Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía celebrada en la Catedral en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción, presidida por la Sagrada Imagen de la Patrona de Churriana de la Vega.
Fecha: 08/12/2017
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy queridos miembros de la
Hermandad Nuestra Señora de la Vega, Virgen de la Cabeza, Patrona de Churriana
(y me dicen que en la antigüedad fue patrona de la Vega de Granada);
queridos
sacerdotes concelebrantes;:
muy querido
Sr. Alcalde, Corporación;
Coral de
Churriana;
queridos
churrianeros, amigos, hermanos todos:
Celebrar la fiesta de la Inmaculada
es siempre celebrar una fiesta muy especial para toda la Iglesia. Recuerdo cómo
se movilizó el pueblo cristiano cuando en algún momento se pensó en que esta
fiesta de la Inmaculada pudiera desaparecer en toda España. Al mismo tiempo, es
una fiesta queridísima para toda la Diócesis de Granada. En Granada estaba,
desde los comienzos de la modernidad (también en otras diócesis de España),
arraigada la conciencia de que la Inmaculada Concepción era algo que estaba en
la entraña misma del acontecimiento cristiano, del hecho de Cristo, de la
Redención de Cristo.
Le he pedido al Señor poder
ayudarnos a adentrarnos un poco en la preciosidad de luz de este Dogma,
proclamado justo en el momento en esa lucha entre la humanidad y el poder del
mal. En esa lucha los hombres creíamos que con nuestras propias fuerzas
podíamos vencer y hacer un mundo en armonía, un mundo bello, un mundo humano,
un mundo de paz y de progreso para siempre. En ese mismo momento, la Iglesia
proclama esencial al hecho cristiano (eso es lo que significa un dogma) esta
verdad de que la Virgen, destinada a ser la madre de Jesús, la madre del Hijo
de Dios hecho carne, había sido inmaculada desde el primer momento de su
concepción, preservada por tanto de la herida del pecado original, cuyo relato
hemos oído tomado de los primeros capítulos del Génesis. Un relato mucho más
rico de contenido que la especie de “cuentecito” que tendemos a pensar que es.
Es algo que descubre la condición humana en nuestra profundidad más miserable,
más pobre, más mezquina, más necesitada de salvación. Pero, al mismo tiempo,
nos descubre también la promesa de esa salvación por parte de Dios. Promesa que
ha brillado para el mundo, para los hombres, para nosotros, que hemos tenido la
gracia y el privilegio inmenso de conocer justo en María, la Madre de Jesús. En
Jesús, y Ella, como el vaso precioso que el Señor ha construido como el culmen
de la humanidad, de la raza humana, el orgullo de nuestra raza. (…)
Os cuento una dificultad que tenía
casi desde niño. Siempre me ha llamado la atención que en la fiesta de la
Inmaculada, muchas veces las peticiones que hacemos es que sepamos imitar la
Virgen en su santidad; que sepamos reprimir y luchar contra el pecado; que
luchemos contra las fuerzas del mal; que podamos decirLe sí a Dios. Pero eso no
es lo que proclama el Dogma. Lo que proclama el Dogma es que ha sido preservada
por la Gracia de Dios desde el primer instante de su concepción. Decía yo para
mis adentros: “así no tiene mérito. Señor, si me hubieras dado una gracia
parecida, tampoco yo tendría pecado”. Concebimos la gracia de Dios y la
santidad de una manera particular; santidad como algo que hacemos nosotros
solos y que “tenemos que hacernos santos”. Nos hacemos la idea de que la
santidad es algo que hacemos nosotros y que si no lo hacemos, es porque no
queremos, o no nos empeñamos lo suficiente. Una fiesta de la Inmaculada,
normalmente, lo que hacemos es sacar la conclusión que lo que tenemos es que hacer
un propósito de empeñarnos más para poder ser santos y un poco más parecidos a
la Virgen. (…)
La santidad es algo que Dios da, es
un don, es el Ser de Dios. ¿Cómo voy a alcanzar yo, a base de codos o a base de
empeños o a base de fuerza mía, a Dios? La distancia es infinita. Pero, entonces,
nos pasa otra cosa. O pienso que la santidad es algo que lo tengo que hacer yo
o pienso que lo hace Dios. Entonces, si lo hace Dios, yo no tengo que
preocuparme. (…)
La razón no se opone a la fe. Es más,
la razón si se la entiende bien, nos lleva a las puertas de la fe. Y la fe no
se opone a la razón. La inteligencia se abre a las cosas, entiende uno mejor la
vida humana, es uno más capaz de comprender, de perdonar, de amar, de entender
las debilidades, de convivir con ellas sin hacer tragedias. (…)
Señor, nosotros sabemos que Tú y tu
Amor no te deja rendir por nuestro mal. Y entonces, claro que podemos imitar a
la Virgen, pidiéndoLe al Señor “ven a nosotros, ayúdanos a poder decirTe sí en
las circunstancias de la vida, las que sean”. (…) Nuestra vida humana es un
drama, pero en ese drama no estamos solos y hay un amor que nos sostiene
siempre y que nos permite acogernos a él, decir que sí a Dios en la
circunstancia concreta en la que estemos y que Dios vaya cambiando nuestro
corazón y haciendo nacer en nosotros esa humanidad nueva que ha empezado como
Jesucristo y que no terminará ni desaparecerá jamás: “Yo estoy con vosotros todos
los días hasta el fin del mundo”.
Esa Presencia es la que empezó en
las entrañas de la Virgen y la que no acabará jamás. A esa Presencia nos
confiamos, nos abandonamos; en ese Amor ponemos nuestras vidas. Y ese Amor hace
crecer en nuestro corazón un amor que no seríamos capaces de fabricar sin Ti,
Señor. Y sin embargo, Tú haces posible ese amor, haces posible esa humanidad
bonita, esas familias preciosas en las que uno ve resplandecer tu Perdón, tu Misericordia
y tu Gracia. En el espejo de tu Madre podemos ver la belleza de la vida a la
que estamos todos llamados y Tú, Señor, haces esa belleza posible en todos
nosotros, hasta en medio del dolor, de la traición, de la cruz. Cómo no darTe
gracias.
+ Javier Martínez
Arzobispo
de Granada
8 de
diciembre de 2017
S.I
Catedral
Solemnidad
de la Inmaculada Concepción