II Domingo de Pascua. Ciclo C
Fecha: 18/04/1971. Publicado en: Semanario Diocesano Luz y Vida 632, 6-7
El centro de la fe cristiana es la resurrección de Jesús. En efecto, “si Cristo no ha resucitado -dirá San Pablo- vana es nuestra predicación, vana también nuestra fe”. Somos, en ese caso, los más desgraciados de los hombres. Y es que, si Jesús no resucitó, su doctrina no ha recibido el sello de Dios, las exigencias de su palabra no conducen a la salvación, y su muerte no se diferencia gran cosa de la de tantos nombres que predicaron el bien con unción y buena voluntad… y que también murieron, al fin y al cabo. En cambio, si Jesús ha resucitado, es que El es, como dijo, el Hijo de Dios, y su palabra es verdadera, y su muerte nos ha rescatado del poder de las tinieblas, y en su seguimiento alumbra la más firme de las esperanzas: la de resucitar también con El, si guardamos su palabra.
El evangelio de hoy relata, con hábil y delicado dramatismo, dos apariciones de Jesús a sus discípulos. Ya San Marcos y San Lucas hacían notar que, en general, los discípulos no habían dado crédito al testimonio de las mujeres y de los caminantes de Emaús, cuando afirmaban que Jesús había resucitado de la muerte. Según San Juan, fue el apóstol Tomás quien con mayor obstinación se resistió a creer por el testimonio de otros. “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creeré.” Y Jesús se lo concede. “Trae aquí tu dedo: mira mis manos; y trae aquí tu mano y métela en mi costado. “ Tomás vio y creyó. “Señor mío y Dios mío.” La repentina aparición de Jesús y sus palabras le hacen ver que Jesús está al corriente de su incredulidad, y Tomás hace entonces la más hermosa profesión de fe que se contiene en los evangelios. No era preciso, en realidad, tocar las heridas.
Pero el punto culminante del relato está en las palabras de Jesús: “ ¿Por qué me has visto has creído? ¿Bienaventurados los que sin ver creyeron!” No se trata tanto de un reproche al apóstol incrédulo, cuanto de una advertencia para las generaciones de futuros discípulos. Y es que, en el futuro, quienes crean en Jesús y en su resurrección lo harán siempre apoyados en la palabra de los apóstoles. No les será dado lo que se la dio a Tomás: el poder meter la mano en su costado. Y no es que, a decir verdad, la fe sea para nosotros más difícil que les fue a ellos. Una resurrección es siempre un hecho “sobrenatural”, algo a lo que no estamos acostumbrados los hombres. La obstinación de los discípulos y la incredulidad de Tomás son una buena prueba de ello.
Pero ninguno de nosotros ha visto al Señor resucitado. Nadie ha puesto después el dedo en sus heridas, como condición para creer. Nuestra fe se edifica sobre el testimonio de los apóstoles, sobre la predicación de la Iglesia, que ha guardado para todas las generaciones ese testimonio y esa palabra de los que fueron testigos oculares del triunfo del Señor. Por eso la bienaventuranza de Jesús se dirige a todos nosotros, los que a lo largo del tiempo hemos dado nuestra fe a su testimonio. Los que, como dirá San Pedro en la primera de sus cartas, amáis a Jesucristo sin haberle visto; creéis en El, aunque todavía no le veáis, rebosando de alegría inefable y gloriosa. Por eso, relatos como el de hoy pertenecen a lo más precioso de nuestra fe: en ellos tenemos la prenda de nuestra salvación, y el firme más seguro de nuestra esperanza.
F. Javier Martínez