Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía del XV Domingo del Tiempo Ordinario celebrada el 16 de julio de 2017 en la S.I Catedral.
Fecha: 16/07/2017
Queridísima
Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
queridos
hermanos y amigos:
Cuando nosotros leemos la parábola
del sembrador o la escuchamos, nosotros nos fijamos sobre todo en la segunda
parte, y de acuerdo con una sensibilidad muy antropocéntrica que es muy propia
de la religiosidad moderna, entonces pensamos que lo verdaderamente importante
en ella es examinarnos a nosotros mismos y ver si somos de la tierra endurecida
que no recibe siquiera la siembra, como el camino pisoteado y duro que rechaza
una semilla; o si somos de los que la reciben con alegría pero luego las
preocupaciones del mundo y las ansiedades de la vida resulta que nos arrebatan
esa palabra y al final termina la semilla sin dar fruto; o si somos tierra
buena.
Es legítimo hacer eso. La interpretación
está en el mismo Evangelio y, por lo tanto, es legítimo hacerlo. Pero yo
quisiera subrayar que no es ése el centro de la parábola del sembrador. El
centro de la parábola del sembrador podría expresarse más bien en las palabras
que hemos leído después: “Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos
porque oyen”. Porque es una gracia el ver. Es una gracia el haber conocido a
Jesucristo y el haber conocido a Dios a través de Jesucristo, que nos revela el
abismo sin fondo de amor que es la paternidad de Dios. Es una gracia inmensa a
la que nadie tenemos derecho, ni se corresponde con nuestras cualidades, ni se
corresponde con méritos que podamos aducir para haber recibido el don de la fe.
Es simplemente algo que ha sucedido, a veces tan sin tener nosotros parte en
ello que hemos recibido la fe casi al mismo tiempo que hemos recibido el don de
la vida de nuestros padres; hemos aprendido a decir Señor, o a mirar a la cruz,
o a besar una imagen del Señor o de la Virgen casi al mismo tiempo que
aprendíamos a hablar. No hay ahí mérito alguno.
Y sí que, sin embargo, hay un regalo
inmenso. Porque es verdad lo que decía San Pablo en la Segunda Lectura de hoy:
la Creación vive con una ansiedad. Y cada vez se hace más patente. Es decir,
cuando Dios falta en la vida, la vida está marcada por la tragedia. Pienso
tanto en el mundo griego cuando alguien se toma la realidad y el misterio de la
existencia en serio, lo mejor de la cultura pagana está expresado en la
tragedia. Pero pasa lo mismo, por ejemplo, en el cine japonés, que tiene una
figura exquisita en la consideración, incluso a la hora de hacer cuentas con lo
que significó la Guerra Mundial, el desastre del Imperio japonés y del imperialismo
japonés en aquella Guerra, ellos han hecho cuenta (pienso en películas de Akira Kurosawa como “Trono de
sangre”, que es un adaptación de “Macbeth”: la
lujuria del poder siembra destrucción a su alrededor). Y hay una atracción del
cine japonés por la tragedia, sencillamente porque cuando uno se toma la existencia
en serio y no tiene la luz de la fe en Jesucristo es entonces cuando
comprendemos, nos ayuda a eso, a comprender el tesoro que es haber encontrado a
Jesucristo; el tesoro que es poder vivir cotidianamente en la Gracia de Cristo,
en la certeza de que Dios es misericordia, en la certeza de que Dios no
necesita mas que volvernos a Él para encontrar Su abrazo y para que nuestra
tierra reseca, “gimiendo en dolores de parto” como dice San Pablo, produzca
fruto, unas veces 30, otras 60, otras cien.
Los
estudiosos de las parábolas explican (y explican con mucho detalle) cómo esta
parábola de Jesús es una proclamación de la confianza en Dios, del triunfo de
Dios. Es, si queréis, casi una glosa a un texto del profeta Isaías que dice:
“De la misma manera que la lluvia no cae en la tierra sin que produzca fruto,
así mi Palabra no baja a la tierra sin producir siempre fruto”. Es posible que
Jesús experimentase muy pronto (lo tuvo que experimentar, los evangelistas nos
dan testimonio de ello) la oposición de las autoridades religiosas judías, la
cerrazón de aquellos que aún viendo los signos que hacía Jesús no creían: “No
puede ser de Dios un hombre que hace curaciones en sábado”, “no puede ser de
Dios un hombre que come con publicanos y pecadores”, “no puede venir de Dios la
palabra de alguien que se pone en el lugar de Dios y corrige”: “Habéis oído que
se dijo a los antiguos…pero yo os digo…”. Corrige la ley de Dios en el Sinaí.
“Tiene que ser un blasfemo y tiene que ser un blasfemo porque no respeta la ley”.
Ese dirigirse a publicanos y pecadores “no puede ser de Dios” y eso cerraba sus
corazones a la Gracia. Y Jesús lo que viene a afirmar en la parábola del
sembrador es que habrá mucha resistencia pero hay siempre tierra buena donde la
Palabra cae y engendra una vida nueva, donde acoge uno. Y esa experiencia, más
en el mundo actual probablemente que en situaciones más pasadas, donde el
ambiente parecía que era cristiano y no era tan necesario percibir o hacerse
consciente de la diferencia que significa el hecho de tener la fe. Haber conocido
a Jesucristo es fructificar. Muchas de las parábolas de Jesús tienen este
significado de sostener la fe de sus discípulos: el grano de trigo, el grano de
mostaza. El grano de trigo puede tener que morir, pero gracias a esa muerte
florece y fructifica en la espiga. El grano de mostaza es la más pequeña de las
semillas, pero cuando se siembra da lugar a un árbol donde vienen a posarse los
pájaros, a encontrar sombra, reposo y alimento.
Mis
queridos hermanos, demos gracias a Dios por el don de la fe, no porque la fe
nos libere de nuestro drama, del drama de nuestra libertad, de vivir de acuerdo
con la verdad de lo que somos, hijos adoptivos de Dios, partícipes por gracia
de la vida divina. Hemos recibido ese don precioso de la adopción pero que hace
que Dios esté siempre junto a nosotros, que Dios esté en nosotros, que el Señor
nos haya introducido en su vida divina por la fe y el bautismo, por la
Eucaristía que vamos a recibir muchos de nosotros; que tengamos siempre a
disposición el perdón de los pecados, para poder acoger esa gracia y vivir en
la libertad gloriosa de los hijos de Dios.
Señor,
gracias por el don de la fe. Claro que Te pedimos no ser tierra reseca y dura
de la del camino, o no estar tan llenos de preocupaciones que las zarzas
ahoguen lo que Tú siembras en nuestro corazón. Pero gracias porque no te cansas
de sembrar una y otra vez. Cuánto se parece la parábola del sembrador a esa
expresión preciosa de Jesús en el Evangelio: “Yo te doy gracias Padre, porque
les has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y prudentes de este
mundo, y se las revelas a la gente sencilla. Así te ha parecido mejor, Padre”. La
gente sencilla entiende que tenemos necesidad de Dios para vivir una vida
humana digna, con gozo, con alegría, y al mismo tiempo con corazón de hermanos
para nuestros hermanos los hombres. Y que la vida no desemboca en tragedia. Como
decía el poeta Charles Péguy, desde la parábola del hijo pródigo: Nosotros, que
hemos recibido ese don de la fe, sabemos que nuestras historias, sean las que
sean, siempre terminan en abrazos, porque el Padre está siempre aguardando el
retorno del hijo pródigo.
Damos gracias al Señor por el don de la fe y Le pedimos
que cuide en nosotros ese don, para que siempre podamos vivir en la alegría y
en la gratitud, y para que tengamos siempre la conciencia de que tenemos
necesidad de la semilla y de la lluvia para que nuestra tierra se ablande y
pueda fructificar; que la voluntad de Dios no es otra que nosotros florezcamos
como seres humanos. Unos de los primeros grandes teólogos de la Iglesia decía:
“La gloria de Dios es que el hombre viva”. La gloria de Dios es el hombre
viviente. La gloria de Dios es nuestro florecimiento como seres humanos y como
personas. Y como Iglesia estamos llamados a ser ese signo de una humanidad
bonita, que sólo es bonita cuando tiene a Dios dentro de sí, porque sólo
entonces vive del amor y vive para el amor, y sólo entonces la tragedia se
convierte en drama. Las cañadas oscuras pueden ser fuertísimas, pueden ser
oscurísimas, las noches y los desfiladeros pueden ser muy largos, y sin embargo
nada temo porque Tú vas conmigo, “tu vara y tu callado me sosiegan”. Esa
experiencia humana de estar acompañados por la Gracia es la novedad cristiana.
Somos portadores de eso, mis queridos hermanos. Somos portadores de una gran
noticia que el mundo necesita hoy más que nunca. Cuando digo “el mundo”, digo
nuestros vecinos de chalet en la playa, o nuestros vecinos de sombrilla en la
playa, y nuestros amigos, y nuestra familia, y las personas que tenemos cerca.
Es ahí donde nosotros podemos ser un poquito de luz, no porque seamos mejores,
sino porque tenemos la certeza del don de la Gracia, porque tenemos la alegría
de la Gracia y de la Misericordia infinita de Dios con nosotros.
Vamos
a proclamar nuestra fe.
+ Javier Martínez
Arzobispo
de Granada
16
de julio de 2017
S.I
Catedral
XV
Domingo del T.O