Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía celebrada en la Catedral en el XXIX Domingo del Tiempo Ordinario y Domingo Mundial de las Misiones (DOMUND), con el lema “Sé valiente. La misión te espera”
Fecha: 22/10/2017
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy
queridos sacerdotes concelebrantes;
miembros de
la Fundación Oriol-Urquijo, que nos acompañáis hoy en este Eucaristía, que sois
hermanos y amigos;
Las Lecturas
de hoy son ricas, demasiado ricas para ser expuestas en unos poco minutos. Y
aún así también son, es cierto, especialmente apropiadas para un momento como
el que estamos viviendo en nuestra patria, y por lo tanto, a la luz de esas Lecturas
podemos obtener actitudes, criterios, criterios de juicio, renovar algunas
categorías de nuestra fe, que tal vez necesitamos justamente en los momentos de
mayor dificultad.
La Primera
Lectura insiste dos o tres veces sobre una experiencia fundamental del pueblo
de Israel pero recogida también en la nueva Ley, recogida por Cristo y recogida
en la vida de la Iglesia. Es el subrayado que hace el profeta cuando dice,
poniéndolo en boca de Dios: “Yo soy el Señor y no hay otro. Yo soy el único
Dios”. Que Dios sea la referencia última, que Dios sea en nuestra vida la
medida y el criterio de todas nuestras otras relaciones, que tienen sus raíces,
su contenido y su plenitud sólo en Él, es algo que está muy lejano de nuestra
experiencia cotidiana, como cristianos en general. Tenemos muchas otras
pertenencias que nos acaloran más, que determinan más nuestra vida. Es cierto,
la palabra Dios cubre conceptos muy bastos, y por lo tanto, también en nuestro
mundo, muy vagos. El Dios cristiano no es el Dios del judaísmo ni siquiera (lo
es en un cierto sentido: hemos recibido del pueblo judío toda la experiencia de
la historia, desde Abraham hasta la Virgen María, pero es verdad que esa
experiencia ha sido transformada y ahondada de tal manera por Jesús que es una
nueva ley. Con la Resurrección de Cristo empieza una nueva Creación y toda
aquella herencia queda transformada de un modo singularísimo, único, del que
muchas veces nosotros no somos conscientes).
El Dios
cristiano tampoco es el Dios del Islam, en absoluto: el Dios que es meramente
el más grande, el más poderoso. Tampoco es el Dios del deísmo, ni de la
modernidad: un Dios que está fuera del mundo creado. Todo lo que somos de bello,
de verdadero, de bueno, incluido nuestro cuerpo, incluida nuestra materia,
incluida la materia del mundo (las montañas, las galaxias), todo participa en
el Ser de Dios. Dios es infinitamente trascendente al mundo, pero Dios no está
fuera del mundo y ése es uno de los dogmas del mundo moderno que tendríamos que
abandonar, una de las fuentes de idolatría que tendríamos que abandonar.
Porque, ¿sabéis lo que pasa cuando uno pierde el culto al Dios verdadero? Que, como
nuestro corazón está hecho para servir, terminamos siempre sirviendo a otros
dioses.
En el mundo
antiguo, los dioses eran siempre los dioses de la nación. Al final, la
pertenencia a la nación era la pertenencia última de todas. Eso queda roto en
Pentecostés, como pertenencia última del hombre. Es curioso que en la mañana de
Pentecostés, el primer día, por así decir, de manifestación pública de la
Iglesia, el autor de los Hechos de los Apóstoles hace una especie de recorrido,
de mapamundi visto desde Jerusalén, del mapamundi al que podía tener acceso un
hombre de la cultura mediterránea en aquel momento, para decir que todos esos
pueblos formamos una sola nación porque participamos del Espíritu del Hijo de
Dios, y ese Espíritu determina nuestra pertenencia. ¿A quién pertenecemos los
cristianos? A Dios. ¿Cuál es nuestra patria? El Cielo. Y fijaros, no se trata
de contraponer esa pertenencia o esa patria a ninguna de las otras. Si se
contraponen, es sólo por un procedimiento, que podríamos decir, pedagógico, de
la misma manera que contrapone Jesús el amor a Él y el amor a los padres, que es
un amor sagrado: “El que ama a su padre o a su madre más que a mi no es digno
de mi”. Dices, ¿es que Jesús no quiere que amemos a los padres? No, en absoluto.
¿Es que quiere Jesús que no amemos nuestro pueblo, nuestra patria, la polis a
la que pertenecemos, la ciudad de la que somos parte, en la que participamos?
(Habría ahí que matizar algunas cosas, porque en el mundo moderno, en el mundo
actual, es discutible, igual que yo diría de lo que es la vida de la
cristiandad, de lo que es la vida de la Iglesia hay retazos, residuos, trozos,
fragmentos sueltos, pero no tenemos una imagen visible también de las patrias,
también de los pueblos. Yo creo que a lo largo del siglo XX se han destruido
tanto que la misma idea de nación son ideas transformadas políticamente al
servicio de organigramas y esquemas de poder, que son los Estados modernos).
Digo
simplemente que o servimos a Dios, o servimos a algunos otros ídolos. Y uno de
los ídolos más grandes es la nación. Y casi es inevitable que cuando hemos
sacado a Dios de la Creación y del mundo, y casi toda la cultura moderna desde
el deísmo para acá, desde los principios de un cierto Renacimiento pagano para
acá, Dios ha estado fuera de la Creación, y por lo tanto, fuera de la realidad.
Ha sido un Ser omnipotente, pero que estaba ahí fuera, del que no participa la
realidad, del que no participamos nosotros, del que no participa nuestro
corazón y nuestro amor por ejemplo, del que no participa nuestra libertad o
nuestra razón. Y de ahí, contraposiciones que han marcado todo el pensamiento
moderno, entre razón y fe, entre fe y razón, entre gracia y libertad, entre Dios y la realidad
misma, que nos han hecho posible a los hombres de hoy percibir a Dios como un
obstáculo, un obstáculo de nuestra libertad, un obstáculo a la realidad. Ahí
hay premisas muy profundas, muy profundas, pero que nos hacen sustituir el Primado
de Dios, del Dios verdadero, del Dios que es Amor, por ídolos. He mencionado
antes algunos de esos ídolos. Menciono otros que son probablemente mucho más
decisivos en nuestra vida. El poeta inglés Elliot, en sus “Coros sobre la roca”
lo mencionaba: “Han sustituido a Dios por
ningún otro Dios y sólo quedan estos tres: el dinero, la lujuria y el
poder”. Dios mío, a esos dioses los servimos con toda nuestra alma, los amamos
como si de ellos dependiera la salvación, nos entregamos con alma y vida
haciendo sacrificios por ellos más que los cartujos han hecho jamás por el Dios
vivo, muchos más. Esos son nuestros ídolos. Esos son nuestros dioses. Ninguno
de ellos tiene el poder de salvarnos. Ninguno de ellos tiene el poder mas que
de devorarnos, que es lo que hacen los ídolos. Y ésa es la lección, la
enseñanza de esta Escritura, sutil si queréis: sólo sirviendo al Dios verdadero
(el Dios verdadero no está en contraposición con nada que somos, el Dios
verdadero nos permite vivir lo que somos, nos permite florecer, el Dios
verdadero no hace libres), servirle a Dios es poder ser libre. Dejar de servir
a Dios significa servir a algún señor humano, a algún ídolo humano, alguna
ideología. Eso es lo más probable a lo que servimos y lo que más fácilmente
servimos en el mundo de las comunicaciones de masas: las ideologías fabricadas
que se venden, que se venden por “todo a cien” y en las que entramos con una
facilidad pasmosa porque nos ahorran el trabajo de pensar y el trabajo de ser
libres.
Recuperar
la primacía de Dios y recuperar un pensamiento serio, riguroso acerca de Dios.
También eso nos permite entender la Palabra de Jesús en el Evangelio: “Dad al
César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. ¿Cómo entendemos muchas
veces eso? Hay una parte de la realidad que pertenece al César, en realidad,
todas las cosas de este mundo, las cosas temporales que llamamos, las cosas no
religiosas. Y a Dios se le da el obsequio religioso, a Dios es a lo que venimos
a darle por lo menos nuestras buenas intenciones, con frecuencia, o nuestro
deseo de que no esté demasiado irritado con nosotros que es lo que le damos a
Dios en el templo.
Dorothy
Day, una periodista norteamericana, activista muy activa, en los años de la Depresión
en el siglo XX, y está en proceso de beatificación, comentaba una vez esta
frase del Evangelio diciendo que cuando a Dios se le da lo que le pertenece, al
César no le queda nada. ¿Por qué? Porque todo pertenece a Dios. Pero en su
frase hay todavía esta contraposición moderna a la que yo me he referido antes.
Lo que Jesús dice es que cuando al César se le da lo que le pertenece, que es
el dinero, su imagen, que lleva grabada la imagen del César, eso no es obstáculo
para que la verdadera imagen, que somos nosotros, que somos imagen de Dios, y
que como somos imagen de Dios llevamos acuñada en nosotros, por así decir,
hasta en nuestra tejidos del alma, de la mente y del cuerpo, la imagen misma
del Hijo de Dios hecho hombre, que es la Revelación suprema de la omnipotencia
y del Amor infinito de Dios; o si queréis,
de la omnipotencia de Dios como Amor infinito, como Amor inefable, como Amor
incondicional.
Dar a Dios
lo que es de Dios es lo que nos permite poner al César en su sitio. Dar a Dios
lo que es de Dios, vivir nuestra relación como imagen de Dios y aprender de
Dios a vivir como imagen suya recibiendo su Espíritu, recibiendo la vida divina
que Él nos comunica, nos permite vivir en esta tierra dando el lugar que le
pertenece a todas esas pertenencias que son buenas (la de la familia, la de la
tribu, la de la polis, la del pueblo, la de la vecindad, la de los amigos, la
de los compañeros de trabajo). Todo adquiere un coloreado nuevo, distinto, mucho
más verdadero cuando a Dios le damos la Primacía, el Señorío sobre la imagen de
Dios, que somos cada uno de nosotros en nuestro corazón.
Seguramente,
es un pensamiento que os ha venido en estas semanas, en estos últimos meses. Pero,
¿no comulgamos los cristianos lo mismo en Cataluña que aquí? ¿Es que comulgar
no significa nada? Esa es nuestra triste realidad. Parece que comulgar no
significa mucho, que es un gesto piadoso, que es un acto de piedad, que es algo
que no determina nuestras vidas, determinan nuestras vidas mucho más otras
cosas: la empresa en la que trabajamos, tal vez la nación o el Estado al que
pertenecemos, mucho más que el hecho de ser miembros los unos de los otros,
miembros del Cuerpo de Cristo. Cuando os decía antes que somos un residuo de
Iglesia, somos un residuo de Iglesia porque no nos sentimos, no tenemos
corporalidad. Lo decía un musulmán importante no hace mucho, a quién le estaban
recordando que el cristianismo tenía el amor y el perdón a los enemigos y
superaba con eso la ley de la venganza. Y él decía, pero todo lo que tenéis es
interior, no se os ve. Somos alma y cuerpo. La vida se juega en el interior. Jesús
insistió mucho que los pensamientos malos nacen del corazón del hombre, pero la
compañía de Jesús y sus discípulos era una compañía visible. La Iglesia hoy
muchas veces no es visible. Hasta educar a los niños los educamos en valores
que son cosas invisibles. Hace falta educarlos en la pertenencia a un Cuerpo. O
la Iglesia recupera algo de Cuerpo o la Iglesia será absolutamente irrelevante
para las cosas de la vida, como un Dios que está fuera de la Creación es
absolutamente irrelevante para el mundo, para la creación, para nada. Es el
Señor de nada en definitiva, aunque usemos la palabra Señor.
Vamos a
pedirLe al Señor que descubramos en nuestras vidas realmente quién es el Señor,
y cómo servir al Señor es la garantía de nuestra libertad, del uso recto de
nuestra razón, del uso recto de nuestra capacidad de amar, de nuestros afectos,
de nuestro corazón. Estamos hechos para Dios y nada nos satisfará hasta que
nuestras vidas puedan encaminarse hacia ese fin último de la vida que es la
participación de la vida divina. Cualquier cosa que sea menos dejará nuestro
corazón insatisfecho. Conocéis la frase todos: “Nos hiciste Señor para Ti y
nuestro corazón andará inquieto…”, vagabundeando en búsqueda de un Señor al que
pertenecer, y con frecuencia pertenecemos a los señores más indignos de quienes
tienen la dignidad de hijos de Dios.
Que el
Señor nos conceda abrir nuestro corazón a esta perspectiva y ponernos en camino
cada uno según la medida de sus posibilidades en esta dirección, no por el bien
de la Iglesia, sólo, ni principalmente siquiera, sino por el bien del mundo,
que sin la presencia visible, reconocible, de un pueblo hecho de todos los
pueblos, del pueblo de hijos de Dios que es la Iglesia, es un mundo que se
corrompe y que no tiene más horizonte que la muerte y rebañar y pelearse unos
contra otros por el trocito de pastel que queramos aprovechar.
+ Javier Martínez
Arzobispo
de Granada
22 de
octubre de 2017
S. I
Catedral