Homilía en la Eucaristía celebrada en la Basílica de Ntra. Sra. por la intención del Cuerpo de Hermanos Palieros de la Hermandad de Ntra. Sra. de las Angustias y XXV Domingo del T.O
Fecha: 24/09/2017
Queridísima Iglesia del Señor,
reunida aquí para venerar hoy la Imagen de Nuestra Madre, la Virgen de las
Angustias;
muy queridos sacerdotes
concelebrantes, D. Francisco, D. Blas, los demás sacerdotes;
queridos seminaristas;
querido Hermano Mayor, Junta de
Gobierno, saludo especialmente a los Hermanos Palieros, que ofrecéis esta
Eucaristía de manera especial;
muy queridos hermanos y amigos
todos:
El Evangelio dice en la Pasión de
Jesús unas poquitas cosas acerca de la Virgen, pero una de las que dice es la
que acabamos de escuchar: que la Iglesia, los discípulos de Jesús,
representados en la figura de San Juan, el apóstol virgen, el discípulo amado,
recibió a la Madre de Jesús como madre. Jesús en la cruz, en el momento de su
sacrificio supremo, en el momento en que nos entrega su vida y su Espíritu para
que se queden para siempre sembrados en la historia humana, sembrados en la
carne de cada uno de nosotros, para que cada uno de nosotros, y cada uno de los
hombres que quisiera acoger el don de Dios, como lo acogió aquella mujer de
Samaria, pudiéramos vivir como hijos de Dios. Todos nosotros tenemos, pues, a
María como madre nuestra.
¿Qué significa tener una madre en el
cielo?, ¿qué significa que María sea nuestra madre? Significa muchas cosas,
pero yo voy a subrayar sólo una: tenemos un lugar de refugio. Los niños
pequeños, cuántas veces lo ve uno, sobre todo si se encuentran en una multitud,
en un centro comercial, o en la calle, en medio de una multitud, y de repente
se sienten perdidos, acuden inmediatamente a protegerse junto a su madre. Yo
diría que eso es uno de los motivos, uno de los fines para los que Jesús nos
deja a su madre: que tengamos un lugar de refugio, un lugar de refugio en esta
vida al que poder acogernos. Ella, Tú, Señora, Madre nuestra, eres ese lugar de
refugio que necesitamos.
Lo necesitamos para muchas más cosas
de las que solemos acudir a Ella. Con frecuencia, acudimos a la Virgen para que
nos resuelva problemas humanos, problemas de la salud (que no digo que no haya
que acudir, aunque no es muy razonable pedirle a la Virgen, cuando uno tiene
ochenta años, que nos permita vivir como si tuviéramos veinticinco, porque sé
que ese tipo de milagro no lo hace el Señor). El Señor nos ha creado de una
manera, con una condición que es nuestra condición mortal, marcada por el paso
del tiempo. Y el paso del tiempo tiene un valor y la vejez tiene un valor. Y
los años y el paso de los años tienen un valor, que también es aprender a
desprendernos de las cosas en las que hemos puesto nuestra esperanza en este
mundo, para aprender a confiar en el único que realmente está a la medida de
los anhelos de nuestros corazón que es Dios.
Refugiarse en la Virgen claro que
vale para pedir, no a veces que nos cure, sino que nos ayude a vivir bien la
enfermedad; que nos ayude a ser conscientes de, justamente, de que Dios es
nuestra única esperanza, el único capaz de saciar los anhelos de nuestro
corazón; que nos vaya enseñando a vivir de manera que pongamos más y más
nuestro corazón, nuestra esperanza, nuestra confianza en Dios. Ésa es la única
esperanza que no defrauda.
Pero tenemos necesidad de acudir a
la Virgen como refugio para muchas otras cosas. La más importante de todas
-mucho más que la salud, mucho más incluso que otras necesidades materiales o
humanas que le pedimos que son legítimas-: que nos libre del poder del pecado;
que purifique nuestro corazón del egoísmo, que purifique nuestro corazón de la
envidia, que purifique nuestro corazón de la lujuria o de la avaricia; que nos
permita vivir con un corazón sencillo, de hijos de Dios, capaz de acoger con
gozo las circunstancias en las que el Señor nos pone en cada momento de nuestra
vida, porque el Dios que es Amor, el Dios que hemos conocido en Jesucristo es
un Dios que nunca nos da una piedra cuando nos puede dar un pan, que nunca nos
da una serpiente cuando le pedimos un pescado, que está siempre dispuesto a
darnos su Espíritu, que es el único bien indispensable en la vida. El único
bien que necesitamos para vivir de acuerdo con las exigencias profundas de
nuestro corazón y con el designio de Dios que nos ha creado y nos ha llamado a
la vida eterna es el Espíritu de Dios. Y el Espíritu de Dios no lo niega jamás
Dios a quien se lo pide. Acudimos a nuestra Madre para pedirle que nos dé el
Espíritu de Dios para poder vivir según ese Espíritu.
Luego, son tantas las formas en las
que perdemos la paz, o perdemos la paciencia, o se meten en nuestra vida, en
nuestras relaciones humanas, las relaciones de familia, las relaciones de vecindad,
las relaciones de convivencia social y política (puesto que formamos todos una
gran sociedad), se envenenan, se deterioran, el Enemigo encuentra siempre
caminos para deteriorar nuestro camino humano, para hacer generar motivos
aparentes de violencia, de odio, de división.
Las raíces más profundas de todos
esos motivos de división, en el seno del matrimonio, en el seno de la familia,
en el seno de la convivencia del barrio o del pueblo, de la ciudad, o de la
sociedad en general, es siempre el diablo, es siempre el Enemigo. El diablo es
el que divide, divide a los hombres, divide al hombre de la mujer y a la mujer
del hombre, divide a los hijos de los padres, divide a los hermanos entre sí, y
no porque no haya motivo, repito, aparentes, pero detrás de todos esos motivos
se esconde una de las siete pasiones capitales que envenenan nuestra vida. Por
eso, la petición más grande que podemos hacer a la Virgen, el refugio más
grande que de Ella necesitamos: que Ella nos dé su corazón, que Ella nos haga
partícipes de su corazón, que Ella sea instrumento, interceda por nosotros para
comunicarnos el Espíritu de su Hijo y que podamos vivir en la libertad gloriosa
de los hijos de Dios.
Eso es lo que nosotros nos sabemos
darnos a nosotros mismo nunca, nunca, porque hace falta la Gracia de Dios para
vivir como un hijo de Dios; hace falta el Espíritu de Dios, pero eso es lo que
nos ha dado Cristo en su Pasión, y eso es lo que nos dado Cristo al darnos a su
Madre: un lugar de refugio donde podemos suplicar siempre el Espíritu de Dios,
ese don que jamás el Padre niega a aquéllos que se lo piden. Eso es lo que
podemos pedirle a nuestra Madre.
Yo podría decir que la Virgen,
además de Madre nuestra, es mucho más: es Hija de Dios, Hija de Dios Padre.
Cuando yo rezaba el rosario de pequeñito con mi abuela en una aldea de las
montañas de Asturias, el primer avemaría del misterio se decía “Dios te salve
María, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa del Espíritu Santo”. Como
hija de Dios Padre Ella es modelo de los que estamos llamados a ser hijos de
Dios. Tenemos alguien en quien vernos. Tenemos alguien que puede acoger. ¿Cómo
la vemos a Ella como hija? Pues, cuando acoge el designio de Dios con la
confianza de un niño pequeño en las manos de su padre, cogido, bien cogido de
la mano de su padre. Le dice el ángel unas cuantas locuras y Ella no duda del
designio de Dios: Aquí está la sierva del Señor, que se haga en mi según tu
palabra. Y aquella mujer de una aldea pequeñita que no tenía más de doscientos
habitantes, que era Nazaret, se ha convertido en la mujer más querida, más
famosa, más bella, pero, sobre todo, más querida…, si de lo que tenemos los
seres humanos en la vida es de amor, no hay mujer que haya recibido más amor en
la historia que la Virgen María. Lo dijo Ella en su cántico de alabanza: “Me
dirán dichosa todas las generaciones”. Y cualquiera que la hubiera oído en ese
momento hubiera dicho “esta mujer está loca, ¿quién se va a acordar de ella de
aquí a tres generaciones? Sus nietos, sus bisnietos, sus tataranietos, alguien
un poco famosa a lo mejor si le hacen una escultura o algo así”.
Dios mío, son dos mil años. Son
cinco mil kilómetros de distancia. Y en todos los lugares del mundo -en Japón,
en Indochina, en Alaska, en Brasil, en Perú, en el fondo del cono de América
del Sur, en Chile, en Australia- se canta y se venera a la Virgen María en
todas las lenguas del mundo; en el corazón del África negra se canta a la
Virgen María. Y aquella locura ha dejado de ser una locura. Ella es modelo,
referencia. Y de una manera muy sencilla: basta con decirLe a Dios que sí, que
no es resignarse. No es resignarse. Resignarse es lo que hacen los paganos.
Basta con decirLe a Dios: “Sí, hágase en mi según tu palabra”, y nuestras vidas
crecen, crecen y se hacen grandes en el designio de Dios, crecen en la
capacidad de amar, de perdonar, a la manera como Dios perdona y ama.
Y como Esposa del Espíritu Santo
también es referencia para nosotros. Entonces, se concierte en un espejo de la
Iglesia. La Virgen es el espejo en el que cada uno de nosotros podemos ver la
belleza de la vocación a la que todos hemos sido llamados. Cuando yo entraba se
estaba dando la Comunión de la Eucaristía anterior, aquí en la Basílica. De
aquí a un momento, el Señor se repartirá humildemente como alimento, como pan,
para sostener nuestras vidas, para sostener nuestras vidas de nuevo dándonos su
Espíritu Santo para que seamos uno con Él, hijos en el Hijo.
¿Cuál es la belleza a la que el
Señor nos llama a cada uno? La belleza de la Virgen. ¿Cuál es la vocación que
resume todas las vocaciones? La de la Virgen. ¿Dónde podemos reconocer nuestro
destino? ¿Cuál es nuestro destino: un hospital de la Seguridad Social? Pasaremos
por ellos, seguro. ¿Cuál es nuestro destino el silencio y el olvido de los
cementerios? No. Nuestro destino es la gloria del Hijo de Dios. Nuestro destino
es Dios, donde Ella ya participa resplandeciente de belleza. Dios mío, la
Virgen no estaba así con su hijo en las rodillas, con su hijo muerto. La Virgen
era una mujer casi, a lo mejor, medio escondida en ese momento para poder estar
cerca de la cruz de su hijo, con un manto probablemente lleno de polvo y no
especialmente limpio en aquel momento junto a la cruz, viviendo el dolor más
grande que un corazón de madre haya podido conocer jamás. Pero la vestimos de reina.
¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que la historia no terminaba en la cruz
para Jesús. La historia empezaba para todos nosotros con la muerte, con el
misterio pascual de Cristo. Empezaba para la humanidad un alba nueva, una
humanidad nueva. Y Ella, que es la perla, y el comienzo, y la plenitud de esa
humanidad nueva, goza ya para siempre del triunfo resucitado de su Hijo. Ése es
nuestro destino. Y cuando te vemos a Ti, Madre nuestra, como Reina con tu Hijo muerto en tus brazos,
nosotros sabemos que pasemos por donde pasemos nuestro destino es esa misma
corona, ese mismo manto, esa misma belleza, esa misma gloria que Tú ya gozas,
en nombre nuestro y como principio nuestro en el Cielo, en el Reino de tu Hijo.
Dios mío, que nos acojamos a Ti como
madre; que aprendamos de Ti a ser hijos del Padre; y que nos miremos en Ti para
vivir de acuerdo con nuestro destino, para que podamos vivir cada momento de la
vida con la certeza de que la última palabra nunca la tiene el mal, nunca la
tiene el desamor, nunca la tiene el pecado, nunca la tiene la violencia ni la
muerte. La última palabra la tiene la Misericordia de Dios, que nos ha llamado
a todos a participar del Reino de su Hijo.
Que así sea para mi. Que así sea
para todos vosotros. Que así vivamos todos los días de nuestra vida.
Hacemos profesión de nuestra fe.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
24 de septiembre de 2017
Basílica de Ntra. Sra. de las
Angustias
XXV Domingo del T.O y por la
intención del Cuerpo Hermanos Palieros Hermandad de las Angustias