Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía en la Solemnidad de Todos los Santos, celebrada el 1 de noviembre de 2017 en la S.I Catedral, a la que han asistido seminaristas menores y formadores de los Seminarios Menores de las Provincias Eclesiástic
Fecha: 01/11/2017
Queridísima Iglesia del Señor,
Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes
concelebrantes;
queridos seminaristas;
queridos hermanos y amigos todos:
Esta fiesta es una fiesta preciosa,
llena de luz, llena de gozo. Es una explosión de alegría. En el marco de la liturgia,
en el marco de lo que los cristianos celebramos, de lo que la Iglesia vivimos,
es un gozo inmenso, porque nos pone la mirada, en primer lugar, en que
pertenecemos a un pueblo de santos. Pertenecemos a un pueblo precioso, en el
que hay una innumerable multitud, que nadie podría contar, de toda raza, lengua,
pueblo, nación. Ésa es, mientras vamos de camino, la Iglesia del Señor. Y en el
Cielo aguardamos pertenecer a esa compañía preciosa de los redimidos por la
Sangre, por el amor infinito de Cristo, de todos aquellos que han sido purificados
por ese Amor, acogidos en la comunión y en la vida divina, y a través de la
herida del costado abierto de Cristo. Acogidos en la compañía de Dios, en la
amistad de Dios, en la familia de Dios.
El Señor asumió nuestra carne y
abrió los brazos para abrazar a la humanidad entera. Y en ese abrazo nos
comunica su Espíritu y nos da una vida nueva, la vida de los hijos de Dios. Esa
vida que ya es preciosa aquí. Qué cosa tan grande que somos hijos de Dios. Y no
sólo que lo digamos, no es una palabra bonita –viene a decir San Juan-: lo
somos. Somos hijos de Dios. Y eso que aún no se ha manifestado en plenitud lo
que seremos cuando veamos la Esposa de Cristo, la Jerusalén del Cielo, esa
ciudad, esa patria, esa nación a la que pertenecemos por derecho de conquista,
porque nos ha
-literalmente- conquistado el Señor. Y por eso Le llamamos Señor, porque somos
suyos y, siendo suyos, somos hijos de una vida nueva, miembros de una familia
nueva, partícipes de una comunidad nueva, hecha de todos los hombres. A los
cristianos de los primeros siglos les gustaba decir que la Iglesia era una
nación hecha de todas las naciones, un pueblo hecho de todos los pueblos, una
comunidad en la que la pertenencia a las distintas naciones, o polis, o familias
pasan a ser algo secundario, desde el día de Pentecostés, desde el día primero
de la Iglesia.
Me parece algo relevante a recordar
en este momento. Nuestra pertenencia fundamental para quienes hemos conocido a
Cristo es Cristo. Y es la comunidad de los santos, es la comunidad cristiana,
es el pueblo cristiano, que es la criatura más bella que hay sobre la tierra,
por mucho que en ese pueblo haya heridas, pecados… que los hay. Pero está
siempre la Presencia fiel de Cristo, cuando reconocemos a Cristo como Señor y
Salvador, realmente; cuando reconocemos que su Presencia y su don en nosotros
es lo más precioso que hay, para cualquier hombre, incluso para aquellos que no
lo conocen, incluso para aquellos que creen que eso es una cosa a despreciar o
a eliminar, y que se consideran enemigos de la Iglesia (no son enemigos, la
Iglesia no considera a ningún ser humano como enemigo). Cristo en su abrazo en
la cruz no excluye a nadie. Es más, acoge en ese momento a una persona que,
cuando se decía ladrón en aquella época reflejaba probablemente lo que hoy
llamaríamos un terrorista, y le hace la promesa más bella, simplemente por
haber reconocido que allí estaba Dios de una manera especial, y le pide al
Señor: “Señor, acuérdate de mi”. Basta eso. Y Jesús le hace la promesa:
“Estarás conmigo en el Paraíso”.
Los brazos abiertos de Cristo se
dirigen a todos los hombres. Y el pueblo que nace en Pentecostés es un pueblo
hecho de todas las razas, de todas las naciones. Esta mañana veía yo un vídeo
que me mandaron de unos cristianos de los que tuvieron que abandonar Iraq y que
ahora están, gota a gota, empezando a volver a aquellos pueblos que estuvieron
en propiedad de ISIS. Decían “volvemos a Iraq, volvemos a nuestra patria. Somos
cristianos. No renunciamos a nuestra fe. Todo lo contrario. Volveremos a
construir un pueblo cristiano de donde hemos sido expulsados”.
Es verdad que la Iglesia está hoy en
todo el mundo. Es muy importante recordar esto. Y recordar también que la fe es
menos una serie de creencias que una pertenencia. Los apóstoles, cuando el
Señor se despidió de ellos, no sabían muchas cosas de las que sabemos hoy por
veinte siglos de Tradición cristiana, y por veinte siglos en que la Iglesia ha
ido precisando, articulando y enriqueciendo la experiencia de la fe. Pero, ¿qué
es lo que tenían los apóstoles? El Espíritu Santo y la certeza que también
provenía del Espíritu Santo que el Señor les había dado ya antes de su Pasión:
“Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”.
La pertenencia a Cristo y la
permanencia en aquel grupo es esencial a la experiencia cristiana. No tenemos
mucha conciencia de eso. Pensamos que a veces es afirmar ciertas cosas y negar
otras, aceptar ciertos principios morales y apartarse de otros. No. Pertenecer
a un pueblo. Ojalá los cristianos recuperásemos esa conciencia de que
perteneciendo a esta familia, simplemente acompañando a esta familia en su
caminar, dejándome guiar por los guías que el Señor ha puesto para esta
familia, especialmente por el Santo Padre, caminamos y caminamos. ¿Hacia dónde?
Es el otro aspecto precioso que nos recuerda la fiesta de hoy: el Cielo. El
Cielo no es el azul que vemos, ni es –como se describe muchas veces- un lugar.
De buscar alguna imagen, el Cielo es una ciudad. Una ciudad preciosa. La ciudad
que describe las últimas páginas del Nuevo Testamento: la Esposa del Cordero.
Más en profundidad todavía, el Cielo es Dios. Nuestro Destino es Dios. Nuestro
horizonte es Dios, que ya se nos ha dado en esta vida como compañero, como
viático, como compañero de camino, y de viaje, y hace posible nuestra alegría,
sean cuales sean las circunstancias en las que nosotros vivimos, en las que la
Iglesia vive, o en las que el mundo y las cosas del mundo vive. El Señor está
con nosotros, fielmente. No nos deja jamás.
Tenemos que volver a aprender a
pensar en el Cielo. El ser humano no tiene sus raíces en la evolución. No pasa
nada por admitir la evolución, claro que no. Pero no somos simplemente un mono
más desarrollado que tiene un cerebro un poco más complicado. En absoluto.
Estamos hechos para Dios. Y las
inquietudes de nuestro corazón, y las obras de nuestras manos que nacen de
nuestro corazón (el arte, la poesía, la música, la belleza), nuestra exigencia
profunda, nuestro deseo profundo de amar y de ser amados, de una manera buena,
grande, bella, inagotable, inagotablemente bella, inagotablemente buena, eso es
un horizonte que proviene del Cielo. Esa es la imagen y semejanza de Dios en
nosotros. Y esa imagen y semejanza no ha querido el Señor que se quede
frustrada y vacía, sino que en su Hijo hace que se ilumine nuestra vida, y la
vida del mundo entero, y la vida de la Creación se ilumina entera porque
sabemos que el final de nuestro camino es la Jerusalén del Cielo, el final de
nuestro camino es Dios. Ése es otro aspecto dejado de lado de nuestra fe, igual
que la comunión de los santos que señalaba hace un momento, la pertenencia. Nos
preocupa más a veces la salud. Pensamos que todo lo que tenemos que pedir al
Señor es la salud y que nos prolongue esta vida. Nuestras raíces… nacemos del
Cielo y nacemos para el Cielo. Y a menos que miremos de vez en cuando al Cielo
no sabremos nunca quiénes somos.
Una nota sobre Halloween. La
posibilidad misma del modo como se celebra Halloween en nuestra sociedad nace
de la negación del Cielo, nace del nihilismo, nace del no saber quiénes somos,
nace de la negación de un horizonte a nuestra vida, de un sentido a nuestra
vida. Como fruto de la negación de ese sentido a nuestra vida se afirma la
muerte que en el fondo es virtual, es como si la muerte fuese una broma, como
si la muerte fuera un juego, que es una manera de negar la muerte. De la misma
manera que el resto del año y todos los días vivimos como negando la muerte. Y
el hombre moderno –lo ha dicho más de un pensador de nuestro tiempo- es un
hombre enamorado de la muerte, abrazado a la muerte. Es un hombre que tiene una
fe en la nada (presumen que no tienen fe, pero tienen una fe en la nada). Y de
esa fe en la nada como no permanece más que un temor al hecho de la muerte hay
que negarla de todas maneras. Los zombis son una negación, es como si la muerte
fuera un juego. Y estamos acostumbrados a ver miles de muertes en la
playstation o en las series que vemos, y son muertes virtuales. Y son esas
maneras también de olvidarse que la muerte es un hecho real. Pero un hecho real
que a nosotros no nos da ningún miedo, porque nuestro horizonte no es la
muerte. Pasaremos por ella, pero nuestro horizonte es el Cielo, nuestro
horizonte es Dios. Y a quien ha conocido a Dios no teme a la muerte. No le
asusta. Sencillamente, no le asusta la muerte.
Vamos a dar gracias por la familia a
la que pertenecemos, por el amor de Dios que ha creado esa familia y por la
vida que el Señor nos permite dar. Sois seminaristas y algún día, si Dios
quiere, muchos de vosotros o algunos de vosotros, seréis sacerdotes. Sed conscientes
que vais a vivir en un mundo donde la fe en la nada será la cultura dominante,
y vosotros seréis testigos de algo diferente: de que el ser humano no está solo
y hay una familia preciosa a la que somos invitados a vivir, y vuestras vidas
mismas tienen que mostrar: la preciosidad y la belleza de esa familia, antes
que nada -antes que discursos, antes que ninguna otra cosa-, la belleza, la
experiencia vuestra personal de que vivir en esa familia es lo mejor que a uno
le puede pasar en este mundo. Y como fruto de ese mismo amor de Dios la
conciencia de que nada nos puede hacer daño. Sólo sería un daño verdadero
perder a Jesús, perder a Cristo, perder la vida que Él nos da. Todas las demás
cosas, incluso morirse, no importan demasiado.
Que el Señor nos ayude a vivir este
día y esta experiencia preciosa de ser cristianos, y que nos sostenga en la
alegría de esa experiencia todos los días de nuestra vida, hasta el Cielo.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
1 de noviembre de 2017
Solemnidad de Todos los Santos
S.I Catedral