Homilía Mons. Javier Martínez en la Eucaristía en la Catedral del III Domingo de Adviento, Domingo Gaudete.
Fecha: 17/12/2017
Queridísima
Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, pueblo santo de Dios;
muy
queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos hermanos
y amigos todos:
La segunda Lectura que acabamos de
escuchar, es como un programa del tiempo de Adviento, este tiempo tan bello que
es siempre el Adviento. Un programa del Adviento para los cristianos, del
Adviento como lo puede vivir la Iglesia. Podría ser un programa de vida para la
Virgen Madre, cuando estaba esperando su Hijo Jesús, con Él en su seno, o incluso
para la vida cotidiana después de haberLe dado a luz. Es el programa de la
Iglesia. Es un Adviento que cuenta con la Presencia fiel de Cristo; que conoce
esa Presencia fiel; que es consciente de que el Señor está con nosotros, que
nos acompaña en el camino; y que esa Presencia suya es fuente de paz y de
alegría. Sólo así se explica el mandato “vivid siempre alegres en el Señor y os
lo repito: vivid alegres”. Lo dice como una orden. Y uno mirra la vida de los
seres humanos y dice: “qué más quisiera todo el mundo que poder vivir alegre.
Cómo se puede mandar eso”. Qué más daríamos cualquiera, daría cualquier ser
humano por poder estar alegre siempre, y además en toda circunstancia.
Por eso digo que es el Adviento de
la Iglesia. El Adviento del mundo es diferente. Sus formas son muy distintas. A
veces tiene la forma de un mero desasosiego con la vida. De desasosiego cuando
no se tiene la experiencia de la Redención de Cristo. Desasosiego con el paso
del tiempo, y las implicaciones que tiene el paso del tiempo para nuestra vida,
para nuestra vida personal, para las relaciones familiares, humanas. Es bonito
ver crecer a los niños, a los nietos, pero, al mismo tiempo, es verdad que ese
crecimiento nos recuerda también cómo nosotros nos aproximamos a la vejez o a
la muerte, y cómo las dos cosas van unidas. En algunos casos, lo único que hay
en el corazón humano, o la forma que asume ese desasosiego, es la de una
irritación con la vida. Uno lo ve mucho en este tiempo nuestro en el que
vivimos, como si hubiéramos depositado la esperanza de la alegría en las cosas
del mundo, en poseer, en dominar, en gestionar, controlar bien las
circunstancias de la vida, las circunstancias del mundo, las personas, el
entorno en el que vivimos, el trabajo que hacemos, las relaciones que tenemos;
y ser nosotros ahí el gestor, el emperador de ese “pequeño mundo” que
constituye el entorno de mi vida.
Como eso nunca sucede, como la
realidad nunca es así, como eso nunca la realidad lo permite, salvo algún
extraño momento de ilusión en el que nos podemos sentir emperadores del mundo y
de las cosas, entonces hay una frustración. Eso se manifiesta como una
irritación. El niño llora o patalea o da puñetazos en la pared. Nosotros lo
hacemos de otras maneras, pero hay como una especie de enfado con la realidad,
como si la vida no cumpliera aquello que nuestra infancia y a lo largo de la
vida hemos pensado que la vida estaba para cumplir esos anhelos, esos deseos de
paz, de felicidad y de alegría que hay en nuestro corazón. Y que no podemos
arrancar de nuestro corazón. Hubo una época en que a un pensador francés le
gustaba decir que el sufrimiento humano podía ser gestionado por el hombre si
uno renunciaba a toda esperanza y vivía –por así decir- en la “esperanza cero”.
¿Cómo se puede vivir con la “esperanza cero”? El único horizonte que hay ahí es
morirse. Es una manipulación tan violenta al ser de nuestro corazón: encuentras
a alguien y deseas ser amigo, deseas quererse, deseas que brote algo bello.
Lo que
trato de deciros es que incluso esa irritación pone de manifiesto nuestro
anhelo de Dios. El hombre no está hecho para el mal. Algo de bien buscamos en
las cosas que hacemos, aunque sea un bien equivocado, destructivo, erróneo. Porque
nuestro corazón tiende al bien, tiende a la belleza, tiende a la verdad, tiende
al amor. Tiende al amor verdadero. Luego es posible que la experiencia del amor
que uno tenga sea una experiencia horrorosa.
San Pablo
decía que “la creación entera gime como en dolores de parto”, anhelando la
manifestación de nuestro Salvador. Ese gemido, esos dolores de parto, esa
herida que hay en el fondo de la existencia humana, en toda existencia humana,
proclama el Adviento. Muchos hombre y mujeres podrían decir, como dijo Kafka en
alguna ocasión: conocemos la meta, pero dónde está el camino para llegar a ella.
Otro pensador de comienzos del siglo XX, un hombre en su vida muy alejado de
Dios, en el fondo con un hambre de Dios insaciable (porque la respuesta que
damos a esa pregunta de “dónde está el camino”: “vamos a empeñarnos en vivir en
paz, vamos a empeñarnos en construir una sociedad justa, vamos a empeñarnos en
hacer que nuestras relaciones humanas sean correctas y educadas, y viviremos en
paz”. No funciona, no sacia el corazón), ese pensador –Baudelaire- vivió una
vida muy tremenda y vivió con una nostalgia siempre de Dios muy grande, decía
“el estoicismo (nota Mons. Martínez: ese
empeño del hombre moderno: ‘podemos hacer un mundo feliz, podemos hacer con nuestras
fuerzas y con nuestro empeño si ponemos todas nuestras energías en ello,
podemos darnos la felicidad) es una religión que no tiene mas que un
sacramento, y ese sacramento es el suicidio”. Es tremendo, pero contiene mucho
de verdad. Cuando el hombre quiere construir una torre de babel que nos
fabrique el cielo a merced nuestra, es un esfuerzo condenado al fracaso y a una
desesperanza tremenda. Pero hasta esa desesperanza proclama que estamos hechos
para el Cielo.
Vuelvo a la
Carta de San Pablo y a la actitud cristiana. Nosotros sabemos que Cristo ha
venido. Nosotros sabemos que Dios nos ama, que Dios es nuestro Padre. Nosotros
le hemos oído al Señor decir que hasta los cabellos de nuestra cabeza están
contados. Nosotros hemos oído decir a nuestro Señor que el Padre jamás nos iba
a dar una piedra cuando le pedimos un pan. Y jamás nos negaría el Espíritu
Santo, que es el que nos permite vivir a la luz de Dios, en el Ser de Dios, en
la vida de Dios, en medio de este mundo de pecado, en medio de este mundo de
muerte.
Y entonces,
es posible la alegría; es posible la alegría siempre, en toda circunstancia.
Tiene lógica estar alegre. Y no porque todas las cosas vayan bien; no porque no
haya dificultades, porque no haya enfermedades, porque no haya muerte, sino
porque siempre podemos reposar nuestro corazón en la certeza de un amor que, en
Jesucristo, es un amor más fuerte que la muerte. Una muerte que puede destruir,
matar, intentar matar al Hijo de Dios, pero el amor del Hijo de Dios resplandece,
brilla, vence a la muerte en su mismo entregarse a la muerte por amor a
nosotros. Vivid alegres. Vivid en paz con todos, aguardando la dicha que
esperamos. ¿Cuál es la dicha que esperamos? Señor, el que desaparezcan los
velos y podamos un día conocer la belleza de tu amor, cara a cara, sin niebla,
sin velo, sin transparencia, gozar, participando de ese amor, juntos, en la
Jerusalén del Cielo. “El Señor está cerca”, terminaba así la Lectura. Le
pedimos “ven”, ven más ahora a nuestras vidas, para que podamos vivir nuestras
vidas mientras caminamos por este mundo, en la alegría y en la gratitud,
serena, sencilla, de tu Presencia. En la gratitud de que por pobres que seamos,
por pequeños que seamos, por pequeña y pobre que pueda ser nuestra vida, tu
amor no nos abandona jamás.
Permítenos
vivir en esa paz y en esa alegría. Permítenos vivir en esa súplica que anhela
tu Venida, más y más para que esa alegría pueda instalarse, echar raíces, florecer,
dar frutos de amor en nuestro corazón; para que el paso del tiempo no nos
condene al cinismo o a la frustración de quienes no conocen tu Venida. Que nos
permita vivir siempre en la alegría gozosa, que desea más de tu Amor, Señor,
más de tu Misericordia, más de tu Presencia, más de Ti, para poder ser más
nosotros, plenamente. Para poder ser más nosotros con paz, con confianza, con
una alegría que ni siquiera la muerte tiene el poder de destruir. Pasaremos por
la muerte. Mueren nuestros seres queridos. Sin embargo, podemos vivir incluso
esa realidad en una gratitud gozosa de que hemos conocido en tu Amor lo que es
el Cielo. Y tenemos no sólo el derecho, sino el deber, la posibilidad, y hasta
es lo más razonable del mundo, vivir en el anhelo y en el deseo del Cielo.
Que el
Señor nos conceda con la Navidad, con la Venida de su Hijo, con la memoria y la
celebración de la Venida de su Hijo más y más este gozo profundo, sereno, que
atraviesa la historia y todas las vicisitudes de la historia. Tu amor y tu
misericordia, Señor, permanecen para siempre. Y ésa es la roca sobre la que
nosotros edificamos nuestras vidas.
Vamos a
proclamar nuestra fe.
+ Javier Martínez
Arzobispo
de Granada
17 de
diciembre de 2017
S.I
Catedral