Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía del XVI Domingo del Tiempo Ordinario, celebrada el 23 de julio de 2017 en la S.I Catedral.
Fecha: 23/07/2017
Queridísima Iglesia del Señor;
Esposa amada de Jesucristo;
Pueblo Santo de Dios;
querido sacerdote, hermano;
muy queridos hermanos y amigos
todos;
Dos cosas básicas son necesarias
para poner en su sitio las enseñanzas del Evangelio de hoy, de las lecturas de
la liturgia de hoy. Y las voy a subrayar muy brevemente.
Una: el Reino de Dios es el Cielo. El
Reino de Dios es la vida de Dios, es la vida eterna. Y eso está claro por otro
pasaje del Evangelio cuando el Señor dice “si tu mano te escandaliza (es decir,
si tu mano te hace tropezar), arráncate la mano que más te vale entrar manco en
el Reino de Dios que ir con tus dos manos a la gehena”. El Reino de Dios es el Cielo;
no es un lugar, no es el cielo azul que vemos, es el lugar en el que Dios es
todo en todas las cosas.
Y un segundo pensamiento, igualmente
imprescindible es que el Reino de Dios ha comenzado aquí en Jesucristo.
Jesucristo ha introducido el Reino de Dios en la tierra. De hecho, su
predicación, según el testimonio de los Evangelios, contenía esta frase: “El
Reino de Dios está cerca. Convertíos. Creed en la Buena Noticia”. Él es el
Reino de Dios en persona porque Él es Dios hecho carne; Él es en quien habita
corporalmente la plenitud de la divinidad, y a partir de Jesucristo, y en
Jesucristo, y en el don de su Espíritu Santo, nosotros empezamos a vivir en el
cielo aquí en la tierra. Me diréis: “pero la tierra no se parece al cielo”. Sí
y no.
Lo que celebramos en la liturgia es
la verdad profunda de la realidad, la verdad profunda de las cosas, la verdad
profunda de Dios y la verdad profunda de nuestra vida y del ser del mundo. De
hecho, la liturgia, y más concretamente la Eucaristía, centro y culmen de la
vida de la Iglesia, realiza la obra de la salvación en estos tres cuartos de
hora, de una manera simbólica, en un lenguaje cuyos detalles a veces hemos
olvidado y no nos dicen nada, y a los niños les pueden resultar a veces
aburridos porque no entienden lo que está pasando, lo que se está haciendo, y a
veces también a nosotros porque nadie nos ha explicado ese idioma (los idiomas
se aprenden cuando alguien te los enseña, no se aprenden espontáneamente). El
lenguaje de la liturgia es muchas veces para nosotros un lenguaje desconocido,
aunque es un lenguaje bellísimo. Es un lenguaje de amor. Es un ritual de cortejo.
De cortejo en el sentido en el que se cortejaban -o se decía, se usaba el verbo
cortejar- para la relación de una novia con su novio, o de un novio con su
novia, que termina justamente en la consumación de la alianza en el momento de
la comunión. Es la historia de la salvación representada misteriosamente,
sacramentalmente, en el acontecimiento de la Eucaristía en el que nosotros nos
acercamos a Dios desde nuestra humanidad, herida por el pecado. Y nos acercamos
a Dios y lo primero que hacemos es pedirle perdón por nuestras faltas.
Ciertamente, con la certeza de que Él nos da ese perdón, con la certeza de que
Dios es misericordia. Y a la súplica del perdón inmediatamente responde el
canto del Gloria, el canto que acompañó la Navidad, el canto que acompañó a los
pastores en la noche de Navidad, el lugar histórico, concreto, donde se realizó
por primera vez la boda entre lo divino y lo humano, entre el cielo y la tierra.
Eran ángeles los que cantaban. Eran pastores -lo más despreciable que había en
el pueblo de Israel, en la mentalidad del pueblo de Israel- los que recibieron
el mensaje y allí se unieron; se unieron en el portal de Belén; se unieron
junto a María y a José, que la acompañaba; se unieron en el llanto de aquel
bebé recién nacido el cielo y la tierra. Y se unieron para siempre. Se unieron
para siempre. El Hijo del hombre tuvo que hacer su historia y su camino, un
camino que le llevó a mostrar en la Pasión y en la cruz que su amor por
nosotros es más grande que la muerte y más fuerte que la muerte, y en la cruz
de Cristo se consuma esa alianza que une al cielo y la tierra para siempre.
Vosotros sabéis que cada Eucaristía
es una repetición del misterio de la salvación, el memorial del Calvario, de la
entrega de Cristo, de su cuerpo y de su sangre para que nosotros vivamos. En
las palabras de la Eucaristía el Señor habla de “alianza nueva y eterna”, una
alianza eterna. Es el paradigma, el modelo, la referencia última de todo
matrimonio. Y cuando el Hijo vuelve al Padre, como recordamos en el día de la
Ascensión, y cuando el Hijo nos da su Espíritu, esa alianza está ya consumada.
En el cielo está nuestra humanidad para siempre, representada en la suya y en
nosotros, que hemos sido unidos a su humanidad y a su divinidad, y que
aguardamos participar de la vida eterna. Pero al revés: en nuestra tierra ha
quedado sembrado el Espíritu de Dios y nosotros vivimos en ese Espíritu,
vivimos con ese Espíritu, pero vivimos sobre todo en Él, de tal manera que de
aquí a un momento nos dirigiremos al Padre como hijos. Y ¿cómo podríamos
nosotros dirigirnos a Dios como hijos?, siendo pobres criaturas. Sólo porque Él
nos ha dado su Espíritu. Y en su Espíritu, cuando el Padre nos mira, no puede
sino reconocer a su Hijo amado, el Predilecto.
¿Por qué digo que estas verdades que
constituyen como núcleos de la experiencia cristiana, de la experiencia de la
Iglesia, forman la clave para entender las parábolas de hoy? Primero porque,
para entender siempre en el Evangelio cualquier cosa, en profundidad, hace
falta el Espíritu de Dios, que hemos recibido en el Bautismo, que hemos
recibido y en el cual vivimos en el seno
de la Iglesia; pero, porque, efectivamente, esas parábolas describen de alguna
manera la vida del Reino de Dios en este mundo.
Sólo quiero subrayar dos cosas que
pienso que pueden ser útiles (a mi me lo son y, en la medida en que me son
útiles a mi, pienso que os lo pueden ser a vosotros). En primer lugar, el tema
de la buena semilla y la cizaña. Todo lo que Dios hace es bueno. La Creación es
buena. Cuando la Escritura relata la Creación vio Dios que era bueno; y después
de la Creación del hombre, y vio Dios que era muy bueno; vio Dios todo lo que
había creado y era muy bueno. El mal que existe en el mundo es fruto siempre
del Enemigo, de alguien que siembra semilla mala. Y en la lucha, por así decir,
entre la obra de Dios y el Enemigo, transcurre la historia humana. Pero ahí
quiero yo protegeros de un pensamiento que se nos cuela muy fácilmente, sobre todo
en la medida en que entendemos el cristianismo como una ideología, una serie de
principios y de creencias abstractos, y no una experiencia de redención y de
salvación en Cristo. Y es que dividimos el mundo entre buenos y manos. Y naturalmente,
como es lógico, no podía ser de otra manera, nosotros nos colocamos del lado de
los buenos, y siempre que se habla de una división de buenos y malos señalamos
a otros, repitiendo así una cosa que ya viene del principio de la historia. Cuando
el Señor le pide cuentas a Adán, Adán dice: “No, si fue Eva”; y cuando mira a
Eva para decir lo que ha pasado, Eva dice: “No, si fue la serpiente”. Ese es el
discurso más frecuente entre los seres humanos: “que no he sido yo, que la
culpa es del de al lado, que la culpa es de estas circunstancias, que la culpa
es de que tengo la familia que tengo, de que tengo los padres que tengo, o la
mujer que tengo o el marido que tengo”. Siempre estamos como justificándonos
nosotros mismos, queriendo colocarnos del lado de los buenos y la cizaña está
siempre fuera de nosotros.
Lo primero que hay que comprender es
que trigo y cizaña se reparten en nuestro corazón, el de todos. Están en
nuestro corazón. Combaten en nuestro corazón. Yo soy cizaña y soy también
trigo. Mi vida es fruto del bien que Dios me ha dado al crearme y al entregarme
a su Hijo, y es fruto también de mi pecado, que yo he elegido tantas veces
apartándome del Señor, a veces sin excesiva conciencia, pero dándole la
espalda, buscando mi felicidad o mi vida de otras maneras. Nunca juzguemos a
nadie, porque incluso cuando creemos conocer muy bien a las personas, nos
equivocamos. Nos equivocamos sistemáticamente. Pero hay que ser conscientes de
que el bien y el mal luchan en el mundo, luchan en nuestro corazón. Luchan. ¿De
qué se trata ahí? De suplicarLe al Señor que nos dé su Espíritu y que con su
Espíritu, renovados, vivificados de nuevo por el Espíritu de Dios, por el
Espíritu Santo, la cizaña pueda convertirse en trigo.
Señor, Tú que eres sabio y que todo
lo gobiernas; eres paciente y dejas tiempo para el arrepentimiento… El tiempo
que tenemos, la vida que el Señor nos da deja siempre abierta la posibilidad de
que nuestra cizaña se convierta en trigo. Cuántas veces nosotros queremos
arrancar la cizaña, cuando pensamos que la cizaña son otros, y pedimos a veces
el castigo de Dios, o que Dios obre con justicia con los demás, luego pedimos
misericordia para nosotros. Qué paradoja. Qué contradicción. Todos necesitamos
misericordia. Si yo la necesito, cómo voy a juzgar a mi hermano, cómo voy a
juzgar con dureza a un hermano mío, la raíz de cuyos males yo no conozco, es
misteriosa; son misteriosos mis propios males para mi. Y no hay mas que una
medida adecuada para nuestro mal y es la misericordia infinita del Señor.
A mi de los misterios que más me
sobrecogen y me hacen acercarme al Señor es el misterio de la paciencia de Dios.
La paciencia de Dios conmigo. La paciencia de Dios. Por qué Dios no tiene
prisa, por qué Dios no se empeña como nos pasa a veces, a los padres, o cuando
queremos a alguna persona, que se resuelvan los problemas de nuestra vida
cuanto antes. Dios parece que no tiene prisa. ¿Y sabéis por qué no la tiene? Porque
está seguro de la victoria de su amor. Nuestra prisa, nuestra ansiedad, y sobre
todo esa ansiedad de los padres o que tenemos todos con las personas a las que
más queremos; esa ansiedad es siempre fruto de la falta de fe, de la falta de
confianza en el triunfo del amor de Dios. Nuestra prisa incluso porque el Señor
siegue y quite la cizaña y podamos vivir todos en un mundo donde no haya más
que trigo bueno; esa prisa pone de manifiesto nuestra poca confianza en Dios. Señor,
tu paciencia es nuestra esperanza; tu paciencia sin límites es el signo más poderoso de tu amor por nosotros, y por todos
los hombres, y por el mundo.
El otro pensamiento de las otras dos
parábolas es un pensamiento de consuelo. La parábola del grano de mostaza (el
grano es una semillita pequeña, pequeñísima), y tanto ésa como la de la
levadura están dichas en un contexto donde la gente le reprochaba a Jesús “Pero
si Tú anuncias que ha venido el Reino de Dios; si Tú anuncias que el cielo está
aquí en la tierra, cómo estás ahí rodeado de cuatro desarrapados, que, además,
son publicanos, pecadores, gente de mal vivir, personas de mala cata, y ¿esto
va a empezar el cielo en la tierra? No, no me lo creo”. Cuántos fariseos del
tiempo de Jesús pensaron así; cuántas personas en el tiempo de Jesús pensaron
así, incluso personas de buena voluntad, no necesariamente hipócritas, sino
decir: “Esto no puede ser”. Y Jesús responde y dice: el grano de mostaza es muy
pequeñito, pero por el poder de Dios se convierte en un árbol inmenso al que
vienen los pájaros a reposar. Lo mismo la levadura: es una realidad pequeñita y,
sin embargo, por el poder de Dios fermenta toda la masa y hace posible el pan
con el que nos alimentamos y comemos.
Son palabras de consuelo. También
los cristianos de hoy podéis decir: viendo el poder del mundo y la pequeñez a
veces de nuestras realizaciones o de nuestras obras, qué poca cosa somos, cómo
nosotros vamos a ser portadores de la esperanza del mundo, cómo puede ser
verdad eso de que el Cielo viene a nosotros en cada Eucaristía (no en ésta de
la Catedral, que es un poquito más solemne por el edificio, sino en las más pequeñas
que tienen lugar. Ayer celebraba yo en una aldeíta de la Alpujarra con diez
personas. En esa aldeíta estaba el centro del mundo porque el Hijo de Dios venía
a ese lugar y lo convertía inmediatamente en el centro del universo).
No temáis. El poder de Dios no para
de actuar. Y nuestra realidad puede parecer muy pequeña y nuestros triunfos
sobre la cizaña en nuestro propio corazón pueden parecer muy pobres, pero el
amor de Dios es más grande que nada. Y ese amor es eterno. Ese amor no se deja
vencer por nuestro mal. Ese amor no está condicionado a los logros que nosotros
consigamos. Ese amor es fiel. Como repetía el salmo: “Tu Misericordia es eterna
(tu Misericordia es eterna, una vez y otra vez), eterna es tu Misericordia”.
Señor, a tu Misericordia eterna
confiamos nuestro campo, nuestras casas, el campo de nuestra vida, nuestras
familias, todo, pidiéndote que ese amor vaya transformando la cizaña de nuestro
propio corazón en trigo, para que podamos ser una cosecha bella en la cual los hombres
bendicen tu obra, te bendicen a Ti, no a nosotros, sino a Ti, que eres capaz de
repartir tantos dones entre los hombres y de hacer de nuestra pequeñez hago tan
bello y tan hermoso.
Vamos a proclamar nuestra fe.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
23 de julio de 2017
S. I Catedral, XVI Domingo del T.O