Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía de la Natividad del Señor en la S.I Catedral.
Fecha: 25/12/2017
Queridísima
Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, el Hijo de Dios;
queridos hermanos y amigos;
Reunidos hoy para
celebrar este día santo y grande, junto con la noche de Pascua, día de Pascua; los
dos polos de amor que Dios ha querido hacer con la humanidad con su Hijo
Jesucristo, y en la cual Dios nos revela las profundidades de su Ser, es decir,
de su corazón.
Os digo: alegraos, hermanos. Y me gustaría poder transmitiros una alegría
de las que brotan de lo hondo del corazón. Que no sea simplemente la alegría de
una Navidad más en nuestra vida, un año más que pasamos por esto, con sus
claros y sus oscuros, con sus momentos de belleza y de gozo, y de sus momentos
también tal vez de dolor, de sufrimiento, de soledad quizás. A mí me gustaría
poder transmitiros que lo que lo que celebramos hoy, que lo que la Iglesia
celebra hoy hace posible una alegría que nace de lo más íntimo.
Yo comienzo todos los domingos la homilía diciendo “queridísima Iglesia de
Jesucristo, Esposa amada del Señor”. Hoy es el día de la boda. Hoy la Iglesia lo
que celebra es la boda del Hijo de Dios. (…) Venimos de los caminos a celebrar
el amor infinito de Dios por nosotros, por esta pobre humanidad herida por el
pecado de tantas formas, por las mezquindades del pecado. (…) El Señor no se ha
avergonzado en ningún momento de venir hasta nosotros; de hacerse nuestro para
poder hacernos suyos. Y al hacernos suyos, poder así hacernos partícipes de Su
vida divina y gozar de su herencia y de su amor.
La liturgia del día de Navidad subraya mucho que Dios ha hablado en
Jesucristo; de muchas maneras ha hablado al pueblo de Israel por medio de los profetas.
“Y en el Principio era el Verbo, la Palabra…”. Que habló en la Creación, porque
la Creación es el primer signo de Dios, el primer gesto del amor de Dios; el
haber creado el mundo y el habernos creado a cada uno de nosotros. Un gesto de
amor, que, dirigido a cada uno, es único para cada uno de nosotros, porque el
amor infinito de Dios nos puede decir a cada uno “tú”, a ti, “yo te amo”. (…) El
amor de Dios es infinito y, por lo tanto, cada uno de nosotros podemos sacar de
ese depósito de amor todo el que necesitamos. Y nosotros también estamos
abiertos a un amor infinito sin que jamás disminuya ni un milímetro la
magnitud, la grandeza, la inmensidad de ese depósito.
Mis queridos hermanos, hoy celebramos ese amor. Hoy celebramos ese amor que
hoy Cristo, el Hijo de Dios, el Verbo, se ha unido a la naturaleza humana. Y
luego pasará por todas las pruebas. Su ministerio público, después de los años
de silencio en Nazaret, comenzará con el relato de unas tentaciones. Esas tentaciones
le acompañarían a lo largo de todo su ministerio, hasta el momento de la cruz. De
hecho, las tentaciones aluden ya a la posibilidad de la Pasión y de la muerte. El
amor del Hijo de Dios sería probado; y probado hasta la muerte, y se mostraría
en la Pasión y en la cruz más fuerte que la muerte.
Alegraos, mis queridos hermanos, porque ese amor es para nosotros. Y no es
un recuerdo. La Navidad no es un dulce recuerdo de una historia pasada, no es la
memoria de algo que pasó hace dos mil años y que se quedó allí y a nosotros nos
queda como los ecos más o menos potentes, más o menos amortiguados por las mil
ofertas o movidas del mundo en el que vivimos. No. El don de Cristo, cuando el
Verbo ha querido poner su morada entre nosotros, se ha quedado a vivir entre
nosotros, viene a nosotros. Viene a nosotros en este día. Viene a nosotros en
cada Eucaristía. Por eso, cada Eucaristía renueva el Misterio de la Navidad,
cada Eucaristía en ese sentido es la renovación de la alianza nueva y eterna
que el Señor selló al hacerse hombre, y permanece para nosotros, para cada uno
de nosotros en nuestra existencia, en nuestra vida. Cristo quiere venir a
nosotros, para unirse a nosotros, para darse a nosotros, para que nosotros
podamos vivir por Su Vida, vivir por Él, vivir de Él, vivir en Él.
Es un día grande. Y es un día grande donde las palabras se quedan siempre pequeñas.
En estos días algunas personas me comentaban cómo los signos de las ciudades
con los que se celebra la Navidad ya no hacen ninguna referencia al Acontecimiento
de Cristo, sino que son signos geométricos o adornitos abstractos, pero no la
razón profunda de esta alegría que ni necesita censurar nada, ni necesita
olvidarse de nada, ni siquiera de la muerte; ni necesita fabricarse
artificialmente porque es un Acontecimiento que, cuando uno lo acoge, marca la
vida, y la marca para siempre y la marca sobre todas las cosas y en todas las
dimensiones de la vida. (…)
En otro sentido –yo les decía a estas personas-, tal vez tenemos que dar
gracias a Dios; tal vez este hecho de que los andamios en los que estamos
acostumbrados a apoyar nuestra fe falten tiene un aspecto que no es bueno sin
duda, pero tiene un aspecto buenísimo y es que nos hace a nosotros tomar
conciencia de nuestra fe, de la realidad del Acontecimiento de Cristo en quien
creemos, de lo que significa ese Acontecimiento y de quiénes somos nosotros:
hijos de ese Acontecimiento. Y por ese Acontecimiento hechos hijos de Dios, que
vivimos como hijos de Dios. Tal vez es bueno que nos falten, porque esos
andamios y eso adornos que han rodeado tanto tiempo, siglos, a la celebración
de la Navidad otras celebraciones cristianas nos distraían también mucho a
veces, y poníamos más atención en los adornos, más atención en cosas exteriores
o más atención en las consecuencias que en el hecho mismo.
Un amigo mío ha escrito un libro que se titula “La belleza desarmada”. Es un
libro sobre la misión del cristiano, la vida del cristiano en el mundo
contemporáneo. Por así decir, en otros momentos hemos podido ofrecer al mundo sedes
de pensamiento poderosas, instituciones educativas, instituciones de todo tipo,
hospitales… la Iglesia ha hecho de todo a lo largo de la historia. Y este
momento donde estas cosas nos pueden faltar son ciertamente también una gracia
de Dios, en el sentido de que son un reclamo porque el mundo sólo necesita
poder conocer el Amor de Dios. Y tal vez nosotros como los apóstoles en los Hechos
de los Apóstoles, en un episodio en la puerta del templo, dice: “no tengo oro
ni plata, pero lo que tengo te doy”, “en el nombre de Jesucristo, levántate y
anda”.
Que nuestra única riqueza pueda ser Jesucristo, eso es un bien; que podamos
ofrecer con mucha más desnudez la belleza desarmada, la belleza de quien se
sabe tocado, y tocado en lo más hondo de su ser por el Amor de Dios y no
necesita más para vivir y para vivir contento. Eso sería no sólo celebrar la
Navidad este día de Navidad. Eso sería celebrar la Navidad todos los días del
año y todos los días de nuestra vida. Saber que teniéndoTe a Ti, Señor, y que
te tenemos a Ti es algo de lo que podemos estar seguros porque Tú eres fiel; no
porque nosotros lo merezcamos, sino porque Tú eres fiel, porque tu Misericordia
es eterna, porque en Cristo Tú te has revelado como Amor y como amor sin
límites. TeniéndoTe a Ti, Señor, no necesitamos nada más. Y el mundo no
necesita otra medicina. (…) Si te tengo a Ti; si tengo tu amor; si puedo vivir
de ese Amor y puedo ofrecer ese Amor a cualquiera que se cruce conmigo en el
camino -hasta donde yo llegue, hasta donde yo sepa o mi pobreza pueda alcanzar-
el mundo empieza como a clarear, como el alba por la mañana, como esa luz
primero gris, luego más blanca hasta que resplandece el sol. Es una imagen que
la Iglesia ha usado desde el principio también para la Navidad: “Nos iluminará
el sol que nace de lo Alto”, no que brota del horizonte, sino “que nace de lo
Alto”; el sol que es Cristo, que llena la vida de luz, de color, de alegría, de
buen gusto, del buen gusto de la experiencia de un amor que lo cambia todo, que
lo transforma todo, que lo perdona también todo.
Mis queridos hermanos, vamos a darLe gracias al Señor por ese don, y que
esa gratitud pueda tener también estos días de Navidad y nuestras vidas.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
25 de diciembre de 2017
S. I Catedral