Homilía de D. Javier Martínez en la Eucaristía de la fiesta del Bautismo del Señor en la Catedral.
Fecha: 07/01/2018
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Santo pueblo de Dios;
queridos hermanos y amigos todos:
Las fechas de este año hacen que el
Bautismo del Señor sea al día siguiente de la celebración de la fiesta de la
Epifanía, de la fiesta de los Reyes Magos. Pero, en realidad, la fiesta del
Bautismo continúa, prolonga, profundiza de alguna manera lo que hemos estado
celebrando en la Navidad. ¿Qué nos enseña el episodio del Bautismo de Cristo?, ¿qué
nos dice a nuestras vidas, las nuestras, hombres de comienzos del siglo XXI?
Yo señalaba ayer que en los iconos
de la tradición ortodoxa, en iconos donde se representa el Nacimiento de Jesús,
con mucha frecuencia el Niño Jesús aparece
envuelto en un sudario; en el sudario con el que se envolvía a los
difuntos, en el momento de su muerte, haciendo una alusión justamente a que el
Nacimiento de Jesús implicaba su destino -o su culminación-, la Encarnación del
Hijo de Dios culminaba en ese don de su vida total, hasta la muerte. Asumió la
condición de esclavo haciéndose uno de nosotros y vaciándose –por así decir- de
su condición divina hasta gustar la muerte, y una muerte de cruz.
No era necesario ese detalle de la
iconografía ortodoxa para subrayar ese aspecto porque en el Nacimiento del Hijo
de Dios como un verdadero hombre está implícita la muerte. En nosotros el nacer
y el morir son los dos parámetros que marcan el espacio de nuestras vidas. Hemos
nacido. Si de algo podemos estar ciertos, es de que un día moriremos, tendremos
que pasar por la muerte. La grandeza de la celebración de la Navidad y de la
celebración del acontecimiento de Cristo en su conjunto, especialmente patente
en la Pascua y en el don del Espíritu Santo, es justamente que el nacer y el
morir dejan de ser las únicas instancias que determinan la vida humana, y el
Señor nos abre otra instancia nueva que es justamente la vida eterna, el
horizonte de la Resurrección, el horizonte del Cielo, de la participación
definitiva y ya sin estar sometida a la muerte, de la vida divina para siempre.
Y eso, en el fondo, lo que celebramos en la Navidad, lo que celebramos en cada
episodio de la vida de Jesús, y lo que celebramos -digo de la vida, del ministerio
de Jesús- , y lo que celebramos en su misterio pascual, en su muerte y en su
Resurrección.
El Bautismo, como cualquier otro
gesto de la vida de Jesús (la verdad es que cuando una vez que uno ha acogido
en la Fe quién es Jesús, el más pequeño de sus gestos, la más pequeña de sus
gotas de sudor, sus lágrimas ante la muerte de Lázaro, su mirada a aquella
mujer viuda que había perdido a su hijo, y sus palabras cuando le dice “mujer,
no llores”, cualquiera de esos pequeños gestos de los que, pequeñas palabras a
las que hace referencia el Evangelio, contiene todo el poder de la Redención.
No era necesaria la muerte de Jesús; no era necesaria su Pasión; no era
necesaria la crueldad de una muerte como la crucifixión, en cada gesto, hasta
en el más pequeño de todos, por ser gestos del Hijo de Dios, Dios como el
Padre, está contenido un Amor tan grande que es capaz por sí mismo de recuperar
nuestras vidas del abismo, del pecado y de la muerte, y de introducirnos en la
filiación divina y en la vida de Dios)… pero el Bautismo es un gesto
especialmente significativo porque es el gesto que inaugura el ministerio
público de Jesús.
Y de las muchas riquezas que la
contemplación de la Esposa, que la contemplación de la Iglesia ha podido ver
siempre en ese episodio del Bautismo, señalo algunos. En la mentalidad del
mundo en el que nace Jesús y del Mundo Antiguo en general, las aguas eran el
abismo, eran el lugar del Leviatán y el lugar de la muerte, eran lo que hay por
debajo de la superficie de la tierra. Jesús en su descenso hasta nuestra
humanidad, desciende también a las aguas. ¿Qué significa eso? Significa que no
hay nada en la Creación que, tocado por Cristo, redimido por Cristo, abrazado
por el Amor de Cristo que se ha hecho hombre, quede fuera del horizonte de esa
Redención; quede fuera del horizonte y de la Gracia del Amor infinito de Dios.
No hay nada, nada en nuestra vida humana que no haya sido rescatado, tocado,
bendecido, abrazado por Cristo, hasta lo más profundo de nuestro corazón, hasta
lo más profundo de nuestra miseria y de nuestro pecado.
De alguna manera, el Bautismo tiene
su analogía…, no es lo mismo ni mucho menos, es curioso, lo que pasa que al no
ser un día de fiesta no se celebra. Pero, a mi me llama siempre mucho la
atención la fiesta de los Santos Inocentes, que nosotros hemos banalizado con
las bromitas de los Santos Inocentes, pero que tres días después de la Navidad,
sólo después de haber celebrado el primer mártir, y al evangelista que ha
proclamado y cantado, como San Juan, la Encarnación del Verbo como nadie, se
celebre la fiesta de esos niños que no conocieron a Jesús, cuyas madres no
conocían a Jesús, que han sido víctimas del poder del mundo de una manera… Me
parece también un signo de cómo la Redención de Cristo llega a todos los rincones.
En los Santos Inocentes, la Iglesia celebra a todas las víctimas de este mundo,
a todos los que han padecido injusticia. Probablemente, de una manera o de
otra, somos todos los hombres. Pero también aquellos donde su condición de
víctimas: los niños antes de nacer, los niños víctimas de circunstancias de
guerra, o de hambrunas, o de circunstancias sociales terribles, todo el tráfico
de personas y el tráfico de niños que hay en nuestro mundo. La cantidad de
inocentes que han sufrido de la injusticia y del pecado de los hombres, que
sufren cada día de la injusticia y del pecado de los hombres, también han sido
abrazados y redimidos por Cristo. Y la Iglesia los venera como santos: no
conocieron al Señor. Yo pienso muchas veces que si las madres de los inocentes
hubieran sabido que sus hijos morían por culpa de aquel matrimonio joven que
estaba teniendo un niño a las afueras de Belén, hubieran ido directamente
contra María y contra José seguramente. Sin embargo, la Iglesia los venera como
santos, como mártires. Todas las víctimas del mundo son redimidas por Cristo,
abrazadas por Cristo, la víctima por excelencia, la única victima pura e
inocente que ha habido en la historia y, sin embargo, quien en su Amor sin
límites abraza todas nuestras pobrezas.
Pues lo mismo en el Bautismo. Su
descenso a las aguas era un Bautismo de penitencia y Él se somete a ese
Bautismo de penitencia y su descenso a las aguas santifica hasta las aguas del
abismo. Santifica todo lo más oscuro, lo profundo de nuestras conciencias, lo que
ni siquiera alcanzan muchas veces nuestras conciencias, porque los seres
humanos no nos conocemos nunca suficientemente bien a nosotros mismos. Dios nos
conoce y conoce la profundidad de nuestro ser, la profundidad de nuestras
debilidades también y hasta ellas baja el Señor, y las purifica, y las
transforma. Y el agua del Jordán fue transformada en agua bautismal y las aguas
normales de la vida en que vivimos, por la bendición de la Presencia de Cristo,
son transformadas en aguas purificadoras y salvadoras a través del Bautismo
para todas las generaciones y para todos los siglos. Hay otro aspecto del
Bautismo muy bello, y es que en Él se pone de manifiesto –como se pondrá de
manifiesto en todo el ministerio público de Jesús- la Presencia del Espíritu
Santo, el Dios Trino, y la voz del Padre que dice “éste es mi Hijo, el
Predilecto”, que reconoce en Jesús a su Hijo Divino.
En Cristo es donde se nos abre el
horizonte del Dios que es Amor y el Dios que es Amor es el Dios que es Padre,
Hijo y Espíritu Santo. Podemos decir que Dios es Amor porque Dios es una
Comunión de personas. Si Dios fuera simplemente un individuo, como lo ha
concebido siempre la masonería y el deísmo, y otras tendencias de nuestras
historia occidental, nunca podríamos decir que Dios es Amor, nunca podríamos
decir que Dios entiende o comprende, o es la fuente de esa exigencia de amor
que hay en el corazón de todo hombre, y de toda mujer, también de un amor sin
límites. Sólo porque Dios es en sí mismo Comunión de personas, en sí mismo Amor.
Y eso nos los revela Jesucristo, porque habla de su Padre. Constantemente se
refiere a su Padre. Él sólo hace lo que ha visto hacer a su Padre. Él sólo
comunica lo que conoce de su Padre. Él sólo nos introduce y nos invita a vivir
como hijos igual que es Él, Hijo del Padre. Y para eso nos comunica su Espíritu
Santo, y nos promete su Espíritu Santo si acogemos al Señor con Fe.
Dios mío, que ese Espíritu Santo
vivifique nuestros cuerpos mortales, vivifique nuestras vidas, nos introduzca
en el Dios que es Amor y ese amor fructifique en nosotros en esa humanidad
buena, llena de misericordia, llena de afecto por el bien de cada persona
humana. Que fructifique en nosotros la vida que el Hijo de Dios nos ha dado en
el Bautismo a cada uno de nosotros y que nos llama a que podamos vivirla con
gozo y con gratitud, y comunicarla también como fruto de ese gozo y de esa
gratitud.
Que así sea para todos vosotros y
para mí también. Profesamos nuestra fe.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
7 de enero de 2018
S.I Catedral
Fiesta Bautismo del Señor