Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía del XXX Domingo del Tiempo Ordinario celebrada en la S.I Catedral.
Fecha: 29/10/2017
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa
amada de Jesucristo; Pueblo santo de Dios;
hermanos y amigos:
La verdad es que el Evangelio de hoy
es tan nítido, tan trasparente en su mensaje que podría dar la impresión de que
no necesita ningún tipo de comentario, de glosa. Ciertamente, cualquier
comentario que podríamos hacer rebajaría la intensidad, la agudeza, la fuerza
que tiene esa respuesta del Señor. ¿Cuál es el primer mandamiento? “Amarás al
Señor tu Dios con todo tu corazón, con todas tus fuerzas, con toda tu alma, con
todo tu ser”. Y el segundo es semejante, está relacionado con el anterior: “Amarás
al prójimo como a ti mismo”.
Está todo dicho. ¿Qué es lo que Dios
espera de nosotros? ¿De qué modo se cumplen nuestros anhelos profundos? De qué
modo encuentra nuestra vida la posibilidad de una plenitud, que todos deseamos
en el fondo de nuestro corazón, que desearíamos poder verla cumplida en
nuestras vidas, que, al mismo tiempo, Dios nos lo pone como la tarea única de
la vida. Si uno se toma en serio estas palabras de Jesús, la vida es para
aprender a querer al Señor y para aprender a querernos unos a otros. Nada más.
Luego, es evidente: todo eso sucede a través de la trama, de los
acontecimientos, siempre pequeños y a la vez siempre inmensamente grandes de
cada día, desde el levantarse hasta preparar la mesa para el desayuno, o saludar
a los compañeros de trabajo, las pequeñas cosas de cada día en las que, sin
embargo, se juega nuestro destino y se juega la eternidad. Cuál es el contenido
de esos días, cuál es el contenido de esos segundos, de esos minutos, de esas
cosas: Señor, aprender a quererte a Ti, aprender a querernos unos a otros.
Tendemos a dar por supuesto que sabemos lo que son esas dos cosas, y ahí es
donde enseguida hacemos agua y nos perdemos fácilmente. Yo creo que no lo
sabemos, honestamente.
Para el hombre moderno, para el
hombre contemporáneo, como fruto de una cultura que ha ido articulándose y
formulándose, y creciendo y emergiendo hasta ser, constituir, el aire que
respiramos, el amor es poco más que un sentimiento que nace en nosotros, que
nace en el sujeto, que nace en el ser humano, que tiene como objeto y como
final otro ser humano, y que se acaba ahí, y no tiene más valor que esa
realidad. Eso hace del amor una realidad terriblemente frágil y muy virtual. Esos
sentimientos pueden producírnoslos, con relativa facilidad, hasta una escena de
cine, y pueden no nacer en absoluto junto a una persona que tenemos todos los
días en el trabajo.
En la Tradición cristiana el amor,
como por otra parte la fe y la esperanza, son realidades divinas, son
realidades infinitamente dotadas de un espesor mucho más grande. No olvidéis,
en el texto que quizás resume de manera más sintética toda la experiencia de
los hombres con Jesús, con los discípulos, la experiencia primera de la
Iglesia, lo que es el acontecimiento cristiano que es la Primera Carta de San
Juan, llega a decir algo que, cuando uno lo piensa en el panorama de la
historia de la cultura y de la historia de su tiempo, y de nuestro tiempo,
parece una monstruosidad (es una monstruosidad): Dios es amor. No que Dios
tiene sentimientos de misericordia, sino que Dios es el Amor. Eso implica que
Dios no sabe hacer otra cosa más que amar; que todo lo que hace es amar; que
todo su Ser consiste en amar; que todo su Ser consiste en darse, se da
enteramente en la generación del Hijo, que recoge toda la vida que recibe del Padre
y se la devuelve en un gesto de amor que también es personal y que recibe el
nombre de Espíritu Santo, ese flujo de amor entre los dos. Pero eso ya pone de
manifiesto que el Ser personal de Dios es un Ser en el que hay una comunidad
inefable de amor.
Y sin embargo, fijaros que, primero
porque somos personas -y no meramente individuos de una especie animal, más o
menos evolucionada, sino que somos seres únicos con una exigencia única de
verdad, de belleza y de bien, con un destino único, con la conciencia de un
destino único-, Dios tiene que ser un Ser personal. Si no, no habría modo de
fundamentar este rasgo de algunas criaturas, los seres humanos, que es nuestra
condición de personas. Y luego como nosotros, en nosotros, hay algo que no deja
reducir el amor a ese sentimiento que yo he descrito hace un momento, es decir,
al sentimiento de atracción por ejemplo que tiene cualquier animal cuando le
ponen por delante un dulce o una galleta, o un hueso, si se trata de un animal
carnívoro, sino que hay un exceso en la vida humana, ese exceso que explica la
belleza del arte, del canto, de la poesía, la necesidad que hay en el ser
humano y en la vida humana de que la vida sea bella, o sólo la capacidad de
crear obras bellas que no tiene ninguna justificación, que no tienen ningún
motivo utilitarista. No se puede comprender adecuadamente la vida humana si no
se deja ese espacio para un exceso casi infinito, casi inagotable, que es la
única razón de ser del arte en todas sus formas y de la exigencia de belleza que
tenemos en la vida, y de la exigencia también de un amor sin límites. Porque
nuestras pasiones o nuestros deseos, digamos más fisiológico o más afectivo,
fácilmente podría saciarse. Nuestra necesidad de ser amados no se sacia jamás.
Y nuestra capacidad de amar, de recibir y de dar amor, tiene algo que no
explica suficientemente ni desde la física ni desde la química, y que sólo se
explica adecuadamente si somos imagen de un Dios que es Amor. Ésa es la
experiencia cristiana. La experiencia cristiana formulada de manera muy
rudimentaria al principio, aunque extraordinariamente potente para quienes lo
vivieron por primera vez. Es la experiencia de que ese amor no es una utopía,
de que ese amor no es una idea, no es ciertamente algo reducible a un
sentimiento, un valor, sino que es algo que ha tomado carne en una Persona y
que se nos da como la comunicación, el don de esa Persona, el don de su
Espíritu Santo. Y ese don genera una
humanidad nueva, genera un pueblo nuevo, genera un modo nuevo de vivir, de
vivir las relaciones entre hombre y mujer, de vivir la amistad, de vivir las
relaciones de trabajo, de vivir las relaciones cívicas en el barrio, en la
vecindad, en el pueblo, en la ciudad.
La fe cristiana en la Trinidad no
es, sin embargo, una deducción de este modo, es decir, como una exigencia,
descubriendo nosotros quiénes somos, nosotros hemos descubierto que Dios
tendría que ser así. Porque hemos conocido a Jesucristo, y Dios en Jesucristo
se nos ha mostrado así, entendemos que hay una luz que puede iluminar toda
nuestra vida, que puede iluminar toda nuestra condición humana.
Pero también eso significa que no
siempre somos, que no tendríamos que escandalizarnos cuando nos descubrimos que
no somos capaces de un amor así; que se nos acaban las fuerzas; que un amor así
está muy por encima de nuestras capacidades. Tendemos a reducir las categorías
cristianas. Nosotros, quizás desde el origen, todos los seres humanos, el amor
lo reducimos a ese sentimiento, la esperanza la reducimos al optimismo, la fe
la reducimos a unas creencias como si fueran cosas que nacen en nosotros, que
terminan en nosotros y que podemos explicar desde nosotros mismos. La fe
cristiana es la adhesión a un Acontecimiento cuya experiencia tiene el poder de
transformar mi corazón y en el que yo no necesito “comerme el coco” para
afirmar la Verdad del Dios Trino, del Dios Padre, Nuestro Señor Jesucristo y de
su Espíritu Santo. Porque veo su obra en mi, y la he visto en la Historia de la
Iglesia, la veo en las personas a las que Dios toca con su Gracia. Veo la
transformación que opera y sé que esa transformación no es fruto de los
cálculos o de las energías, o de las capacidades humanas. La fe cristiana no es
nuestras creencias. Una fe que sólo son creencias no tiene la capacidad de
sostener la vida, no tiene la capacidad de afrontar la vejez, o la enfermedad,
o la muerte, no tiene sobre todo la capacidad de perdonar.
Pero la esperanza cristiana no es
tampoco el optimismo. La esperanza cristiana tiene por objeto a Dios, tiene por
fuente a Dios, es don de Dios y tiene como horizonte la vida eterna. Y esa
esperanza no defrauda, porque uno tiene la esperanza, tiene la certeza del don
que ha recibido, de la Gracia que ha recibido. El poeta Péguy decía en una ocasión,
en una de sus obras dirigiéndose una mujer mayor a Juana de Arco jovencita,
le dice: “Hija mía, para tener esperanza hace falta haber sido objeto de una
gran gracia, hace falta haber sido muy feliz”. El optimismo es otra categoría,
no tiene nada que ver con eso.
La esperanza tiene como fundamento
la experiencia, de nuevo, del don que Dios me hace de su Vida y de la
transformación que ese don opera en nosotros. La felicidad grande, la certeza
de que Quien ha hecho posible esa felicidad, ciertamente, yo puedo confiarle mi
vida, porque mi horizonte, el horizonte de esa vida es la vida eterna, es Dios
mismo. Mi horizonte es Dios. Mi destino es Dios. Mi patria es Dios. La nación a
la que pertenezco es ese pueblo, que ha nacido del costado abierto de Cristo, y
que constituye mi propio cuerpo, mi propio ser, mi propia vida, nuestra propia
vida. Y el amor se inserta en esta misma lógica.
Cuando uno comprende eso, lo que uno
pide humildemente al Señor es Señor, multiplica sobre nosotros los signos de tu
Gracia, haz que vivamos esa experiencia del encuentro contigo, de tal manera
que, efectivamente, nuestra experiencia humana cambie en su raíz, y entonces la
fe y la esperanza y la caridad serán lo que Tú permites que sean; el comienzo
de una vida nueva, en nosotros, que sabemos que nace de Ti y que culmina en Ti,
y en la que nos apoyamos para afrontar esa trama de los acontecimientos de cada
día, traspasada por el perdón. El amor sentimiento es muy difícil que sea capaz
de perdonar porque no hay posibilidad de regenerar el corazón. Se acaba el
sentimiento, se acaba el amor, se rompe el matrimonio, o se rompe la relación
entre los hermanos, entre los compañeros de trabajo. Si el Amor eres Tú, y Tú
eres Amor, siempre es posible comenzar de nuevo, siempre es posible la
regeneración del corazón.
Por eso, Señor, multiplica los
signos de tu Presencia en nosotros. Haz que acojamos con verdad y con sencillez
tu don, tu Vida, tu Amor; que podamos ser hijos tuyos y vivir en esa vida que
nos permite mantener la alegría y mantener la paz en medio de las mil
circunstancias difíciles que la vida tiene, sean las que sean, interiores o
exteriores; que nos permite comenzar de nuevo cuando nos hemos equivocado,
hemos errado, hemos metido la pata, lo hemos hecho mal; cuando se nos ha
acabado nuestra capacidad de amar, Tú nos das la posibilidad siempre de empezar
de nuevo y haces que lo más razonable en nuestro corazón sea la esperanza
cierta de la vida eterna, de una vida contigo y con nuestros hermanos, ya sin
enemigos, ya sin llanto, sin luto, sin dolor, porque Tú eres todo en todas las
cosas y Te desvelas como la consistencia y la plenitud de todos.
Que el Señor nos conceda a todos ese
don. Que podamos vivir como hijos de la luz, como hijos de ese Amor, en medio
de nuestro mundo, en medio de la trama de las cosas de cada día. Que así sea
para todos nosotros.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
29 de octubre de 2017
S.I Catedral de Granada