Carta Pastoral del Arzobispo en el Día de la Iglesia Diocesana, que se celebra el 12 de noviembre de 2017, con el lema "Somos una gran familia contigo".
Fecha: 07/11/2017
Muy querida Iglesia del Señor que peregrina en
Granada,
Queridos religiosos y consagrados, sacerdotes, fieles cristianos laicos,
La
celebración del día de la Iglesia diocesana, el próximo domingo día 12 de
noviembre, es siempre un motivo dichoso de reflexión sobre la naturaleza de
nuestro “ser Iglesia” en este momento de la historia. Es también un motivo de
fiesta para nuestras comunidades que peregrinan unidas a la llamada de Cristo nuestro pastor. El misterio de
la Iglesia, esto es, el misterio de la redención de Cristo, se hace presente en
su integridad, como recuerda el Concilio, en la Iglesia particular o diocesana,
esto es en cada diócesis, donde la sucesión apostólica constituye la garantía
de la contemporaneidad de Cristo en su acción sacramental y en la comunión de
todos, esa comunión que es esencial a la misión que hemos recibido del Señor:
anunciar la alegría del Evangelio a todos los hombres.
La
unidad en la fe y en la caridad son parte esencial de ese “evangelio”, de esa
“buena noticia” que el mundo necesita, aunque no sea consciente de ello. Y tal
vez de manera especial en nuestro mundo de hoy, desgarrado por un deterioro muy
profundo de lo humano, y por unas fuerzas, por unos poderes, que favorecen la dispersión
y la fragmentación de lo humano en todas sus dimensiones.
Aquí
nos es útil retomar la imagen del cuerpo, que San Pablo usa en varias ocasiones
como imagen de la Iglesia (Rom 12, 4-8; 1 Cor 12, 12-30; Ef 1, 22-23; 5, 23 Col
1, 18. 22-24; etc). Y esa imagen tiene en la vida de la Iglesia aplicaciones
diversas, todas igualmente ricas en verdad y en gusto, porque la verdad nunca
es fría y abstracta, sino un atractivo lugar de sosiego para el caminante, esto
es, para nuestros corazones “inquietos”.
La
primera de esas aplicaciones, bella y llena de poder sanador, es que el cuerpo
es siempre el acceso a la persona, a ese misterio insondable y único que es cada
persona, precisamente por ser imagen y semejanza de Dios. El cuerpo es el medio
insuperable de la comunicación entre las personas humanas. Nunca podemos
prescindir de él, ni siquiera en nuestro pensamiento (que también está hecho de
palabras, y por lo tanto, de cosas escritas o habladas). Por otra parte, sin la
persona que lo vivifica y lo anima, que lo hace literalmente “amable”, esto es,
digno de amor, el cuerpo es nada más que un cadáver.
Aplicado
a la Iglesia, este aspecto de la imagen del cuerpo significa, sencillamente,
que la Iglesia es para el mundo el medio y el instrumento del encuentro con
Cristo. Eso implica también que la Iglesia no es nada sin Cristo, pues es
Cristo quien nos da la vida en ella y por ella, y es Cristo quien se une a
nosotros y “vivifica nuestros cuerpos mortales” en ella y por ella. ¡Qué
alegría saber que somos miembros del cuerpo de Cristo! Que, como decía también
San Pablo, “vivo yo, pero no yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20). Y eso
significa también que toda la misión y la razón de ser de la Iglesia, cuerpo de
Cristo, es que en ella —en nosotros— los hombres y las mujeres de nuestro
tiempo puedan encontrar a Cristo. Eso es lo que se quiere decir cuando se dice
que la Iglesia entera es en Cristo
como un sacramento, esto es, como un
signo de la redención de Cristo ya realizada, como una señal que invita y
llama, que atrae hacia Cristo. Atrae porque es el cuerpo de Cristo y en la
medida en que es y vive como cuerpo de Cristo.
Otro
aspecto de la imagen del cuerpo pertinente aquí —y que los textos de San Pablo
subrayan con mucha fuerza—, es la unidad de los diferentes miembros del cuerpo.
Este es un aspecto que subraya especialmente el capítulo 12 de la Primera Carta
a los Corintios. Los miembros del cuerpo son muchos, y no son todos iguales,
pero todos viven a una, todos responden a una, todos actúan a una para bien del
cuerpo. A la alegría de ser en la Iglesia miembros de Cristo, se une la alegría
de ser “miembros los unos de los otros” (Rom 12, 5). Y cada miembro se alegra
del bien de los demás. No quiere el ojo que todo el cuerpo sea ojos, ni las
uñas que todo el cuerpo sea uñas. Cada miembro, y así cada comunidad cristiana,
cada carisma, se alegra de que existan otros miembros, otros carismas, en el
pueblo de Dios, y dese sobre todo el bien del cuerpo. En este caso, el bien del
cuerpo es que la unidad del cuerpo ponga de manifiesto la unidad y el amor de
las personas en el único Dios (“Padre, que todos sean uno… como tú en mí y yo
en ti… para que el mundo crea que tú me has enviado (Jn 17, 21). Cada uno en su
esplendor es reflejo del creador, a la vez que un don inapreciable para el
otro. Cada uno contribuye, “en la comunión del Espíritu Santo”, con sus dones
únicos y hasta con sus límites, a la belleza del cuerpo, al ser del cuerpo en
su plenitud, que en el caso de la Iglesia, aplicando la imagen, significa que
nuestra unidad ha de transparentar, ha de dejar ver, ha de dar a conocer el
amor infinito de Dios a los hombres, al mundo, revelado, entregado en Cristo.
La
belleza de la diversidad de carismas reside en que cada miembro enriquece a la
unidad de la Iglesia sin menoscabo de sí mismo, sino que su luz particular
irradia mayor luminosidad a través de la comunicación de la gracia de la que
todos participan y de la que a la vez se benefician.
Por
último, la imagen preferida, tanto en
el Nuevo Testamento como en el Concilio Vaticano II, de la Iglesia como cuerpo
de Cristo, nos recuerda también que la unidad a la que Cristo y el Espíritu
Santo de Dios nos introducen en y por la Iglesia es una unidad que trasciende
otras “unidades” menores; el “nosotros” en el que somos introducidos es un
nosotros nuevo, la pertenencia en la
que somos acogidos es una pertenencia nueva,
y esa pertenencia es la más grande, la más liberadora, la definitiva, una
pertenencia que trasciende todas las otras pertenencias temporales, provisionales, por más bellas y buenas que sean.
Esa
unidad trasciende, como ya recordaba Jesús en su enseñanza (Mt 10, 37/Lc 14,
26), la pertenencia de la familia temporal,
de nuestra familia humana y carnal, porque por Cristo y en Cristo somos
introducidos en la familia de Dios, somos hechos “hijos en el Hijo”, “herederos
de Dios y coherederos de Cristo” (Rom 8, 15-17). Quien tiene esa unidad
trasciende también todas las pertenencias de nación y de patria, como nos recuerda
ya la primera mañana de la manifestación de la Iglesia en el relato de
Pentecostés. Somos un nuevo “pueblo, hecho de todos los pueblos”, como les
gustaba recordar a los cristianos de los primeros siglos. Y no tenemos aquí
patria o nación permanente, sino que en todas somos forasteros, y cualquier
sitio en que vivamos nos sirve de patria (Carta
a Diogneto). Y eso porque nuestra verdadera patria, el hogar al que de
verdad pertenecemos, es el cielo, donde Dios será “todo en todas las cosas” (1
Cor 15, 28). Ese hogar, es patria, es Dios mismo, el “Dios que es amor” (1 Jn
4, 16). Y mientras tanto, conviene que vivamos como describe la Carta a los
Hebreos que vivían los hombres de fe, “como extraños y forasteros sobre la
tierra”. Y añade: “los que tal dicen van en busca de una patria (…) no aquella
de la que habían salido”, sino que “aspiran a una mejor, a la celestial. Por
eso Dios no se avergüenza de ellos, de ser llamado Dios suyo, pues les tiene
preparada una ciudad…” (Heb 11, 13-16). Esa ciudad es la Jerusalén del cielo,
la esposa del Cordero (Apo 21, 9-27).
Pero
esa ciudad ya existe incoativamente en esta tierra, y ya formamos parte de ella
quienes formamos el cuerpo de Cristo, quienes formamos la Iglesia, quienes nos
alimentamos del Cuerpo del Señor en la Eucaristía. Cristo, el Cordero
degollado, digno de desvelar la entraña y de abrir los sellos de la historia,
ha “comprado con su sangre, para Dios, hombres de toda raza, lengua, pueblo y
nación”, y ha hecho “de ellos para nuestro Dios, un reino de sacerdotes, y
reinan sobre la tierra” (Apo 5, 9-10). Ése es el Cuerpo de Cristo. Esa es la
humanidad nueva.
La
novedad de ese pueblo que es la Iglesia —que es la vida de Cristo en ella—
genera una pertenencia que hace saltar, quitándoles su condición de
pertenencias definitivas, determinantes, todas las otras pertenencias y
distinciones que son meramente obra del hombre, o que, por más justificadas y
nobles que sean, han sido convertidas en divisiones, en separaciones, en
motivos de odio y de resentimiento por obra del pecado. De nuevo, podemos
decirlo con palabras de San Pablo: “Todos los bautizados en Cristo os habéis
revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre
ni mujer; ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3, 27-29). San
Pablo dice esto varias veces, con palabras ligeramente distintas, porque sabe
lo arraigada que está en el hombre la tendencia a dividirnos, a separarnos, a poner
fronteras y levantar muros. “Despojaos del hombre viejo con sus obras, y
revestíos del hombre nuevo, que se va renovando (…) según la imagen de su
Creador, donde ya no hay griego ni judío, circuncisión e incircuncisión;
bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos” (Col 3,
9-11).
Recuperar
la conciencia de Iglesia como Cuerpo de Cristo, volver a meditar estos pasajes
de la Palabra de Dios nos es particularmente necesario en estos momentos de la
vida de la Iglesia y de la historia del mundo, y también de España. Estos
pasajes nos ayudan de cara a las fracturas que se abren entre nosotros, y nos
ayudan de cara a un mundo —el mundo del capitalismo global—, en el que en
cualquier ciudad vivimos personas, hombres y mujeres, de muchos pueblos, de
muchas pertenencias nacionales, lingüísticas, raciales, culturales y
religiosas. Quiera concedernos el Señor que, como Iglesia de Granada, vivamos
desde aquí, desde la mirada y desde el corazón de Cristo, y desde ahí juzguemos
el presente, y desde ahí podamos construir el futuro como hijos de Dios.
Volvemos
al Concilio Vaticano II. En uno de sus textos claves, en uno de sus textos
fundamentales, el Concilio afirmaba que “Cristo es la luz de las naciones”. Y
que la Iglesia es la prolongación en la historia de Cristo y de la obra de
Cristo. “La iglesia es en Cristo como un sacramento o señal de la vocación del
hombre a la íntima unión con Dios y a la unidad de todo el género humano”
(Constitución Lumen Gentium, 1).
Misterio, sacramento: en el lenguaje cristiano son palabras que indican una
realidad creada, corporal, material, temporal, en la que se hace presente lo
eterno, lo definitivo, lo perdurable.
La Iglesia, cuerpo de Cristo, templo del Espíritu Santo, es el regalo más
grande que Dios nos ha hecho; es la criatura más bella de la creación de Dios,
porque Dios mismo habita en ella. Esta es
nuestra fe, es cierto. ¡Pero cuánto
camino no tendremos que hacer, cuánto camino no nos falta por hacer para
recuperarla, para ofrecérsela al mundo —para no vivirla en primer lugar
nosotros mismos— rebajada, adulterada!
Os deseo a todos un feliz domingo en esta
celebración del Día de la Iglesia Diocesana.