Homilía de Mons. Martínez en la Eucaristía en la Catedral, en el XXIV Domingo del T. O, el 17 de septiembre de 2017, sobre el infinito perdón de Dios y el perdón de unos con otros.
Fecha: 17/09/2017
Queridísima
Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, pueblo santo de Dios;
muy querido
sacerdote concelebrante;
queridos hermanos
y amigos todos (los que sois parroquia habitual, aquí en la Catedral, y los que
venís de visita, quizás atraído por el fin de semana de la Virgen de los
Dolores o de la Virgen de las Angustias; o sencillamente, turistas que visitáis
Granada y que os unís a esta celebración);
queridos
todos:
Las lecturas de hoy no necesitarían mucha
explicación realmente, porque es muy directo el Señor. Eso que es clave en
nuestra existencia humana y en la novedad que significa la existencia cristiana
nos lo ha dicho con toda claridad, de manera que no fuera un mensaje equívoco.
Decir que Dios es amor es muy fácil.
No cuesta nada decirlo. Tampoco cuesta nada decir que el mandamiento principal
y el único es querernos unos a otros. Pero es verdad que en este mundo donde
todos somos frágiles y todos somos pecadores, no hay más que una forma de amar,
y es perdonar. Y el perdonar empieza a hacer que a veces, muchas veces, y al
final casi siempre, el amor sea algo que está por encima de nuestra fuerzas,
por encima de nuestras posibilidades. ¿En qué sentido? Pues, que siempre,
cuando hay roce en la relación humana -de todo tipo y en todas las formas de
relación humana- siempre termina habiendo motivos para alguna queja, para algún
reproche, para algo que, muy razonablemente, bloquea el camino al amor. Y nos
sentimos justificados en ese bloqueo, porque ya hay mucha experiencia, ya ha
habido muchas ofensas, ya sabe uno que hay determinados límites que la otra
persona o las otras personas jamás van a superar, y ahí sería necesario lo que
le hemos pedido al Señor en la oración de la misa de hoy: “Señor, concédenos
servirte de todo corazón”. Fijaros que ese “servirte de todo corazón” es casi
como una manera distinta de poner el primer mandamiento. El primer mandamiento
es “Amarás al Señor tu Dios con todas tus fuerzas, con todo tu ser”. “Servirte
de todo corazón” es amar al Señor de ese modo. Y Le pedimos poder hacerlo.
Hay otra oración de otro domingo:
“Señor, para que podamos alcanzar tus promesas, concédenos cumplir tus
preceptos”. A lo largo del año litúrgico se le pide al Señor poder cumplir los
mandamientos, lo cual pone de manifiesto que el horizonte de vida que los
mandamientos nos abren, que es la vida de Dios, que es la vida divina, no es
simplemente una cuestión de voluntad y de esfuerzo y de trabajo. Necesitamos su
Gracia. Necesitamos la experiencia del perdón y de la Gracia de Dios para ser
capaces de perdonar, de perdonarnos unos a otros. A veces, eso es más sencillo;
a veces, es menos sencillo; a veces es sumamente difícil. Recuerdo una mujer a
cuyo marido habían asesinado los terroristas de ETA, en presencia de ella y de sus
hijos. Hace muchos años, cuando yo la conocí y me encontré con ella, me dijo:
“Nosotros hemos perdonado. Rezamos todos los días por los asesinos de papá.
Estamos en paz”. Aquel testimonio es uno de los casos que uno puede decir “Dios
mío, aquí sí que el perdón está por encima de las fuerzas de un ser humano”. Y
sin embargo, la presencia y la compañía de Dios hacen posible lo imposible.
Y lo dramático, lo misterio de
nuestra condición humana es ésa: necesitamos de la Gracia de Dios para vivir.
Porque todos nos damos cuenta de que un mundo sin perdón es un mundo donde el
veneno de unos contra otros no hace más que crecer; la violencia que recibimos
se convierte en violencia que devolvemos, y esa violencia crece. Hay una obra
de teatro del alemán Friedrich Dürrenmatt, que se titula “Proceso a la sombra
de un burro”, que describe perfectamente eso: cómo a partir de una cosa
pequeñísima se van liando las cosas. En la versión que yo vi, cuando era muy
joven (no tenía 20 años), terminaba con diapositivas del hongo de Hiroshima. Y
había comenzado con un hombre que había alquilado un burro para un viaje –creo
que de Esparta a Atenas- y en el viaje hacía muchísimo calor, y se pelearon
porque había alquilado el burro, pero no la sombra; y quien había alquilado el
burro quería sentarse a la sombra del burro, pero el dueño del burro dijo “no,
aquí me siento yo”. Eso se va liando y liando. Y cuando toda Atenas está
luchando unos con otros por aquella cuestión aparecían las diapositivas de los
bombardeos en la última guerra mundial. Terminaba con el hongo de la guerra
nuclear sobre Hiroshima.
Cuántas de nuestras batallas son
así, y sin embargo qué difícil es para nosotros. Los hombres de 1900, cuando se
estaba preparando la Exposición universal de París, estaban convencidos de que
las guerras habían desaparecido de la humanidad; la Torre Eiffel era un canto a
la paz conseguida gracias a los avances de la tecnología y de la ingeniería y
de la industria moderna. Catorce años después, en la batalla del Marne morían los
hombres como chinches, por decenas, por cientos de miles. Catorce años después
de aquella exposición de París. Marx pensaba –y yo creo que lo pensaba
sinceramente- que las guerras desaparecían también del futuro humano, porque
era un problema cultural: cuando los hombres estuvieran bien formados y
tuvieran más conocimientos de la ciencia y del mundo y de cómo eran las cosas
en realidad, no habría razón para pelearse y para guerrear. Eso era antes de
1900. Qué ingenuidad. Leemos esas cosas hoy y nos parece verdaderamente
ridículo.
La raíz del mal está mucho más
profunda en nuestro corazón. Y la conciencia sin embargo de que necesitamos la
Gracia no la hemos descubierto todavía. Tenemos que descubrirla todavía.
Estamos hechos para una forma de vida, estamos hechos a imagen y semejanza de
Dios, y Dios es amor; amor sin límites, amor sin condiciones, misericordia que
no se cansa. Como decía el Papa Francisco en la misericordia, otro nombre de
Dios (ndr. título del libro, “El nombre
de Dios es misericordia”): “Dios no se cansa de perdonar. Somos nosotros los
que nos cansamos de pedir perdón”.
Quien ha conocido en Jesucristo,
porque es donde le hemos conocido que Dios es amor, ese amor es algo realmente
concreto, que toca nuestra carne, que nos rescata de la miseria del pecado y
nos rescata de nuestra finitud en la medida en que nos abre el horizonte de
Dios mismo, de la vida divina, de la vida eterna, de la vida inmortal de Dios.
Ser cristiano es participar de esa vida. Y participar de esa vida significa
participar de ese Ser de Dios que es amor. Y no hay un signo más cierto de que
participamos de la vida de Dios; no hay un signo más cierto de que somos hijos
de Dios que el perdonar “setenta veces siete”.
Sólo quiero subrayar cómo el Señor
en el Evangelio puso de relieve la carencia de límites del perdón. Pensad en un
mundo construido sobre un sistema que no era el sistema métrico decimal.
Porque, para los que conocemos el sistema métrico decimal, siete no llegan a
diez. No son muchas veces. Pero cuando el número perfecto era la esfera, siete
es más de lo necesario. ¿Tengo que perdonar hasta siete veces? Es decir, ¿tengo
que perdonar no sólo las veces que haga falta sino, además, más todavía? Por
eso los sacramentos son siete. Es decir, expresan la sobreabundancia. Tengo que
perdonar sobreabundantemente. Y el Señor dice “setenta veces siete”. Es una
manera de decir “sin límite, como Dios os perdona a vosotros”.
La parábola que viene después pone
de manifiesto justamente eso. Los cien denarios que los dos siervos debían
podrían equivaler a 200 euros, quizás 100, una cantidad pequeña (poned la cifra
que queráis suficiente como para que a uno por esa cantidad pudieran llevarle a
la cárcel por no haberlos pagado). Los 10.000 talentos que el primer siervo le
debía a Dios sería una cantidad absolutamente inimaginable, probablemente el
presupuesto del Imperio Romano para una de sus grandes provincias durante un
año, algo inalcanzable. Los 10.000 talentos podrían equivaler hoy a 100
millones de euros. Una cantidad que el Señor pone de manifiesto como inalcanzable.
El Señor ha salvado la distancia de los 10.000 talentos para darse a cada uno
de nosotros, para darse a ti, para darse a mi. Yo no lo comprendo todavía:
“Señor, si yo que soy un pobre miserable, frágil, tonto, lleno de debilidades,
que Tú puedas amarme a mí, desear mi vida y mi corazón, desear llenarme con tu
vida, sólo para que yo pueda vivir con alegría apoyado y sostenido en tu amor”.
Pensadlo cada uno de vosotros. El Señor ha salvado, y para su salvación sólo
nos pide que, en la medida de nuestras fuerzas y con su ayuda –sin su ayuda
sería imposible-, también nosotros perdonemos a los que nos ofenden.
En las
oraciones del Padrenuestro sólo pedimos una cosa siempre. Todas ellas con
palabras distintas, sólo pide una cosa: “Señor, sálvanos”. Casi lo mismo que
“Señor, ten piedad”. Detrás de “venga a nosotros Tu Reino”, detrás de
“santificado sea Tu Nombre”, detrás incluso de la petición del pan de cada día,
porque en el fondo de esa petición lo que pedimos es participar del banquete de
la vida eterna. Estamos pidiendo “Señor, sálvanos; llévanos a ese banquete por
los caminos de esta vida”. Esa es la petición. “Líbranos del mal”, “no nos
dejes caer en la tentación”… todo son “Señor, sálvanos”. Sólo hay una
condición: “Perdónanos como nosotros perdonamos”. Yo, cuando hago esa petición,
le digo al Señor: Señor, que ese “perdónanos como perdonamos” que no sea que me
perdones sólo como yo soy capaz de perdonar, porque entonces estoy perdido,
porque yo soy capaz de perdonar muy poquito. Entonces, perdónanos de manera que
nosotros podamos perdonar; que hagamos nosotros la experiencia del siervo que
ha sido perdonado los 10.000 talentos.
Todas
nuestras deudas humanas son de cien denarios: “es que mi cuñado es un pesado y
se mete en mi matrimonio y nos está enredando la vida”, a lo mejor sí, pero son
cien denarios; “es que mi tío aquél cuando se hizo la partición de la herencia de
mis abuelos quiso quedarse con la parte mejor y convenció a mi madre y se
quedaron con la parte mejor, y las dos familias separadas”, cien denarios; “es
que esta persona me tiene manía y no para de pincharme”, cien denarios; “es que
esta persona se ha portado mal conmigo y ha sido injusto conmigo”, cien
denarios. Poned la deuda que queráis entre nosotros: cien denarios comparado
con la deuda que nosotros tenemos con Dios. Y esa deuda al Señor no le ha
asustado.
Esa novelista
preciosa que es Flannery O’Connor, una vez describiendo qué era el cristianismo
dijo: “Que Dios, a pesar de la inmensa miseria que es la vida humana y la
historia humana, no se ha avergonzado de abrazarnos y de compartirla con
nosotros”. Eso es el cristianismo. La certeza. Eso ha sucedido. Esos son los
10.000 talentos que el Señor me ha perdonado, y no sólo me ha perdonado: ha
celebrado una fiesta, como con el hijo pródigo, y ha matado el toro cebado y me
ha dado lo mejor, no un toro cebado, sino la vida de su Hijo, su Espíritu
Santo, para que yo pueda ser hijo de Dios y vivir como un hijo de Dios. ¿Qué
distingue a un hijo de Dios? Que por muchas que sean las ofensas de unos para
con otros triunfa el perdón. Sólo si triunfa el perdón, triunfará el amor. Y
sólo hay un motivo al final para perdonar. No es un valor que nosotros podamos
cultivar por nosotros mismos. Se cultiva si las raíces están en Dios. Se
cultiva si hemos sido y hemos tenido la experiencia de haber sido perdonados,
salvados, de ser amados y amados infinitamente por Dios.
Señor,
concédenos servirte de todo corazón y ensancha nuestros corazones para que
siempre –a veces no podemos resolver una situación; a veces no consigo que esta
persona que no me quiere, por mucho que yo me empeñe, me quiera; a veces, no
consigo que esta persona siga tratándome injustamente- pueda yo querer más.
Siempre puedo yo perdonar el primero. Siempre puedo yo tomar la iniciativa y
hacer aquel gesto de amor y de perdón que sea posible. Dios y yo sabemos en
cada caso qué podría ser, pero siempre eso nos distingue como hijos de Dios. Y
lo demás son cosas mucho más ambiguas. Pero el perdón es inequívoco. Como la
unidad: “Padre, que sean uno”. ¿Cómo vamos a ser uno si nos separan todos los
reproches que tenemos unos contra otros? “Que sean uno para que el mundo crea
que Tú me has enviado”.
Concédenos
servirte de todo corazón y ensancha nuestro corazón para que seamos expertos en
amor, lo que significa siempre expertos en perdón.
Proclamamos
nuestra fe.
+ Javier Martínez
Arzobispo de
Granada
17 de
septiembre de 2017
S.I Catedral
XXIV Domingo
del Tiempo Ordinario
Palabras finales del Arzobispo Mons. Javier Martínez antes
de la bendición en la Santa Misa.
No he puesto
ningún ejemplo de la vida matrimonial al hablar de la necesidad de perdón. Pero
en ningún sitio es más necesario. Cuanto más las personas nos queremos y más
roce hay, evidentemente más necesario es el perdón, y más evidente se hace la
necesidad de la Gracia de Dios para ese perdón. Para que un matrimonio pueda
quererse y pueda sobrevivir a las crisis y a las dificultades es absolutamente
imprescindible el perdón. Pero, para ese perdón que es necesario en la vida matrimonial,
es absolutamente imprescindible la Presencia viva y la Gracia y la Misericordia
del Señor. Acudid a ella juntos cuando os veáis incapaces. Acudid juntos al
Señor.
Sobre el amor y el perdón es sobre
lo que versan toda la historia de la novela moderna. Los 30 tomos de “La
comedia humana” de Balzac podrían decirse sobre eso. Todas la novelas de Víctor
Hugo; Dickens, sobre eso; Dostoievski, sobre eso. La capacidad de perdonar no
tiene que ver con el buenismo, esa especie de bondad facilona y sin esqueleto,
que parece ahora mismo que nos sirve para olvidarnos de todas las dificultades
y de todos los males. No. La capacidad de perdón requiere de heroísmo muchas
veces. Y eso es sujetarse mucho en la fuerza y en el poder de Dios. No es
buenismo. No es “todo el mundo es bueno” aplicado a la vida cotidiana, que
significa “yo hago lo que me dé la gana y que se hunda el mundo, y después de
mí el diluvio”. Eso es lo que significa muchas veces el buenismo. No. Significa
afrontar las cosas con realismo, con prudencia; normalmente, y si se puede, con
ayuda. Qué necesaria sería la presencia, la existencia de comunidades
cristianas vivas, para poder ayudarnos a perdonar; para sostenernos en las
dificultades y en los heroísmos del perdón; para recordarnos que Cristo está a
nuestro lado y nos acompaña.