Homilía de Mons. Javier Martínez en la Misa del Gallo, en la S.I Catedral, con la participación de numerosos fieles procedentes de distintos lugares del mundo.
Fecha: 24/12/2017
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios, reunido esta noche para celebrar el nacimiento del Hijo de Dios en medio de nosotros:
No es fácil llenar esta Catedral, de
hecho no se llena muchos días en el año, pero esta noche está llena, y tengo yo
la sospecha de que un buen número de los que estamos celebrando esta Eucaristía
no pertenecen –por así decir- a la comunidad habitual de quienes celebran en
esta Catedral, domingo tras domingo, o incluso de los turistas que vienen
regularmente porque están de paso en Granada.
Dejadme que les haga una pregunta,
porque estoy seguro de que una parte, no pequeña, de nuestra comunidad no puede
seguir mis palabras en español. (How many of you can understand a word of
Spanish? Raise your hands please, right, down, ok. I hope not to be too long,
and I hope that you can feel that this Eucharist, the same Eucharist all over
the world and tonight we are all together celebrating exactly the same event,
it is wonderful, embrace of God to the littleness of our humanity. That feels
as the poet Thomas Eliot said in the Poets of the Rock: A moment in time that
it is meaning to all time. A momento in time that feels and embraces all time
our history, our own personal history, and the history of the world. The world
may be an amazing place even today, and yet, the Lord comes to us, the Lord is
not tired of our poverty, the Lord knowes each one of us, each man and each
woman that inhabits this world. He has come for each one of us, and we are
given the grace of open our hearts, he will liven us and bring us to the eternal life. And that is meaning to everything we are and
everything we do…)
Es una noche preciosa. Y es
precioso, sé que seríamos de muchos países los que estamos aquí, y de muchos
continentes, y sin embargo, nos une a todos el mismo acontecimiento, el mismo
hecho, ése que decía la Carta de San Pablo a Timoteo: “Ha aparecido la gracia
de Dios y su Amor al hombre”. Eso es exactamente lo que celebramos. No
celebramos el esfuerzo humano por haber alcanzado un nivel moral o espiritual
determinado, muy alto. No celebramos nuestras obras o nuestras cualidades.
Celebramos un Amor incondicional:
que Dios es Amor, que Dios en Cristo se ha revelado como Amor y, entonces, todo
en la vida tiene sentido. Tiene sentido la vida y tiene sentido la muerte.
Tiene sentido la vida porque es la promesa de una vida eterna, y tiene sentido
la muerte porque ya no es la palabra definitiva sobre nosotros. Tiene sentido
el amor y la belleza, y todo lo que hay de bueno, y de heroico, y de noble en
la vida de los hombres, porque es como el poso de la imagen de Dios en nosotros
que Cristo ha limpiado y nos ha permitido volver a descubrir. Tiene sentido lo
que hay de miseria, de dolor, de pecado, también de consecuencias del pecado,
de heridas que hay en nosotros, porque esas heridas no son ya la medida de lo
que valemos o de lo que somos. Esas heridas están ahí y nos hacen daño, nos
duelen. Pero el amor de Dios es más grande que todo nuestra pecado, que todas
nuestras heridas. El Amor de Dios que se revela en Cristo se presenta delante
del Padre y se ofrece al Padre.
No sé si os habéis fijado en ese
gesto que hacemos en cada Eucaristía. Al final de la plegaria eucarística
decimos: “Por Cristo con Él, y en Él, a Ti, Dios Padre omnipotente, todo honor
y toda gloria”. En ese gesto, en ese pequeño gesto, reconocemos que ninguno de
nosotros habríamos sido capaces de llegar hasta Dios; ninguno de nosotros
habríamos sido capaces de conquistar el Cielo; ninguno de nosotros tenemos las
cualidades, o las virtudes, o las bondades necesarias para participar de la
vida divina. Nadie tenemos los méritos para participar de la vida de Dios. Es
Dios quien, en su misericordia infinita, salva el abismo, se acerca a nosotros,
se siembra en nuestra humanidad, se siembra en nuestra historia, nace llorando
como un niño y muere en la más ignominiosa de las muertes humanas, para unirse
hasta tal punto a nuestra condición humana que nada pudiera separarlo de
nosotros y arrancarnos así del poder del pecado y de la muerte y transportarnos
a la vida para la que hemos nacido, a la vida eterna, a la vida del Cielo.
Mis queridos hermanos, no son
noches, no son días (los días de Navidad), de muchas palabras. Son días de
contemplar. Son días de adorar. Como hacemos al final de cada Eucaristía en
estos días, adoramos al Niño, así nuestra actitud de corazón: adorar el Amor
infinito de Dios, del cual yo no soy digno, del cual, nadie, ningún ser humano
somos digno. Y sin embargo, ese Amor nos es regalado, nos es dado, nos es ofrecido
gratuitamente. Se une a nosotros del tal manera que forma una sola cosa con nosotros
y, unido a nosotros de ese modo, nos transporta a la vida, a la libertad
gloriosa de los hijos de Dios, a la vida divina, que se hace posible ya aquí en
la tierra, porque, cuando acogemos su Amor, su Amor crece como en nuestro
corazón y nuestro pequeñito corazón se ensancha, se hace grande, se hace capaz
de abrazar a todos los hombres, se hace capaz de abrazar a nuestros enemigos,
se hace capaz de perdonar como nosotros mismos hemos sido perdonados.
Mis queridos hermanos, vamos a dar
gracias. Let us give thanks, let Him surprise us with His Love. Vamos a acoger
ese Amor en nuestros corazones. Vamos a pedirLe que Él quite todos los
obstáculos que pueda haber en ese corazón nuestro, y que Él haga que florezca
su vida en nosotros, y florezca en este mundo tan perdido en estos momentos,
tan a oscuras, tan roto, en nuestra propia humanidad, tan dividido, tan herido
por la plaga de la guerra, por una percepción de la vida humana hecha para el
poder, para la posesión, para la explotación, no sólo de los bienes de la
tierra, sino de unos por otros. Pero Cristo vuelve a nacer y el mundo puede
volver a comenzar, y el mundo comienza en el corazón de cada uno de nosotros.
La creación, la nueva creación comienza en el corazón de cada uno de nosotros.
Puede comenzar esta noche sólo con acoger el don de tu amor, Señor. Ven a
nosotros. Cámbianos. Cambia nuestro corazón de piedra en un corazón de carne y
haz florecer en nosotros el amor para el cual hemos sido creado, imagen y
semejanza del Dios que es Amor.
Que así sea en cada uno de nosotros.
Que así sea en todos los rincones del mundo. Y yo os suplico que esta noche
tengamos de una manera especial presentes en nuestro corazón a los cristianos de
Belén, a los cristianos de Palestina, a los cristianos del Medio Oriente, a
esos cristianos que esta noche, a veces en iglesias en ruinas, a veces muy
lejos de sus casas, celebran también la Navidad; celebran lo mismo que nosotros:
que la esperanza del mundo no está en las obras de los hombres, sino en el amor
de Dios que nos ha sido dado en Cristo, en la gracia de Dios que se ha
manifestado esta noche para todos los hombres. No los olvidéis, tenedlos en vuestro
corazón. Tengámoslos en nuestro corazón. Son nuestros hermanos, es nuestro
cuerpo, son parte de nosotros, es nuestra vida. Ellos nos han enseñado a
conocer a Jesucristo. No los dejemos solos.
Vamos a proclamar nuestra fe.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
24 de diciembre de 2017
Misa del Gallo, S. I Catedral