 de julio de 2017.
Monasterio de la Encarnación
(Granada)
35 aniversario Comunidad Católica
Shalom