Homilía de Mons. Martínez en la Eucaristía del I Domingo de Adviento en la S.I Catedral. En la Oración de los fieles se oró por los frutos del viaje apostólico del Papa a Myanmar y Bangladesh, que se celebró del 27 de noviembre al 2 de diciembre.
Fecha: 03/12/2017
Queridísima Iglesia del Señor,
Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
querido sacerdote
concelebrante, Manuel:
(Dirigiéndose
a un grupo de fieles franceses, Mons. Javier Martínez les saluda y expresa su
gratitud por las enseñanzas de dos escritores franceses que han sido
importantes para su vida y para su ministerio: Charles Péguy y George Bernanos).
Hablar del comienzo del Adviento es hablar del
tiempo tal vez más humano de todos los tiempos litúrgicos. Es el tiempo del
deseo. Y el deseo es algo que nos constituye; que nos constituye profundamente.
De hecho, nuestros gozos vienen de cuando vemos ciertos deseos cumplidos, o
cuando vemos cumplirse algo de un deseo cuyo horizonte es siempre infinito. Estamos
llamados a la comunión con Cristo, como decía el pasaje de San Pablo, es decir,
a compartir la vida divina. Y por eso nuestros deseos son infinitos, son
inagotables, nunca se sacian. San Agustín lo decía en una frase que resume todo
el pensamiento cristiano acerca de la vida humana: “Nos hiciste Señor para Ti y
nuestro corazón está siempre inquieto hasta que descanse en Ti”.
También los sufrimientos, las frustraciones,
las heridas, a veces las tragedias en las que nos vemos envueltos en la vida tienen
que ver con deseos que no se cumplen; tienen que ver sobre todo con que ponemos
nuestro deseo en cosas que no son Dios. Como vinculamos nuestra felicidad a que
se cumplan nuestros deseos y lo que deseamos no es Dios, son ídolos. Y los
ídolos nos devoran: el dinero, la salud misma, el tener éxito en la vida, lo
que llamamos “triunfar” en la vida (¿qué es “triunfar” en la vida). Volcamos
energía, hacemos más sacrificios por algunos de esos bienes de los que han
hecho jamás ni los monjes benedictinos, ni los cartujos, ni los trapenses.
Sacrificamos. Y luego, conseguimos esos bienes y nuestro corazón sigue vacío,
porque nuestro corazón sigue inquieto. Cuento la anécdota de alguien cuyo sueño
en la vida era el haber conseguido ser miembro de una gran asociación
científica internacional de mucho prestigio y de mucho peso. Y efectivamente,
lo consiguió. Y apenas un par de meses después su mujer hablaba conmigo y me
decía: “Hemos sacrificado todo en nuestra vida a ese triunfo. Hemos sacrificado
nuestro amor. Hemos sacrificado nuestros hijos, nuestra familia. Hemos
sacrificado todo. Y a mi marido le acaban de diagnosticar alzheimer”. Todo
sacrificado en la vida para un triunfo incapaz de satisfacer lo profundo del
corazón.
Dios mío, lo más rico de la tradición
benedictina ha consistido siempre en saber educar el deseo. Los cistercienses
son los que más explícitamente han hecho eso. Educar el deseo es la educación
más importante de nuestra vida. Aprender a educar el deseo. Si educamos el
deseo, es decir, si nos educamos a distinguir para qué está hecho nuestro
corazón, a reconocerlo y a caminar hacia el objeto de nuestro deseo, ¿cómo
podemos caminar hacia Dios? Como decía la Primera Lectura de hoy: suplicando.
“Ven, Señor”. Ven a nosotros. Rasga tu Cielo y desciende. Que brille tu Rostro
y nos salve.
No podemos mas que suplicar una gracia y vivir
como el mendigo que tiene necesidad de esa gracia, sólo con una diferencia: que
no suplicamos algo que sabemos que no nos va venir o que puede no venirnos. No
sabemos si conseguiremos eso que deseamos. Sabemos que no conseguiremos la
salud siempre, ni eternamente. Sabemos que no siempre nos van a salir las cosas
como hemos planeado. Pero sabemos, con una certeza más grande que el hecho de
existir en este momento, que Dios es fiel, y que no nos va a dejar abandonados.
No sólo eso. Sino que el Señor ya ha venido, ya ha descendido, ya ha rasgado el
Cielo para venir hasta nosotros y nos ha prometido “Yo estoy con vosotros todos
los días hasta el fin del mundo”. Con esa certeza nosotros suplicamos que en
este tiempo de Adviento nos dejemos educar el deseo. Probablemente, la
educación del deseo no está en ningún currículum de ningún plan educativo del
mundo actual en ninguno de los niveles, ni en el nivel de la enseñanza
elemental, ni en la enseñanza secundaria, ni en el nivel de la universidad.
¿Dónde se educa el deseo? Y sin embargo, educar el deseo obliga a educar la
razón y el uso de la razón, a distinguir la verdad de la mentira, no en un
teorema matemático o en un teorema geométrico, pero sí en las cosas de la vida:
en las relaciones humanas, en nuestra relación con el mundo, con la muerte, con
el pasado, con la vida, en el amor. Qué importante es poder distinguir un amor
verdadero de un amor falso. ¿Dónde se nos educa eso? O una amistad verdadera de
una amistad falsa: ¿dónde se nos educa eso?
Educar el deseo significa educar la razón.
Educar el deseo significa educar la libertad, que no es sin más como un
“bloque” que se nos ha dado: somos libres. Somos libres, ¿para qué? La libertad
tiene una meta. La meta de poder adherirse, sin ser constreñidos a ello, al
bien que anhelamos, al amor que anhelamos, al amor que reconocemos como
verdadero, a los bienes que nos sirven y nos ayudan en el camino de la vida.
Por último, educar el deseo significa también
educar el afecto. ¿Cómo se educa el afecto? Educando justamente el deseo y
aprendiendo a reconocer lo que es objeto de nuestro deseo último y objeto menos
último, sólo instrumental, para otras cosas. Y lo que es instrumental darle el
puesto de instrumental, y lo que es definitivo darle el puesto de definitivo.
¿Puesto definitivo? Nada más que a Dios. Lo dice una oración de la misa, que,
precisamente, George Bernanos, había hecho de eso el centro de su pensamiento:
estamos hechos para ser consortes de la divinidad, para participar de la vida
divina. Menos que eso, nada va a llenar nuestro corazón. Pero la vida divina
nos ha sido dada; nos es dada hoy mismo en esta Eucaristía.
Señor, que sepamos acoger tu don. Y que tu don
nos haga tener más sed de ese don y tener más sed de todo aquello que nos
conduce hacia Ti. Y no tener demasiada sed de aquellas cosas que ni sacian
nuestro corazón ni nos acercan de Ti, sino que más bien nos alejan de Ti. Que
así sea para todos nosotros. Y celebraremos así la Navidad llenos de gozo y
cuando no caemos en la cuenta de eso, cada vez tiene menos sentido celebrar la
Navidad. Vamos a proclamar nuestra fe.
+
Javier Martínez
Arzobispo de Granada
3 de diciembre de 2017
S.I Catedral.
I Domingo de Adviento