Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía en la S.I Catedral en el XXVI Domingo del T.O, en la que habló entre otras cosas sobre la verdadera libertad del ser humano.
Fecha: 01/10/2017
Queridísima
Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy queridos
sacerdotes concelebrantes;
amigos
todos:
No es muy difícil traducir al mundo contemporáneo o traducir a escenas de la vida cotidiana de cualquiera de nosotros la parábola, la imagen que usa Jesús en el Evangelio de hoy, del que le dice al padre “sí, sí, ya voy, lo hago, voy”, y sin embargo no va. Y el otro que a lo mejor está su corazón renqueando y protestando, y sin embargo al final termina yendo. No hay que olvidar que esa parábola la dice Jesús a los Sumos Sacerdotes y a los ancianos del pueblo, es decir, a la autoridad religiosa del pueblo de Israel, y se sitúa en una de las batallas que tuvo que dar Jesús constantemente contra un grupo de personas que se sentían que porque ellos poseían la ley ellos la conocían bien. En un pasaje, dice el Evangelio de San Juan, pone en boca de los judíos, delante de Pilatos: nosotros tenemos una ley y sabemos que esa ley tiene que morir, pero esos que no conocen la ley son unos malditos. Así veían –diríamos- unos ciertos judíos a otros. Y es a ese sector, que se siente poseedor de las promesas, poseedor de la ley, conocedor, digamos judíos de “clase A” –el fariseo que oraba en el templo “te doy gracias Señor porque yo cumplo con todos los mandamientos y no como ese publicano que está ahí, mientras que yo pago el diezmo de la menta y del comino, hasta las cosas más minuciosas y más detalladas”-, y sin embargo, dice Jesús, el padre no aceptó, no acogió la oración, la acción de gracias de aquel fariseo (que probablemente decía verdad, pero su corazón se situaba delante de Dios en una gran mentira; la mentira de creer que uno puede pasar factura a Dios, cuando todo lo que somos lo hemos recibido de Él). Mientras que el publicano decía “yo soy un pobre pecador, ten piedad de mí”. Y aquel pecador público que era el publicano, ladrón público –lo mismo que las prostitutas eran mujeres públicamente proscritas de la comunidad del pueblo judío; igual que los publicanos, los jugadores de dados, los pastores también era una profesión proscrita en tiempo de Jesús, de acuerdo con la moralidad y la interpretación farisea de la ley-... Es a eso a lo que se refiere Jesús. Y Jesús viene a reclamar que no son nuestras exterioridades lo que cuenta; que la moral nace del corazón del hombre. El hombre puede hacer muchas obras buenas, y luego decir “Señor, Señor, predicamos en tus plazas”, y dice “no os conozco, apartaos de mí, malvados, porque vuestro corazón está lejos de Dios”.
Es ese mismo contexto, es ese mismo combate, que fue uno de los aspectos que claramente le llevaron a Jesús a la cruz y a la muerte. Ese combate, por la verdad de una moral que sólo nace del corazón, y que a lo mejor no consigue hacer demasiado bien porque el corazón está herido. El publicano cuando decía “Señor, te piedad de mi que soy un pobre pecador” seguramente también tenía razón: era un pecador. Lo mismo que el ladrón, que era una palabra que se usaba en tiempo de Jesús y que usa el historiador Flavio Josefo para referirse a los celotas: un cierto tipo de terroristas que había en Judea en el tiempo de Jesús; aquel asesino que había sido crucificado junto a Jesús (“Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reno”) y hace un acto de fe en el momento mismo de la muerte. Y ese acto de fe, nacido en el corazón, en ese momento en que no hay mentiras, en que no valen las mentiras, no valen los juegos, ni las trampas que le hacemos a Dios constantemente, cuando no vale nada de eso, sólo vale el corazón, Jesús da una batalla infatigable a lo largo de los Evangelios a favor de esa vinculación estrecha entre la verdadera moral y el corazón del hombre, no tanto en las obras exteriores (los fariseos lavaban los platos antes de comer, los purificaban, hacían un montón de gestos, y dice el evangelista San Marcos “seguían otras muchas tradiciones humanas). Jesús dice: “No. Es del corazón humano de donde brotan las envidias, la soberbia, las rapiñas, la lujuria”.
Por lo tanto, qué es lo que quiere Jesús: que nos convirtamos. Pero, ¿qué significa convertirnos? Que cambie nuestro corazón. Pero, ¿sabéis lo que hay detrás? Porque cuando Jesús describe la verdadera moralidad de esta manera, hay dos premisas en las lecturas de hoy. Una, apela a nuestra libertad. Dios no necesita nuestras buenas obras. Dios no necesita que tengamos muchas cualidades. Dios no necesita nuestras cualidades en realidad. Dios sólo necesita nuestro sí. Y el sí lo da la libertad. La lectura de Ezequiel nos había preparado a eso, porque afirma eso frente a una tradición muy larga que había en el mundo antiguo. Los paganos en la antigüedad, muchas de sus oraciones era hacer una lista de los pecados que no habían hecho, para tranquilizar y aplacar la ira de los dioses, conscientes de que la ira de los dioses podía durar por miles generaciones, se pasaba de padres a hijos, hasta tal punto que un pasaje del Antiguo Testamento dice: “que el Señor es misericordioso y que sólo paga la culpa de los padres en la segunda y en la tercera generación”; y a nosotros nos parece: “Dios mío, qué poquita misericordia que pagan los hijos las culpas de los padres” (esa es nuestra reacción ante ese texto, pero hay que comprender el contexto de la religión mesopotámica y de la religión egipcia, donde la ira de Dios quien era maldito de los dioses quedaba maldito él y su descendencia para siempre). Y el profeta Ezequiel, en torno al siglo V antes de Cristo, ¿reclama la libertad? No. Sólo muere el que ha pecado. Nadie más. Y puede ser responsable de ese pecado quien no le ayuda al que tiene cerca y le puede ayudar a que no peque, pero nadie más.
Ese es un reclamo que es único; único de la Tradición judeocristiana y de la Tradición de la Revelación del Antiguo Testamento ya en sus fases más definitivas después del exilio, cuando la experiencia de Dios ha sido purificada a través de tanto sufrimiento como fue la destrucción de Jerusalén y el exilio del pueblo de Israel, en el norte de Mesopotamia, el pueblo de Jerusalén y de Judá, de Benjamín, en Babilonia y, como decía un pasaje del profeta Daniel “ya no tenemos templo, ni sacerdote, ni profeta; no nos queda mas que nuestro espíritu contrito, pero Señor, por tu Nombre, un espíritu contrito Tú no lo rechazas, ten misericordia de nosotros”. Ahí se da una purificación de la experiencia de Dios sin comparación con nada lo que antes había tenido el pueblo de Israel. Y ahí se descubre la libertad del hombre como el alma de la alianza. Dios hace la alianza con un pueblo. Pero lo que quiere no es un siervo, sino un pueblo de hombres libres. Una Esposa que le ama libremente…. si la salvación del hombre es amar a Dios sobre todas las cosas, con todas nuestras energías. No se puede amar a la fuerza. Y tampoco sirve ante Dios amar de mentirijillas, amar para quedar bien. Se puede quedar bien delante del jefe, delante de la opinión pública, de nuestra familia, de la familia política, se puede quedar bien de unos y de otros, pero delante de Dios no.
La libertad a la que apela Cristo es lo único que nos ha sido dado y que tenemos que poner en juego. Porque yo puedo ser frágil en la moderación en el comer, o puedo ser muy frágil en el tema de la pereza, o en temas de la soberbia, de la lujuria, cualquiera de las pasiones humanas, pero mi corazón puede estar anhelando y suplicando al Señor. Y ése es el corazón que Dios ve.
Por lo tanto, las dos cosas inherentes a la experiencia cristiana, a la Revelación de Dios en Cristo, justamente porque en Cristo Dios se revela como amor es la libertad del hombre. Pero una libertad que no es simplemente la libertad moderna. Es una libertad para poder amar. No es una libertad que tiene objeto, porque el amor o es libre o no es amor. Y si estamos hechos para el amor y nuestra vocación es el amor, y nuestra plenitud y nuestra felicidad está en acoger el Amor de Dios y dejar que ese Amor florezca en nuestras vidas y amar desde ese Amor a todos los hombres, eso sólo lo puede hacer un sujeto libre. Por eso, la libertad para el cristianismo es esencial. Pero, para que esa libertad sea esencial, hace falta otra cosa: tener conciencia de que nuestras vidas transcurren en la Presencia de Dios. Es decir, que el único juez de nuestras vidas es Dios. También eso nos hace libres frente a la mirada del mundo con la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Porque el único juicio que nos importa es el de Dios.
Cuando se pierde ese horizonte del juicio de Dios se puede seguir usando la palabra libertad, pero la palabra libertad cambia radicalmente. La palabra libertad, tal y como se usa desde la Revolución Francesa en gran medida, puede servir para justificar cualquier tipo de derecho, cualquier tipo de intereses, que, aunque se emplee la palabra “derecho” para protegerla en algunos casos, muchas veces no es más que la libertad de destruir, la libertad de hacer lo que yo quiera. Es una libertad que destruye, no es una libertad que tiene objeto. Es una libertad negativa. Y por lo tanto es una libertad que sólo lleva a la división. Imaginaros usar ese concepto de libertad en un matrimonio, en una familia, en un pueblo. Como de esa libertad se está hablando mucho en estos días, me parece que no es inútil subrayar que hay una manera de entender la libertad que sólo lleva a la desunión, a la desintegración; que si cualquiera de nosotros apelamos a ese mismo concepto de libertad que usan, por ejemplo, las mujeres favorables al aborto (no digo que hayan abortado, que son muchas veces víctimas de la presión ambiental o ciertamente siempre portadoras de un sufrimiento inmenso), quienes defienden ideológicamente la cuestión del aborto apelan a una libertad (“porque mi cuerpo es mío y hago con él lo que quiero”)… si yo no soy mío, es decir, necesito la conciencia de que mi vida transcurre en la Presencia de Dios.
¿Sabéis cuál es la suprema libertad? La que nos hablaba la Carta a los Filipenses: la libertad de hijo de Dios, que siendo igual a Dios no tiene eso algo de ser retenido, sino que se despoja de su dignidad y de su gloria, para tomar la condición de esclavo y hacerse servidor de sus criaturas: siervo de sus siervos. Esa es la libertad más grande. Ahí es donde Dios se revela verdaderamente más grande. No en los actos de poder esplendorosos, sino en esa capacidad de disponer de uno mismo sólo se puede dar a sí mismo quien es dueño de sí mismo. Eso es lo que significa ser libre: quien sabe para qué sirve la vida que se me ha dado y usa de ella en función de construir el amor mutuo, una comunión de personas, un pueblo de amigos, una ciudad de hermanos.
Que el Señor nos deje, a la luz de Cristo, asomarnos un poquito a este misterio de libertad que somos. Pero que la libertad no es lo último. La libertad está en función del amor, sólo que el amor verdadero a Dios o a los hermanos exige ser dueño de uno mismo, y no basta con intereses. Los intereses rompen. Se puede usar la palabra libertad pero no es libertad lo que se defiende, son otras cosas.
A nadie se os oculta que estamos en un día especialmente delicado en nuestra patria y que algo tienen que ve con las cosas que salen en el trasfondo de la Escritura cuando las miramos con seriedad.
Que Dios nos conceda a todos la sabiduría, la fortaleza, la libertad y el construir, con todos nuestros medios, una paz verdadera y no sólo una paz aparente. Entre todos nosotros, empezando por nuestras familias, por nuestros lugares de trabajo, y extendiéndose realmente a todos los hombres sin excepción, también a nuestros enemigos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de
Granada
1 de octubre
de 2017
S. I
Catedral
XXVI Domingo
del T.O