Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía del 28 Domingo del T.O en la S.I Catedral, en la que habla del banquete de bodas que es el Cielo, Dios mismo, al que todos estamos llamados a participar.
Fecha: 15/10/2017
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios, que se reúne para celebrar la Resurrección del Señor en este día que le pertenece al Señor, este día dominical, en este domingo;
muy queridos sacerdotes
concelebrantes y amigos todos, amigos y hermanos;
¡Qué alegría tan grande el que
nosotros somos de esos invitados a la boda que fuimos llamados por los caminos!
Buenos y malos: el Señor nos llamó a todos.
Es curioso que en todas las bodas de
las que habla Jesús en el Evangelio casi nunca, nunca de hecho, se habla de la
Esposa, sólo se habla del Esposo. Y es porque Jesús está hablando de sí mismo.
En realidad, ¿quién es ese Rey que quiso hacer un banquete de bodas para la
boda de su Hijo? Dios. ¿Y quién es el hijo cuyas bodas se están celebrando, se
iban a celebrar, se estaban celebrando de hecho? La Encarnación del Hijo de
Dios, que la Iglesia ha entendido siempre como una inefable boda; la boda que
consagra el amor infinito de Dios, el amor, más fuerte que la muerte, de Dios
por su criatura: el hombre. “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio
Hijo”. Ésa es la fiesta de bodas a la que se está refiriendo Jesús. Y de hecho,
cuando una vez le preguntaron -dicen los Evangelios sinópticos que le
preguntaron unos- “¡los discípulos de los fariseos ayunan un montón! (y en
Oriente se ayuna con bastante frecuencia, y la práctica del pueblo judío era
muy frecuente el ayuno y los discípulos de Juan Bautista también ayunaban); y
dicen: “Y los tuyos no ayunan”. “Es que están de boda”, les vino a decir el
Señor. “¿Es que pueden los amigos del novio…?”. Los amigos del novio, a veces,
entre nosotros es difícil, pero no tienen la función que tenían en las bodas
del tiempo de Jesús, y que han tenido en las bodas beduinas hasta que en
Palestina entraron las costumbres modernas occidentales. Hay un grupo de
personas que son las amigas de la novia y que están preparando a la novia justo
para la celebración de la boda y luego la acompañan o esperan en la tienda
donde se va a consumar después el matrimonio mientras terminan las
negociaciones en la tienda de los padres. Y están los amigos del novio, que acompañaban
al novio y esperan en la puerta de la tienda del novio mientras duran las
negociaciones, y luego acompañan al novio y a la novia a la tienda donde van a
quedarse los dos, y es entonces cuando empieza, por así decir, la fiesta
propiamente dicha. Y entre los amigos del novio hay uno que tiene un papel
especial, que Juan Bautista se aplicará a sí mismo. Le preguntan en un momento:
“¿Tú quién eres, tú eres el que ha de venir? Dice: “El que tiene a la Esposa es
el Esposo, pero el amigo del Esposo se alegra cuando oye la voz del Esposo” (cuando
el esposo ya sale de la tienda donde se ha estado negociando la dote el mismo
día, la víspera de la boda, propiamente dicha, y se oye ya la voz del novio que
sale, y salen para ir en el cortejo hasta la celebración de la boda). Jesús
dice: “¿Es que los amigos del novio pueden ayunar cuando el novio está con
ellos?”. Están de fiesta. Están de banquete de bodas. En un banquete de bodas
no se ayuna.
Todas estas palabras de Jesús dicen
algo muy grande, porque se está presentando en ellas, de una manera indirecta.
Jesús no dijo nunca: “Yo soy Dios”. Le hubieran matado allí mismo, apedreándole
directamente. Pero esa manera de hablar de Sí mismo como el Esposo, de
presentarse… Habéis visto cómo el profeta Isaías habla “yo prepararé en este
monte un banquete de vinos generosos, de manjares suculentos” se está
refiriendo justamente a un banquete de bodas. Y ese banquete de bodas ha
empezado con la Encarnación del Hijo de Dios. Incluso a las alusiones de la
parábola, aquellos que no eran dignos de ser invitados a aquella boda, se está
refiriendo a aquéllos que no escucharon la voz de Jesús; que rechazaron los
signos que hacía Jesús; que rechazaron el poder salvador que salía de Jesús;
que estaba, que habitaba en Jesús y que comunicaba a todo aquél que quería
acogerlo, y no fueron dignos. Entonces, mandó a sus criados y dijo: “Id a los
caminos y traed a todos, buenos y malos”. Sólo hay una condición que señala la
parábola al final: la penitencia. El traje de bodas es la penitencia, es el
deseo de conversión, nada más; es el deseo de ser acogido, es la oración del
publicano –“ten piedad de mí, Señor, que soy un pobre pecador”-, y la boda del
Señor está abierta para nosotros.
El banquete de bodas final es el Cielo,
es el Paraíso, ciudad preciosa en la que ya no habrá lámpara, ni luz del día,
ni luminarias en el día y en la noche, porque el Cordero es la luz de esa
ciudad, donde todo será gozo, donde el Señor enjugará las lágrimas de nuestros
ojos (nueva alusión al pasaje de Isaías que hemos leído). Mientras estamos en
esta vida, estamos en el valle de lágrimas, donde viven los desterrados hijos
de Eva, pero somos invitados a la boda, y la boda nos aguarda, y la boda nos
espera, la fiesta de bodas. Casi siempre que se dice lo de “no eran dignos de
la boda” si uno lo analiza, suena un poco raro: no eran dignos del banquete de
bodas o de la fiesta de bodas. Es a lo que se refiere. Dignos de la fiesta de bodas.
Esa fiesta de bodas es el Paraíso y
el Señor nos llama a todos a participar del Paraíso. La única condición es
desear ser acogidos en el corazón de Dios. Para esa boda no tenemos que hacer
méritos, tenemos que, simplemente, desear que el Señor nos acoja; que el Señor
nos purifique de nuestros pecados; que cambie de nosotros el corazón de piedra,
lo cambie en un corazón de carne. Señor, que tengas misericordia de nosotros. Ninguno
somos dignos de esa boda en la que tu Hijo es el Esposo y en la que la Iglesia,
es decir, cada uno de nosotros, recibimos el amor infinito de ese Esposo y la
vida que ese Esposo es capaz de comunicar. Santo Dios, podría haber escogido
imágenes que nosotros habríamos entendido con más facilidad; con menos
facilidad, pero que serían más familiares: tenéis que ser buenos.
El Señor nos habla de un amor. El
Evangelio es Evangelio porque nos habla de ese Amor. De ese Amor irredento,
invencible, que no se deja vencer. Cuidado que es espeso a veces el mal de los
hombres, cuidado que es espeso el mal de nuestro corazón, las envidias, los
egoísmos, las ambiciones, las luchas de poder, la avaricia, cuidado que es
espeso eso. Y sin embargo, el Señor, conociendo eso, no porque lo desconocía,
como pasa a veces en las bodas de este mundo (es que mi novio era así, no sabía
que mi novia era así)… el Señor sabía perfectamente quién era su novia, y no se
ha avergonzado de nosotros, y no se ha avergonzado de ir a la cruz por nosotros,
y ha explicado la cruz también en términos de alianza y de matrimonio: “Tomad,
comed, éste es mi Cuerpo que se entrega por vosotros”. Eso es lo que un buen
esposo le dice a su esposa. Él entrega su vida por Ella. Y eso es lo que el
Señor nos dice a nosotros. De hecho, ese banquete de bodas del Paraíso, de una
manera simbólica, si queréis misteriosa, no misteriosa por oscura, sino porque
nos acercamos a esa realidad con temor y temblor de pura belleza, de pura
grandeza, estremecidos de poder ser partícipes de un amor tan grande, eso se
repite y se renueva en cada Eucaristía.
Es curioso, la traducción española lo
pierde, pero ya algunos me lo habéis oído decir muchas veces: “Dichosos los
invitados a la Cena del Señor” es una malísima y pobrísima traducción del texto,
que es una cita del pasaje del Apocalipsis donde el ángel le dice a Juan “Ven,
que te voy a enseñar el banquete de bodas del Cordero”, y le enseña el Cielo. ¿Qué
es lo que dice el sacerdote cuando levanta para comulgar?: “Dichosos los invitados
al banquete de bodas del Cordero”. O sea, el banquete de bodas del Cordero, que
tendrá todo su esplendor y que llenará, y hará rebosar de alegría, y de gozo, y
de cánticos, nuestras vidas en el Cielo, es decir, en Dios, de una manera
misteriosa se anticipa aquí, porque Dios está ya con nosotros. Es verdad que
seguimos teniendo dolores de huesos y tenemos que ir a la Seguridad Social de
vez en cuando; es verdad que vivimos en un mundo donde el pecado nos amenaza
siempre, por fuera y por dentro, y donde no pocas veces el Enemigo nos hace
morder el polvo, y acudimos al Señor, tenemos que acudir al Señor pidiéndole
perdón y volviéndonos a poner el vestido del traje de bodas. Pero también es
verdad que somos invitados cotidianamente a la vida de Dios. Y en ese sentido
el Cielo está ya aquí en la tierra. Me siguen doliendo los huesos, me sigue doliendo
el daño que me hicieron, me sigue doliendo el daño que yo he hecho, me sigue
doliendo todo lo que le puede doler a un hombre en la vida, y sin embargo yo ya
te tengo a Ti, Señor, y sé que tu amor es fiel. Y eso cambia la mirada, cambia
el corazón y cambia la vida. Y ese cambio se llama cristianismo, así de
sencillo. La experiencia de ese cambio, que produce la certeza y la experiencia
del Amor de Dios, se llama cristianismo.
Mis queridos hermanos, somos
invitados a la boda. No podemos mas que rebosar de gratitud por un amor fiel, que
no se cansa de nosotros, que no se aburre con nuestras pequeñas cosas, que no
siente una fatiga, sino que Dios es mas Dios precisamente porque nos ama, y
porque no se cansa de amarnos, y porque no se echa atrás ante nuestra miseria y
ante nuestro mal. Cómo no dar gracias, cómo no adorar, cómo no decir qué dicha
la nuestra (“dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen”).
Dichosos nosotros que somos invitados al banquete de bodas del Cordero, pero no
como invitados que asisten a la boda de otros. Ese banquete es la boda misma de
Dios con nosotros, donde Él se nos ofrece como alimento, como comida, donde Él
nos da su vida para que nosotros participemos de la suya, y así nuestra vida
sea hermosa, floreciente, fecunda, llena de alegría y de gozo.
Que el Señor nos permita
experimentar y vivir en ese gozo y que, sobre todo, en los tiempos de prueba, o
en los tiempos de mayor dificultad, en los tiempos donde las circunstancias son
más tomentosas o más difíciles, sepamos que eso es una roca firme donde uno
puede edificar su casa, es decir, su vida. ¿Recordáis aquella palabra de Jesús donde
Él hablaba del hombre que había edificado su casa sobre roca y que ya podían
venir tormentas y vientos y tempestades que aquella casa no se caía? Esas son
nuestras vidas cuando se edifican sobre el amor infinito del Señor.
Señor, que nuestras casas, que
nuestras vidas estén edificadas sobre la roca que es el Amor de tu Hijo, que se
nos ofrece cada día en la Eucaristía, y que aguardamos con una esperanza cierta
apoyados en tu fidelidad para el final de nuestras vidas, para el final de la
historia. Y sabemos que la esperanza en ese Amor no defrauda, porque Tú y tu Misericordia
sois eternos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
15 de octubre de 2017
S.I Catedral de Granada