Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía del XXVII Domingo del Tiempo Ordinario celebrada en la S.I Catedral, en la que, entre otras cosas, habló de la situación en Cataluña.
Fecha: 08/10/2017
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa
amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos pueri cantores, veteranos y
menos veteranos:
Dios mío, cómo cambiaría el mundo si
nosotros fuésemos todos mejores administradores de la viña. Si la viña que el
Señor ha puesto en nuestras manos es la vida divina…, Jesús en su discurso de
despedida en la Ultima Cena se comparó con la vid y nosotros con sarmientos de
esa vid, sarmientos unidos por los que corre la misma savia por los que corre
la vid.
Y el Evangelio de hoy es una buena
noticia, porque el Evangelio es siempre una buena noticia. Pero es de lo que
nos sacuden un poco para reclamar nuestra libertad y nuestra respuesta. Porque
es verdad que el pueblo de Israel recibió las promesas, la Presencia del Señor,
que lo guió por el desierto y a lo largo de su historia, incluso en los
momentos que parecían más negros, y que sin embargo no se hizo digno o se hizo
tan indigno al no acoger a los profetas y luego al Señor, que la viña fue dada
a otros viñadores. Esos otros viñadores es la Iglesia que nace del costado
abierto de Cristo. Pero siempre cabe preguntarnos. Nosotros sabemos que esa
Iglesia permanecerá hasta el fin de los tiempos, y permanece y se extiende por
partes del mundo que nosotros no nos imaginamos. Y sin embargo, hay otras
partes donde nos parece que nuestra presencia está en plena implosión como si disminuyera.
Tenemos la certeza de que el Señor es fiel, aunque nosotros no lo seamos.
¿Si nosotros fuéramos la Iglesia que
estamos llamados a ser? ¿Si nosotros fuéramos realmente un pueblo unido en
torno a Cristo? Si en nosotros, en nuestro afecto, en el modo de nuestras
relaciones, en nuestro sentido de familia, fuéramos esa cosecha que la gente
pudiera decir…
La misión no es una difusión
ideológica del cristianismo. El cristianismo sólo crece de una manera y es
cuando la gente ve a los cristianos y dice “yo quiero ser como esos”. A
nosotros nos ven como cristianos. Se hace patente en nuestro modo de trabajar,
en nuestro modo de relacionarnos, en nuestro modo de vivir que somos
cristianos; que llevamos una vida de hijos de Dios; que vivimos felices, contentos,
de ser hijos de Dios, de formar la familia de los hijos de Dios, de ser este
pueblo reunido de todos los pueblos, como a los primeros cristianos les gustaba
decir.
El Evangelio de hoy nos pone esa
pregunta delante de nuestros ojos, delante de nuestro corazón, delante de
nuestra libertad. Y cuando leo este Evangelio me viene otra Palabra de Jesús: “Cuando
el Hijo del hombre vuelva, ¿encontrará esta fe en la tierra?”.
Los síntomas de la cultura de la
muerte de una humanidad que se deteriora que vemos todos los días delante de
nosotros, que nos damos cuenta en las
propias relaciones humanas de un verdadero deterioro de nuestra humanidad, no
tienen su raíz última en que nosotros cristianos no somos la imagen de una vida
redimida, de una vida rescatada por Cristo del poder, del pecado, de los
intereses, de las mentiras, de las pasiones, para vivir una vida nueva, en la
que –como dice San Pablo, recogiendo un rasgo esencial del acontecimiento
cristiano- “ya no hay judío, ni gentil, ni griego, ni bárbaro, ni esclavo, ni
libre, ni hombre, ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús”. No se puede
decir de manera más condensada cómo la experiencia de Cristo cuando es
verdadera hace saltar todas las divisiones humanas que los hombres tendemos,
por obra del Enemigo, de nuestra naturaleza humana, a levantar siempre unos y
otros: muros, divisiones, separaciones, de clase social, de lengua (las lenguas
sirven para comunicarse; hoy es fácil usarlas para dividir a unos hombres de
otros). Las naciones: en el mundo precristiano la nación era la suprema
pertenencia, porque incluso las religiones eran un instrumento de las naciones
para mantener su identidad nacional. En el imperio Romano, en el Imperio persa,
y en otras entidades políticas de la antigüedad. El cristianismo hace saltar
eso el día de Pentecostés. “Partos, griegos, medos, elamitas, habitantes de
Siria, de Cirene, todos sois uno en Cristo Jesús”.
El Evangelio de hoy nos reclama decir
cómo podríamos ser una Iglesia donde los hombres puedan reconocer en nosotros
una buena cosecha, de esas que –como dice un pasaje del Antiguo Testamento-
cuando pasa al lado y la ve la gente dicen “que Dios te bendiga”. Qué explosión
de humanidad es nuestro cristianismo. Lo es. Tenemos el tesoro en nuestras
manos. Tenemos la perla preciosa en nuestras manos.
Muchos de nosotros vamos a recibir
al Hijo de Dios. Tenemos la vida divina en nuestras manos. Tenemos la vida del
Dios que es Amor. Y amor sin límites y amor sin condiciones en nuestras manos.
La pregunta no es la dignidad que se nos da, sino qué hemos hecho con ese
tesoro, qué hacemos todos los días con ese tesoro. El Señor es misericordioso.
Por lo tanto, si decimos “qué desastre”, no es para que nos flagelemos. Nunca.
Siempre que nos flagelamos así hay que sospechar que viene del Enemigo, no
viene de Dios. Si nos damos cuenta de que hemos defraudado la vida que el Señor
ha puesto en nosotros, la única respuesta es, como el publicano aquel del final
del templo, “Señor, ten piedad de mi que soy un pobre pecador”. Ten piedad de
nosotros. Ten piedad de tu pueblo. Como decía también el pueblo de Israel en
uno de sus momentos de angustia, no porque nosotros lo merezcamos, sino por
amor a tu Nombre, por amor a tu Fidelidad. Conviértenos y que brille en
nosotros la potencia de esa vida llena de Amor, que Tú haces florecer en tu
pueblo. Y que eso sea visible. Que no sean sólo realidades interiores. Que no
sea una cosa espiritual, sino que podamos expresarlo, vivirlo, y no sólo en un
momento de una procesión, en un momento de una presencia pública más
significativa, o no sólo en el interior del templo, sino en la vida cotidiana,
en los lugares donde nuestra vida se desenvuelve (en las terrazas, en los
lugares de trabajo, en la vida de vecindad, en la familia o en el pueblo).
Donde estemos si somos esa criatura nueva en Cristo.
A nadie se nos oculta que estamos
celebrando esta Eucaristía en un domingo marcado por una preocupación muy
grande, y esa preocupación es la posibilidad de una secesión, de la
proclamación de una independencia de una parte de España, o por parte de los
políticos que rigen una parte de España. Y con las posibilidades de unos
sufrimientos inmensos para cientos de miles o para millones de familias.
No quiero hacer ni tengo interés en
hacer ningún discurso que pueda sonar extraño al lugar donde estamos, y extraño
a mi misión de pastor, y extraño a la fe. El Papa ha sido muy claro y lo ha
dicho en dos frases. La Iglesia no concibe una secesión a menos que haya habido
una ocupación colonialista previa. La autonomía se explica perfectamente cuando
ha habido eso. Que no es el caso nuestro. Por lo tanto, la secesión no es
moralmente defendible.
Nos damos cuenta todos de que, en
estas situaciones, las ideologías proliferan como los virus en los hospitales.
Y es lo más fácil, porque son soluciones fáciles, o recetas fáciles, en los
momentos de dificultad. Y de las ideologías siempre hay personas que se
aprovechan en beneficio propio, del propio grupo, y a río revuelto, etc. Que si
percibimos hay una realidad ideológica que se impone y que no es justo, no nos
defendamos de ella o no luchemos contra ella poniéndonos al mismo nivel
defendiendo otra realidad ideológica. Que caigamos en la cuenta de que en el
momento en que hay un conflicto la primera víctima es siempre la verdad. Y
muchas noticias que circulan por un lado y por otro tienden a ser mentirosas. A
mí me llegó una de la profanación de una Iglesia, que se había atado a las
personas que estaban rezando, que se había profanado la Custodia… Era mentira.
Y se estaba pidiendo que eso circulase por los móviles libremente. Se pedía que
circulase. No cedamos. No dejemos que las pasiones nos peguen a respuestas o a
comprensiones del problema que serían puramente ideológicas.
Nosotros tenemos motivos morales,
estrictamente morales, para tratar de fomentar la unión. Y no sólo con los
catalanes: con los malasios, con los indonesios, con los paraguayos, con los
ecuatorianos, con los esquimales, con los de la República Centroafricana, con
todos los hombres. Porque eso va en la naturaleza del corazón cristiano.
Tenemos motivos para sostener la unidad, porque la deseamos con todos. Tenemos
también motivos de fe, para sostenerla. Y no sólo porque un montón de las familias
catalanas son miembros de mi Cuerpo, de ese Cuerpo que es el Cuerpo de Cristo.
Son miembros del Cuerpo místico de Cristo. Son miembros míos.
Hoy estamos recibiendo aquí a
Cristo, y ellos, muchos de ellos, cientos de miles de ellos, reciben el mismo
Cristo. ¿Cómo podemos estar enfrentados? No es posible. Que será muy difícil
entenderse, dialogar, escucharse, precisamente porque las pasiones están muy
disparadas. Hagámoslo posible si hay un hilo que nos pueda acercar a un hermano
nuestro, y en todo caso que nunca dejemos de considerar, incluso a quienes nos
odian, incluso a los enemigos… yo deseo ser amigos de ellos, ellos pueden no
desear ser amigos míos. Estamos hechos para el mismo Cielo. Somos hijos del
mismo Padre, para vivir como hijos del mismo Padre, para vivir como hermanos.
Estamos hecho para escucharnos, para aprender de lo que haya de verdad en lo que cada uno de nosotros pueda decir. Y
corregir con paciencia y con afecto lo que haya de mentira, pero hay que
mostrar el afecto. Desde el afecto se puede corregir; desde el odio, o desde el
odio reactivo, no se corrige nada, sólo hace incrementar la división.
Pidamos al Señor ser instrumentos.
Supliquémosle que todos los que conocemos a Cristo podamos ser instrumentos de
la paz. La lectura de San Pablo nos dirá: presentad al Señor vuestras
oraciones, y el Dios de la paz os escuchará.
Hoy, Señor, te presentamos nuestras
oraciones por la paz en España y por la paz en el mundo, que está amenazada;
que hay muchos intereses en las guerras y en los conflictos y en fomentar todo
tipo de divisiones entre los hombres. Allí donde sea posible seamos nosotros un
foco de resistencia a esos intereses, justo porque somos hijos de Dios,
miembros del Cuerpo de Cristo y deseamos el bien de todos los hombres, incluso
de aquellos que nos odian, incluso de aquellos que no nos aman. Deseamos el
bien de todos. Y ahí danos, Señor, fortaleza; danos, Señor, un amor invencible,
un amor como el tuyo, como el que nosotros necesitamos y tenemos de Ti siempre.
Que así sea.
Hacemos profesión de nuestra fe.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
8 de octubre de 2017
S. I Catedral de Granada