Domingo de Ramos. Ciclo C
Fecha: 04/04/1971. Publicado en: Semanario Diocesano Luz y Vida 630, 6-7
Durante su vida pública, Jesús se había esforzado por evitar todo tipo de homenaje mesiánico. Si es verdad que la idea que los judíos del tiempo de Jesús se hacían del Mesías distaba mucho de ser unívoca -pues cada grupo dentro del judaísmo tenía, por así decir, su propia imagen, más o menos configurada con los ideales religiosos del grupo-, la mayoría de tales imágenes tenían una cosa en común: el Mesías sería un libertador político de Israel, un glorioso restaurador del Reino de David. Para esta concepción ofrecían un apoyo aparente ciertos pasajes del Antiguo Testamento que se interpretaban al pie de la letra.; pues los profetas habían descrito la Salvación futura y el futuro Reino con rasgos tomados del reinado de David, el rey que había librado a su pueblo del peligro filisteo y le había dado una época de expansión y prosperidad. En tiempo de Jesús, además no eran infrecuentes los fanáticos nacionalistas, como los zelotes, que no muchos después habían de arrastrar a las desventuradas guerras contra Roma.
En estas circunstancias, cualquier pretensión mesiánica podía ser interpretada, tanto por el pueblo como por las autoridades romanas, como una invitación a la revuelta. Jesús, que predicaba el cumplimiento, en su persona, del Reino anunciado por los profetas, había de poner buen cuidado en que los distintos grupos no tratasen de asimilarlo a sus propias ideas. En el evangelio de San Juan se relata cómo después de la multiplicación de los panes, “Jesús, dándose cuenta de que se disponían a ir y tomarlo para hacerle rey huyó otra vez al monte, El sólo”.
Sin embargo, con la entrada en Jerusalén, Jesús realiza un acto específicamente mesiánico. No hay que olvidar que están próximas las fiestas de la Pascua, y que con ese motivo se daban cita en Jerusalén peregrinos venidos de todos los rincones del judaísmo. Jesús entra en Jerusalén montado en un borriquillo, mientras los peregrinos solían entrar a pie. No se puede minimizar este gesto, pensando, por ejemplo, que los evangelistas han engrandecido un incidente sin importancia, o que Jesús no es responsable de una manifestación que ha explotado sin su consentimiento. Esta forma de entrar en Jerusalén, intencionadamente escogida por Jesús (es El mismo quien manda a sus discípulos a buscar los animales), podía recordar a todos los judíos piadosos, lectores asiduos de la Escritura, un pasaje del profeta Zacarías que el evangelista San Mateo cita expresamente en este lugar; dice así: “¡Exulta sin media, hija de Sión! ¡Lanza gritos de gozo, hija de Jerusalén! He aquí que viene aquí tu rey: justo El y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna.”
No se puede tampoco, sin embargo, exagerar la magnificencia del triunfo de Jesús. Si la forma de entrar en la Ciudad Santa que ha escogido tiene un carácter mesiánico innegable, ya que se apoya en uno de los textos mesiánicos más claros, es al mismo tiempo la más molesta de todas. Se ha subrayado con frecuencia que el asno era, entre los orientales, un animal noble. De hecho, los rabinos encontraban dificultades en explicar este pasaje, ya que el cortejo triunfal del Mesías les parecía demasiado humilde para su dignidad real. Además, si Jesús realiza este gesto simbólico de su entrada en Jerusalén como Mesías, es porque a estas alturas de su vida, con perfecta conciencia de su muerte cercana, no tiene por qué inquietarse ante un posible malentendido: ni sus enemigos, ni las autoridades romanas, tenían nada que temer de la bulliciosa y humilde comitiva.
F. Javier Martínez