Homilía de Mons. Javier Martínez en la Misa del IV Domingo de Adviento en la Catedral. Previamente, bendijo el Belén del templo catedralicio.
Fecha: 24/12/2017
Querida
Iglesia del Señor, Esposa de Nuestro Señor Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy
queridos hermanos y amigos todos:
Tal como han venido las
fechas este año, estamos celebrando el IV Domingo de Adviento, pero a la puerta
misma de la Navidad. Estoy seguro de no equivocarme demasiado si en muchos de
nosotros los sentimientos, al levantarnos esta mañana, de domingo,
prácticamente día de Nochebuena, son sentimientos encontrados, que se agolpan
en nuestro corazón y en nuestra mente. Tal vez porque nos hacemos una imagen de
la Navidad como si fuera una celebración tierna del final de una película del
periodo clásico o “la clase de la pradera” (todo tierno, todo dulce, todo
amable, todo bondadoso, todo bonito y con música alegre, cantos de los niños).
Es inevitable que nos hagamos una imagen así, no sólo porque hemos sido educados
a ver la Navidad y las imágenes de la Navidad desde siempre así.
Hace años hubo alguien que
escribió un libro que se titulaba “Teología y comida”, que parece que no tiene
nada que ver una cosa con la otra. Tiene mucho que ver. No en vano lo que
hacemos los cristianos cada vez que nos reunimos a celebrar la Eucaristía es
recibir al Señor, recibir el Cuerpo de Cristo como alimento, como comida; como
alimento para el camino de peregrinación que es nuestra vida humana. Un
capítulo de ese libro se titula “Nuestra nostalgia de haber comido juntos en
jardines”, refiriéndose al Paraíso, a cómo en el fondo hay en el corazón humano
un anhelo de estar juntos, y de estar juntos a gusto. Cuando el Antiguo
Testamento quiere describir la paz dice: “estar juntos sentados debajo de su
parra y de su higuera”.
Tenemos una nostalgia.
Tenemos una nostalgia del Paraíso. Es una nostalgia de una vida en comunión con
Dios y en comunión de unos con otros. Por lo tanto, es inevitable que esa
imagen esté en nosotros. Pero se acentúa porque parece que los hombres de
nuestro tiempo nos sentimos como dueños de nuestra vida y en la medida en que
se nos escapa de nuestras medidas para eso está el consumo, que nos permite
comprar aparatos que nos haga sentirnos más dueños de nuestra vida, o la
tecnología en general. En todo caso, parece que tenemos derecho a “estar
sentados debajo de la parra y de la higuera”.
Llega la Navidad y miramos
a lo mejor a nuestro panorama y “no estamos debajo de la parra y de la
higuera”, no estamos juntos “comiendo en jardines”. En la cena de esta noche es
posible que nos falte alguien, o que haya personas presentes que van a estar
presentes sólo a medias porque tienen demencia o porque tienen alzheimer, o
porque las familias una parte vive aquí y otra parte vive en Santander, en Valencia
o en Castellón; o sencillamente, porque uno se levanta el día de Nochebuena con
un dolor especial de huesos o de cabeza, y parece que eso nos podría estropear
la Navidad. Ésa es la sensación. Es decir, la Navidad sería bonita si nada de
eso pasase. La Navidad sería bonita, entonces, si el mundo no fuera mundo. Entonces,
nunca podríamos celebrar la Navidad.
El mundo está hecho de
estas realidades. Está hecho de la nostalgia de haber estado juntos “comiendo
en jardines”. Está hecho de la nostalgia del Paraíso. Pero este mundo no es
nunca el Paraíso. Y tal vez el engaño más poderoso de nuestra cultura, en donde
coincidían el mundo marxista y el mundo de los países comunistas con el mundo
occidental, es que nos hemos creído que nosotros podríamos convertir este mundo
en un paraíso; en un paraíso hecho por nosotros, hecho a la medida de nuestros
deseos. Y no sólo que lo podíamos construir, sino que tenemos derecho a que el
mundo sea el paraíso que anhelamos. No hay mentira más venenosa. No hay un
ácido que sea capaz más sutilmente de destruir la esperanza verdadera en
nuestro corazón. Percepción, porque muchas veces esto no es un pensamiento que
hagamos explícitamente, pero está ahí, como flotando en nuestra conciencia. No,
esta tierra no es el Paraíso. Lo grande, lo que celebramos es que hubo –casi
estoy glosando las palabras de un gran poeta cristiano de comienzos del siglo
XX, de Thomas Elliot, en una obra suya, que se llama “Los coros de la roca”,
donde describe el cristianismo y la situación de la Iglesia en el mundo-,
refiriéndose a la Encarnación, dice: Hubo un momento preciso y concreto en el
tiempo y en el espacio, y sin embargo ese momento da sentido, da plenitud a
todo el tiempo. Fue un momento en el tiempo, pero el tiempo no existiría sin
él. El tiempo no sería, porque no tendría ni principio ni fin, sería
simplemente esa sucesión de accidentes de cosas que suceden, que van y vienen;
nuestras mismas vidas no sería muy diferente del nacer y del morir de las
hormigas. No habría historia propiamente dicha, no habría arte, no habría un
punto que diera sentido a todo.
Es el Acontecimiento de
Belén, es la Encarnación del Hijo de Dios la que irrumpe en el tiempo y rescata
el tiempo de su vacío, de su sinsentido y lo llena de contenido, de valor, lo
introduce en la eternidad de Dios. Entonces, ya no somos un accidente de la
naturaleza. Nuestro nacimiento es un nacimiento fruto de un Amor infinito, personal,
a cada uno de nosotros, no por desconocimiento, por ignorancia de Dios de lo
que nosotros podíamos dar de sí, sino perfectamente consciente. Nuestro
nacimiento, nuestro venir a ser es un gesto de amor perfectamente consciente y
libre de Dios por nosotros, gracias al nacimiento de Cristo. Y nuestras vidas
son unas vidas que tienen sentido, que tienen una meta: la que el Hijo de Dios
nos ha abierto, la vida eterna, la participación en la vida divina. Y esa meta
hace que el devenir del tiempo no sea una cosa absurda.
Nuestras vidas son un don
que tiene su cumplimiento en Dios. Y celebrar la Navidad tiene entonces sentido
cuando uno ha perdido a un hijo; y tiene entonces sentido cuando a uno le duele
el alma porque la vida no ha sido lo que uno soñaba de niño que pudiera ser,
sino algo mucho más dramático, mucho más roto, o más mezquino o más pobre. Y
celebrar la Navidad tiene sentido cuando nos faltan los seres queridos. Nunca
tiene más sentido que cuando nos faltan los seres queridos celebrar la Navidad.
Porque es gracias a Ti, Señor, que esa despedida dolorosa no es lo que
determina la vida, ni la existencia, ni lo que somos, ni presente, ni futuro,
ni el para qué del vivir. No es lo último la muerte. Lo último es tu amor. Tu
amor que es fundamento de todo; que me ilumina; que me ilumina la Creación;
ilumina también la nostalgia de estar juntos, alimenta esa nostalgia y me
permite desear el Cielo, cuando el resplandor de tu Gloria brille ya sin velos,
sin nieblas y sin oscuridades, y tu amor sea transparente, y a pesar de todo no
abrase, queme, destruya, mi pobre corazón humano.
Mis queridos hermanos, mis
queridos amigos, puede parecer que esto es muy poco propio de la Navidad
comercial una reflexión así esta mañana. Pero yo deseo que podáis celebrar la
Navidad con alegría profunda; que podáis celebrar la Navidad desde el fondo de
vuestro corazón sin reservas, sino “Señor, gracias a Dios, Tú has venido. Gracias
a Dios, Tú vienes siempre”. El regalo grande, grande, que hace posible percibir
la vida entera como un regalo, eres Tú. Y si te tengo a Ti, todo es gracia. Pero
si faltaras Tú; si Tú no hubieras venido, la vida sería un andar a tientas sin
sentido de un lado para otro, sin meta, sin origen, sin alivio para el dolor, y
sin plenitud para el gozo, porque el mismo gozo sería una especie de trampa
mortal, puesto que la muerte iba a devorarlo todo.
Gracias, Señor, por venir
a nosotros. Gracias por este don que Tú eres. Y por la luz que este don que Tú
eres abres nuestras vidas. Gracias por tu misericordia, por tu perdón, por tu
amor incondicional. Gracias porque, sea cual sea la circunstancia concreta y la
situación concreta de nuestra vida, y de la vida de las personas que tenemos
cerca, Tú eres nuestra esperanza, nuestro gozo, nuestra plenitud. El único
capaz de dar sosiego a nuestros deseos, de dar sosiego a nuestro corazón.
Muy feliz Navidad a todos,
mis queridos hermanos. Que la podamos vivir con conciencia de lo que estamos
viviendo, con alegría y gratitud por un don que, esté el mundo como esté, que
estén nuestras familias como estén, que esté nuestro corazón incluso como esté,
no se avergüenza de nosotros. Dios no se avergüenza de ninguno de nosotros. El
Hijo de Dios no se avergüenza de nosotros, sino que nos dice “Yo te quiero con
un amor infinito y no dejaré jamás de quererte”. Ése es el contenido esencial
de la Navidad.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
24 de diciembre de 2017
S.I Catedral