Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía dominical del XIV Domingo del Tiempo Ordinario celebrada en la Catedral.
Fecha: 09/07/2017
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa
amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy querido sacerdote concelebrante;
queridos hermanos y amigos todos que
nos acompañáis;
Si yo dijera que una imagen común de
la vida, que espontáneamente nos viene a la mente y que forma parte de nuestras
opiniones comunes, o por lo menos muy extendida, pensar que los niños juegan en
el fondo porque no tienen conciencia de cómo es la realidad, y se divierten,
son felices. La experiencia humana básicamente podría ser resumida en cómo a
medida que vamos tomando conciencia de la realidad nos va siendo mas difícil
una alegría verdadera, una alegría como la de los niños, una alegría que brota
del fondo del alma que se expresa en nuestra vida con sencillez y con verdad.
Hay tanto motivos en la realidad que van como minando nuestra esperanza,
minando nuestra capacidad de gozar, o envenenando esa capacidad de gozar de
forma que no llegue hasta el fondo de nuestro corazón; que sea aparente, que
sea superficial. Y qué difícil es encontrar personas de una cierta madurez, con
experiencia de la vida, en quienes esa alegría uno la pueda ver resplandeciente
en los ojos, como en los ojos de un niño.
El novelista y pensador Bernanos,
que ha sido en realidad maestro ya de tres Papas, por sus intuiciones acerca de
la vida cristiana, especulando un momento lo que un ateo de buena voluntad le
podría decir a los cristianos, él dice: “Dios mío, vosotros empleáis palabras
enormes, habláis de estar en gracia, del estado de gracia, y os vemos acudir al
confesionario y cuando salís del confesionario, por ejemplo, decís que estáis
en estado de gracia, ¿dónde demonios escondéis vuestra alegría?”.
No es casualidad que el Papa Francisco
haya querido poner –diríamos- como signo para este mundo nuestro la alegría del
Evangelio, porque si algo caracteriza a nuestro mundo, que tiene y ha tenido
más medios que ningún otro para fabricar alegrías, o pseudoalegrías, para
fabricar sueños y hacernos creer que los sueños se pueden realizar y basta con
luchar mucho por ellos o cosas así… falsedades muy profundas porque eso nunca
es verdad (de nuestros sueños más verdaderos y de nuestros sueños más profundos
nunca es verdad)...
Yo quiero llamaros sobre la oración
de hoy. Y si tenéis en casa posibilidad de volver sobre ella, tenéis un librito
del Magníficat o tenéis la posibilidad de mirarlo en internet… En la oración de
hoy es una de las más bellas de todo el año litúrgico, dice: “Oh Dios que por
la humillación de tu Hijo has levantado a la humanidad caída –la referencia ahí
es la Encarnación: Dios se ha abajado hasta nuestra pequeñez, ha abrazado nuestra
pequeñez y nuestra miseria; en la Encarnación, esa referencia a la humillación
de tu Hijo, que es el Hijo de Dios que viene a nosotros humilde montado en un
pollino en Jerusalén, es decir sin grandes albahacas-. Yo te doy gracias, Padre,
porque estas cosas se las has ocultado a los sabios y prudentes, y se las has
revelado en cambio a la gente sencilla”, que siente que tiene necesidad de la Gracia;
que es capaz de sentir que tiene necesidad de un Salvador; que tiene necesidad
de una mano amiga que nos levante de donde estamos. ¿Por qué estamos caídos? Lo
dice también la oración. Primero pide: “Concédenos permanecer firmes en la
verdadera alegría para que, liberados de la esclavitud del pecado…”; como nos
has levantado Señor ha sido liberándonos de la esclavitud del pecado, no sólo
porque los pecados que hacemos nos esclavizan, sino porque en el mundo de
pecado en el que nacemos y en el que vivimos la realidad es opaca, no es
transparente. Si la realidad fuera transparente, si nuestros ojos estuvieran
tan limpios de pecado que viéramos la realidad como es, nosotros Te veríamos a
Ti, Señor, en toda ella, porque todo ha sido creado por Ti y todo ha sido
creado para Ti.
En una expresión chocante (no hago
mas que recoger la frase de uno de los fundadores grandes del siglo XX), ¿de
qué estamos hechos los hombres?, ¿de qué está hecha tu mujer?, o ¿de qué está
hecho tu marido?, ¿de qué está hecha tu novia?, le preguntaba a un chico. “Está
hecha de Cristo” si es verdad lo que San Pablo dice en la Carta a los
Colosenses. Pero hemos perdido esa mirada. Hemos perdido esa mirada por vivir
en un aire contaminado. Todos tenéis la experiencia de haber subido a una
montaña y ver la ciudad, abajo, aquí en Granada (eso es nada, no hace falta más
que subir un cuarto de hora de coche y ve uno la nube de contaminación); si uno
levanta tantas veces los ojos al cielo, en una ciudad, aquí, o en Madrid o en
Barcelona, no hay estrellas. Pero, ¿no hay estrellas porque no las hay o porque
hay algo que nos las tapa? Exactamente, lo mismo nos sucede con la realidad. No
vemos la realidad como es porque respiramos un aire lleno de contaminación, la
contaminación del pecado, que transforma un corazón que está hecho para Dios,
que está hecho para la infinitud de la verdad, y de la belleza, y del amor de
Dios, en un corazón pequeño y que no quiere mas que apodarse de las cosas y
pensar que podrá ser feliz cuando se apodera de cosas. Curiosamente, hemos
conseguido apoderarnos de tantas cosas, y sin embargo no somos una sociedad
feliz. Y no es un juicio que uno tenga que tener demasiada inteligencia para
hacer. Es un juicio obvio. ¿Por qué crees que tenemos los problemas
demográficos que tenemos en las sociedades avanzadas, llamadas “avanzadas”?,
¿por qué no nacen los niños suficientes ni siquiera para cubrir el número de
difuntos?, ¿por qué en una sociedad como la nuestra, aunque se trate de omitir,
hay ya más suicidios que accidentes de tráfico cada mes? Porque tenemos todo
pero no somos capaces de amar la vida. Hay que amar la vida, hay que esperar,
hay que tener una esperanza grande, hay que haber sido muy feliz siendo adulto
para engendrar un hijo, para correr el riesgo, la tarea inmensa y preciosa que
hace de un hombre y una madre, padres, lo más grande que se puede ser, más que
ninguna carrera, ningún estatus social, ningún sueño de esos que venden en la
ciudad de los sueños, en Hollywood, en Los Ángeles.
Mis queridos hermanos, nunca hemos
tenido tantos medios y no es la alegría lo que caracteriza ni nuestro arte, ni nuestra
literatura, ni nuestra sociedad, ni nuestra vida. Es la huida, más bien. La
huida permanente de nosotros mismos, de la verdad, de la realidad, en paraísos de
un tipo o de otro. No hace falta que sea en los paraísos artificiales de los
que hablaba Baudelaire. Hay paraísos mucho más al alcance de la mano, mucho más
pequeñitos, con los que uno se conforma para ir engañando que en el fondo de
nuestro corazón ya no hay esperanza; que, como adultos, en el fondo de nuestro
corazón no creemos que estamos hechos para la inmortalidad y para la vida
eterna. No somos capaces de esa alegría verdadera que sólo responde Dios.
Mis queridos hermanos, tener que
pedir la alegría es ponernos en nuestra realidad.
Es curioso cómo al hombre secular de
las sociedades verdaderamente seculares y avanzadas, como es la nuestra, la
muerte le deja sin palabras, y casi no somos capaces de mirarla a la cara, y
muchas veces vivimos bajo el temor constante. Mueren algunos tabúes, pero nacen
otros de un tabú tremendo en nuestro mundo, la realidad de la muerte y todo lo
que rodea a la muerte. ¿Por qué? Porque no tenemos ninguna razón, ninguna
palabra, ninguna capacidad de mirarla, porque no tenemos esa alegría verdadera
que nace de Dios y está donde Jesucristo.
Señor, danos la verdadera alegría,
mantennos en ella; mantennos en la verdadera alegría. Esa alegría que no
necesita olvidarse del mal y del pecado. Pera ésa es don tuyo: nace del
Espíritu, no nace de la carne. Santo Tomás decía: “De la carne nace la muerte;
del Espíritu nacen el gozo y la alegría”.
Señor, Tú que infundes tu Espíritu
en nosotros, Tú que te das a nosotros en esta misma Eucaristía, haz nacer en
nosotros esa alegría que nace de Ti, de saber que tu amor es más fuerte que la
oscuridad del pecado, que la enfermedad, que el dolor, que todo, que la muerte,
que tu Amor es más fuerte que la muerte. Danos esa alegría que nace de ahí,
para que podamos tener el gusto por la vida, la esperanza, la certeza de que
nuestro Destino -así terminaba la oración de hoy-: “Mantén a tus fieles en la
verdadera alegría, para que liberados de la esclavitud del pecado alcancen
también aquello para lo que hemos sido destinados, la felicidad eterna”. Dios
nos ha creado para que vivamos eternamente felices con Él, ya desde aquí cuando
acogemos el don de su Vida. Se puede vivir felices aquí sin fabricar esas
pequeñas alegrías de todo a euro, que son incapaces de darnos un alegría
verdadera.
Termino repitiendo sencillamente la oración: “Oh Dios, que
por la humillación de tu Hijo levantaste a la humanidad caída, concede a tus
fieles permanecer siempre en la verdadera alegría, para que liberados de la
esclavitud del pecado alcancemos la felicidad eterna. Ésta es la sabiduría que
Dios ha ocultado a los sabios y prudentes, y revela a quien con sencillez se
pone en presencia del Amor infinito de Dios”.
Que así sea para todos nosotros y
para mí.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
9 de julio de 2017
S. I Catedral
XIV Domingo del Tiempo Ordinario