Homilía en la Eucaristía en el día de la memoria litúrgica de los mártires del siglo XX, en la Jornada de Formación Permanente del Clero, con la asistencia de fieles, en presencia de las reliquias del beato Andrés Molina Muñoz.
Fecha: 06/11/2017
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios, reunido hoy para venerar los restos del beato Andrés Molina, que retornan a su parroquia, para ser depositados allí, venerados allí;
muy querido D. Ángel, sacerdotes
concelebrantes (saludo especialmente a los que sois naturales de aquí: son un
buen grupo, son siete, lo cual habla también de la fecundidad de esta comunidad
cristiana, de esta comunidad parroquial);
familiares de D. Andrés, que habéis
venido de otros lugares;
hermanos y amigos todos:
Es una dulzura el convivir los
hermanos unidos –dice el Salmo-. Es un gozo estar juntos. Y es un gozo estar
juntos para dar gracias a Dios por la glorificación de un hermano nuestro,
nacido de nuestro pueblo, nacido de nuestra carne, como nosotros, sin duda también
portador de cualidades y portador de defectos. Y sin embargo, cuya vida es un
testimonio de que -como dice también otro pasaje de otro Salmo- “Tu Gracia vale
más que la vida”.
Quiero subrayar este aspecto porque
me parece especialmente importante. Nosotros estamos acostumbrados a celebrar a
los artistas, a los grandes -según las medidas del mundo-, a los atletas, que
son triunfadores, que han batido un record. Y diariamente, nuestro espacio
comunicativo está lleno de elogios a personas que han sido destacados de alguna
manera. Espontáneamente, a base de celebrar las cosas así, tendemos en los
santos a celebrar sus virtudes, y además tendemos también fácilmente a tratar
de explicar esas virtudes: nació en una familia muy cristiana, sus padres desde
niño le enseñaron a querer al Señor, era muy bueno… Y los padres con frecuencia
valoramos así a los seres humanos. En los santos, claro que hay virtudes,
virtudes cristianas. Pero las virtudes cristianas nacen todas de la Gracia,
también las que llamamos humanas, porque todo lo que somos lo hemos recibido,
absolutamente todo lo que somos. Ésa ha sido la gran enseñanza verdaderamente
radical de San Agustín. Absolutamente todo: los dones naturales, las
cualidades, las capacidades humanas, incluso la capacidad de desarrollarlas
-porque hay muchas personas en la historia llenas de capacidades y que no han
tenido nunca la posibilidad de desarrollarlas adecuadamente; o las
circunstancias de su vida, o del entorno, o de las personas que lo rodeaban, han
impedido que se desarrollarán-.
Todo lo que somos lo hemos recibido
del Señor. Por lo tanto, quiero decir: no veneramos las cualidades de una
persona. No lo proclamamos, en un cierto sentido, sólo como proclamamos a los
atletas o a los grandes que han triunfado. Claro que elogiamos su fe, sin duda.
Pero la fe es una virtud teologal. Si algo nos ha enseñado el catecismo de
niños, el catecismo de nuestras parroquias, es que la fe es un don de Dios, lo
cual tiene una cosa buena y es que nos impide juzgar a quienes no la tienen,
nos impide ponernos por encima de los que no tienen fe, nos impide mirar a los
hombres que no tienen fe como si nosotros fuéramos superiores, como si nosotros
fuéramos mejores. Cuánto resentimiento el que hay a veces en el mundo contra la
Iglesia, cuánto de ese odio -del que hablaba el Evangelio- nace justo de que
los que no son cristianos perciben en nosotros no la gratitud de haber recibido
un regalo sin ningún mérito nuestro, sino una especie de sentimiento de
superioridad sobre los demás que nos permite juzgarlos. Algo que prohibió el
Señor en el Evangelio: “No juzguéis y no seréis juzgados”. Pero cuántas veces
nosotros nos situamos, y usamos incluso la figura de los santos y la figura de
los mártires para echarles en cara a los que no creen… Cómo puedo yo echar en
cara algo que en mí es un regalo.
Cuando yo voy a la cárcel -suelo ir
una vez al año por lo menos-, siempre, siempre, siempre, siempre, la mirada de
quienes están en la cárcel, que son delincuentes, que algunos me han confesado
a mi mismo, en las ocasiones en las que voy a visitar, el haber cometido un homicidio,
porque te preguntan: ¿pero podrá haberme Dios a mi perdonado cuando uno ha
cometido un homicidio, o más, muchos homicidios? Y les digo: si yo no estoy con
vosotros…, yo no he hecho nada para no ser yo el delincuente, porque yo no he
escogido a los padres que el Señor me dio; yo no he escogido el haber crecido
en un ambiente cristiano; yo no he escogido, me lo ha puesto el Señor; yo no he
escogido las amistades que me han acompañado y que me han sido testimonio en la
fe en mi vida y que me han hecho, en los momentos de dificultad, posible el
saber que, pase lo que pase, Señor, Tú estás presente, Tú triunfas, Tu Amor y
Tu misericordia triunfan sobre todas nuestras mezquindades, sobre todas
nuestras pequeñeces, sobre todos nuestros juicios.
Honrar a un santo (y repito, me
parece muy importante recordarlo y nos olvidamos de recordarlo)… No hace mucho el
Papa Francisco decía: el gran peligro de nuestra Iglesia en estos momentos es
el pelagianismo -nos hablaba José Carlos, hacía referencia él al hablar de San
Agustín-. ¿Qué es el pelagianismo? Pensar que la salvación es una cosa que
hacemos nosotros; que la salvación es un esfuerzo moral que hacemos nosotros. Y
eso lo tenemos metido en la sangre de siglos. Y venimos a la iglesia para aprender
a ser mejores, y para hacer más esfuerzo, y para comprometernos más. Y cuando
miramos a los santos, miramos el ejemplo que nos dan para que nos comprometamos
más. Y cuando hablamos de la fe, hablamos de la fe como si fuera una cosa
subjetiva, algo que nace en nosotros sin la conciencia de que la fe es un don
para todos, sólo por el hecho de que no la hemos inventado nosotros. La hemos
recibido, todos, sin excepción, de nuestras madres, de un pueblo cristiano, de
testimonios vivos de esa comunidad cristiana.
Por lo tanto, venerar a los santos
es venerar el triunfo de la Gracia. En los tiempos de persecución también ha
habido la tendencia de decir “¡vamos a ser mártires!”. Y la Iglesia ha
reprobado eso siempre. El martirio es una Gracia de Dios. No se busca, no se
pretende, se lo encuentra uno. La Gracia se la encuentra uno siempre, no es
fruto de un proyecto humano. Qué equivocado es eso cuando uno dice “yo me voy a
proponer ser santo”. Pero, ¿qué te han enseñado a ti de la fe? Es decir, cuando
uno ha recibido la Gracia lo que Le pide al Señor es “Señor, no me abandones,
que no me pierda”. Es lo que pide la Iglesia cuando ora. O tengo certeza de que
Tu misericordia no me abandonará a pesar de todo, y a pesar de mis pequeñeces, y
a pesar de mis miserias (que son muchas, siempre son muchas, en cualquiera de
nosotros, en unos se ve más en otro se ve menos). Y la distancia entre nosotros
y la vida que el Señor nos da es infinita para todos. Un infinito más largo y
un infinito más pequeño siguen siendo los dos igual de infinitos. Por lo tanto,
nuestra diferencia entre unos y otros es mínima en cuanto a cualidades. No hay
nadie que merezca el Cielo. No hay nadie que merezca –por así decir- la
santidad. Cuando la Iglesia reconoce las Virtudes Heroicas, las virtudes
cristianas, incluso las virtudes morales, son dones de Dios. Es una humanidad
enriquecida, fecundada, hecha bella, hecha floreciente por la Gracia de Dios.
Por lo tanto, hoy damos gracias al
Señor. Y damos gracias al Señor porque nos ha puesto cerca tantos testigos. De
esa manera los testigos serán fecundos. Si hacemos de ellos simplemente ejemplos
a imitar, concibiendo su imitación como un esfuerzo humano para imitar unas
cualidades humanas -aunque esas cualidades humanas sean lo que llamamos fe, lo que llamamos esperanza, lo
que llamamos cualidad, pero lo entendemos como cualidades humanas- estamos
perdidos. Nuestra vida como Iglesia seguirá siendo estéril, no llegará a nadie porque
uno dice “es que tú eres así de bueno” o “es que esta persona es muy buena”. Si
no se trata de ser buenos. Se trata de acoger la Buena Noticia, el don de Dios.
“Si conocieras el don de Dios”. Se lo decía a una mujer que llevaba cinco
maridos, estaba viviendo con uno que no era su marido, y le dice el Señor: “Si
conocieras el don de Dios, tú me pedirías a mi dame de beber”.
Señor, somos hijos tuyos. Nos hemos
criado en la Iglesia. Todos somos -quienes estamos aquí-, todos conocemos,
hemos sido educados en la fe cristiana. Pero a veces es como si nos faltara la
clave. La clave es que la vida cristiana no es algo que hacemos nosotros por Ti;
es algo que Tú haces por nosotros y que nosotros, Señor, si Tú nos das la
gracia, acogemos para vivir gozosos, contentos, rebosantes de alegría y de
gratitud. ¿Por qué se llama la Eucaristía, Eucaristía?, ¿por qué cuando
rezamos, rezamos siempre para dar gracias?, ¿por qué en el funeral de un niño
decimos que “es justo darte gracias” y que “es nuestro deber y salvación”?
cuando ese niño se ha ido de junto a nosotros en la flor de la vida, antes
incluso de florecer quizás en muchos casos. Y sin embargo, Te damos gracias. ¿Cómo
es posible eso? Porque es Tu Gracia la que nos acompaña siempre; es Tu Gracia
la que nos sostiene en la esperanza; es la certeza de que Tu Amor vence a la
muerte, lo que es realmente la roca sobre la que podemos edificar nuestra casa,
es decir, nuestra humanidad. Ser cristiano es poder dar gracias.
José Carlos nos enseñaba cómo San
Agustín nos enseña a no tener miedo a afrontar la muerte y a afrontar las
angustias. Quienes hemos conocido un poco la vida de la Madre Teresa sabemos
que pasó por largas noches oscuras de temor, de silencio de Dios. Pero el miedo
a la muerte no es algo que excluya la santidad. Y eso es una belleza de
enseñanza riquísima de San Agustín. Santa Teresa de Lisieux, Doctora de la
Iglesia, estaba literalmente asediada por el temo, y sin embargo es la santa
del camino pequeño, la santa que enseña justamente a confiar en medio de la
noche, a confiar sin límites. Ése es el camino pequeño: confiar sin límites. Que
todo es gracia. Si uno tuviera que resumir la enseñanza de Teresa de Lisieux:
todo es gracia, todo es gracia.
La Gracia nos “primerea”, dice el
Papa Francisco, una y otra vez. El Señor nos “primerea”. En esto consiste el
amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios. Pero quién es tan presumido, y
tan estúpido, y tan vano como para creerse que nosotros podemos amar a Dios. El
amor consiste en que Dios nos ha amado primero. Y la experiencia de ese Amor
hace, a veces, florecer en nosotros unas gotitas de amor. Y esas gotitas de
amor son tan bellas, pero son fruto de un océano de Amor que nos rodea por
todas partes y que nos precede; que precede al más pequeño gesto de amor que yo
podría hacer, incluso al deseo de hacerlo. “No me desearías -decía el propio San
Agustín- si no me hubieras encontrado”. Si yo soy capaz de desear ser un buen
cristiano, de desear vivir como un hijo de Dios, si yo soy capaz, tengo el
deseo de serlo aunque no lo sea, ese deseo ya es Gracia Tuya, ya es regalo
Tuyo, ya es algo por lo que puedo darTe las gracias, porque quien es capaz de
ver su propio mal ya no pertenece a ese mal, tiene los ojos en otro lugar desde
el que lo puede ver. Quien no ha recibido esa Gracia ni siquiera ve el mal. Y eso
es lo que pasa en nuestro mundo muchas veces. También lo decía un pensador como
Kierkegaard: “El hombre verdaderamente desesperado se nota en que no es capaz
de darse cuanta de que lo está”. Quien es capaz de darse cuenta de la propia
desesperación ya ha recibido una gracia, ya ha recibido un don.
Señor, que toda nuestra vida sea
agradecerte. (…)
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
6 de noviembre de 2017
Parroquia Nuestra Señora de la
Cabeza (Ogíjares)