Homilía en la Eucaristía en la Abadía del Sacromonte, con motivo de la fiesta popular del patrón san Cecilio, con la asistencia de autoridades municipales y civiles, y el pueblo cristiano.
Fecha: 04/02/2018
Muy querido Sr. Alcalde, Excl. Ayuntamiento, Excl. autoridades civiles y militares que nos acompañáis:
Los cristianos tenemos una
impenitente querencia a dar gracias, hasta tal punto que nuestra reunión de
oración de todos los domingos se llama Eucaristía, que en su origen significa
“acción de gracias”. Pero eso que hacemos durante media hora, una hora, los
domingos, marca, de alguna manera, toda nuestra vida. Y la vida de un cristiano,
cuando es vivida con sencillez y con verdad, es justamente la vida de una
gratitud, en todo tipo de circunstancias, porque, como decía San Pablo, “en la
vida y en la muerte somos del Señor”. Por lo tanto, mientras no nos arrebaten
al Señor o nosotros no nos dejemos arrebatar del Señor, teniendo al Señor lo
tenemos todo; por lo tanto, podemos dar gracias en las circunstancias fáciles,
en las difíciles, en toda ocasión.
Vosotros, fieles a esa impenitente
querencia cristiana, después de muchos siglos venís a dar gracias aquí en un
voto de la ciudad por una peste de la cual la voluntad del Señor quiso
preservar a nuestra querida Granada.
También yo hoy tengo que dar gracias.
Y tengo que dar gracias por muchas cosas. Al Sr. Alcalde y al Ayuntamiento porque
desde el principio de las reformas de la Abadía no han cesado de apoyar
constantemente esas reformas, para que la recuperación de la Abadía pueda ser
una realidad en todos los sentidos. Al Ministerio de Fomento, porque nos acaba
de dar un impulso también, de forma que podamos acometer la fase segunda de la
restauración de la Abadía. Pero a muchas más personas. A la Fundación de la
Abadía, por su esfuerzo en no dejarme a mi parar, ni dejar parar a nadie, para
que, efectivamente, aunque sean pequeñas cosas, todo vaya moviéndose. Al pueblo
cristiano de Granada, que apoya y desea constantemente que la Abadía vuelva a
ser lo que ha sido de una manera tan bella a lo largo de siglos ya. A la
Hermandad, que en los momentos incluso más difíciles de la casi ausencia de la
Iglesia en la Abadía, ha sabido ser ella la presencia permanente de la Iglesia
año tras año, al menos en el momento de Semana Santa, para que nadie se
olvidase de la santidad de este lugar y de lo que significa para Granada.
Pero, sobre todo, damos gracias al
Señor. Celebrar san Cecilio… Me lo habéis oído ya todos los años, al margen de
todas las leyendas que todos sabemos que están vinculadas a los libros plúmbeos
y que tienen una finalidad muy bonita –cuando se comprende bien-: justo la de
unir, en un momento de extrema dificultad, dos culturas, la cultura cristiana
del norte de España y del norte de Europa, que se hacía presente aquí, y la
realidad morisca que permanecía después de todo lo que había significado la
revolución morisca, los martirios de la Alpujarra, y luego la terrible
represión de Juan de Austria en un momento complejísimo del que es difícil
hablar sin cometer anacronismos, pero ciertamente era un momento difícil y
complejo. Y la Abadía quiso ser en ese momento, supo serlo, un lugar de oración
y peregrinación, de estudio y de trabajo, y de caridad, justo en medio de esa
difícil amalgama que, sin embargo, en torno a la figura de María y en torno al
Corpus, supo unir a las dos comunidades e iniciar un camino precioso del que todos
nosotros somos herederos. ¿Cómo no vamos a dar gracias por ese precioso camino?
El novelista George Bernanos (que es
un gran maestro de la fe, en muchos sentidos, y ha sido maestro de más de uno
de los últimos papas), en el último escrito que escribió antes de morir (que,
por cierto, este año hace el setenta aniversario de su muerte), dando un retiro
en Tánger a las hermanitas de Foucault,
comparaba a la Iglesia con una empresa de transportes, y más
precisamente, con una empresa de transporte ferroviario. Decía: la Iglesia es
una empresa para llevar gente al Cielo, y en esos veinte siglos de historia que
llevamos ha habido un montón de accidentes en esa empresa y algunos descarrilamientos
importantes (ndr D. Javier Martínez: supongo
que se refería al cisma de Oriente y luego a la Reforma Protestante, esos
grandes cismas que han dividido a la Iglesia y las heridas siguen doliendo en
nuestro cuerpo, aunque uno empieza a ver horizontes en los que esas heridas
cicatrizan y se curan, y se pueden dar miles de detalles que ponen eso de
manifiesto). Él compara la Iglesia con esa empresa de transporte y dice: “¿Cuál
es el fin? El fin es llevar a la gente al Cielo”. El título de ese texto es
“Nuestros amigos los santos”.
Acabamos de oír el texto de Job, que
es un texto en el que cualquier hombre y cualquier mujer de nuestro tiempo se
podría reconocer: vivimos esclavos de la vida, nos arrastramos, trabajamos un
día tras otro, los días de dicha a veces se pueden contar con los dedos de la
mano, para muchas personas casi no existen, y la vida parece, muchas veces para
los hombres, de una manera muy especial en nuestro tiempo más que en el siglo V
a.c cuando se escribió el libro de Job, una carga pesada que muchas personas no
resisten incluso, o resisten a base de pastillas, o con ayuda médica. Esa puede
ser la experiencia humana sin más. Y dices: pero nosotros no tenemos esa
experiencia humana sin más. Por lo que damos gracias los cristianos no es un
sin razón, ni un voluntarismo de que queremos dar gracias; es porque en esa
experiencia humana, cuyos abismos conocemos porque no estamos hechos de una
manera diferente a los demás ni somos mejores que los demás en ningún sentido,
sino que por gracia de Dios hemos podido conocer que Dios es Amor, y el Amor
infinito de Dios por cada hombre y por cada mujer manifestado en Jesucristo y
experimentado en nuestras vidas como redención, cambia la experiencia de vivir.
No porque dejemos de tener defectos, porque no seamos torpes o no cometamos
torpezas y pecados de muchas clases a lo largo de nuestra vida, pero tenemos la
certeza de la compañía del único Santo; tenemos la certeza de la compañía del
Señor, que es fiel, que ha prometido estar con nosotros todos los días hasta el
fin de mundo. Y sabemos que Dios cumple sus promesas. Y aunque haya momentos de
decadencia, momentos de aparente abandono, momentos de oscuridad en la
historia, nosotros estamos ciertos de que las escaramuzas pueden tener los
resultados que tengan pero la batalla la gana el Amor infinito de Dios. Y la
gana en nuestra propia vida personal. Nosotros pensamos en los santos y
pensamos en personas heroicas, y es verdad que la Iglesia ha empleado la
expresión virtudes heroicas para el reconocimiento de los santos, pero nosotros
tendemos a psicologizar ese heroísmo y a pensar que es que tendrían un
temperamento y unas cualidades humanas especialmente fuertes; que serían
personas con una fuerza de voluntad terrible; que eran capaces de afrontar
sufrimientos increíbles… No es así. El único Santo es el Señor. Como decía un
cura sencillo de Granada que se lo oí decir hace muchos años: “El único Santo
es el Señor, todos los demás somos mezcla”.
¿Dónde está la santidad? El Señor
que es Santo y está en medio de nosotros, y su Amor por nosotros, eso sí, ese Amor
tiene la potencialidad inmensa de cambiar nuestra vida, de cambiar la vida de
un esclavo como la de Job. El autor de la Carta a los Hebreos lo decía: el
Señor ha derramado su sangre por nosotros para que no vivamos ya como esclavos,
sino como hijos. Rescatarnos de la esclavitud del dominio de aquel que por
temor a la muerte nos tiene toda la vida sometidos a esclavitud. El Señor nos
ha arrancado del temor a la muerte y del temor a todos los poderes del mal y a
todas las fuerzas del mal que hay, en primer lugar en el corazón de cada uno de
nosotros, pero que hay a veces en la sociedad, que generan división, que nos
apartan a unos de otros, que siembran motivos, muchas veces muy justificados,
para despreciarnos, para sembrar la desconfianza, para sembrar el odio, para
sembrar…
El Amor infinito de Dios es capaz de
recuperar nuestro corazón a nada que le pidamos al Señor que nos lo abra, que
nos abra el corazón, y recuperar la alegría y la esperanza. Y como uno sabe
perfectamente que esa esperanza y esa alegría no nacen de nuestro temperamento,
ni de nuestra voluntad de estar alegres (querer estar contento, todo el mundo
querría estar contento, si pudiéramos fabricar nosotros nuestra alegría, una
alegría verdadera sin falsificarla, es decir, sin que tuviéramos que fingir o
engañarnos a nosotros mismos que estamos contentos a pesar de todo; si
pudiéramos, os aseguro que se vendería en farmacias la receta y se vendería a
precio de oro y pagaríamos lo que fuera por esa medicina). No.
Sólo el Señor es capaz de generar
desde el fondo de nuestras entrañas, desde el fondo de nuestro ser, una alegría
sencilla, que no impide nuestras torpezas, porque no se apoya en que hoy las
cosas las hemos hecho bien o nos han salido bien. Se apoya en que Tú, Señor, no
nos abandonas; en que Tú, Señor, eres fiel; en que Tú no dejas de querernos;
que nos cansamos mucho antes nosotros -como dice el Papa- de pedirte perdón que
Tú de perdonarnos; que no te cansas nunca de perdonarnos. Entonces, ese
transporte funciona y damos gracias a Dios por estar dentro de ese tren que nos
lleva al Cielo, que nos lleva a Ti, Señor, porque el Cielo eres Tú. El Cielo
eres Tú. El Cielo es Dios. Nos lleva a Ti, Señor, y a tu Amor inmortal y
eterno, y nos descubre así el destino de nuestra vida. Y nos descubre la única
tarea de nuestra vida, importante, todos, para que cada uno desde su vocación,
desde su puesto (no es el mismo el puesto de un sacerdote que el puesto de
alguien que sirve a la polis desde su vocación de vida política, o alguien que
es padre de familia y tiene que sacar a su familia adelante, o que trabaja en
una empresa y coopera así, como cooperamos todos o tratamos de cooperar, o
debíamos cooperar todos al bien común). Cada uno desde nuestra vocación. ¿Cuál
es la tarea de la vida? aprender a querernos más y a querernos mejor. Y eso,
sólo porque Tú estás Señor no nos cansamos de querer, porque siempre tendríamos
motivos para dejar de querer, incluso el marido y la mujer, incluso los padres
y los hijos, y los hijos y los padres. Siempre hay motivos para dejar de
quererse.
Tu Presencia, Señor, renueva nuestro
corazón y nos hace capaces de volver a querer, de querer más y de querer mejor.
Y cuando uno descubre que eso es lo único importante que hace uno en la vida,
la vida empieza a ser bonita; y dormir empieza a ser fácil por las noches y uno
desea ser amigo de todos los que se puedan cruzar en nuestra carretera o en
nuestro camino. ¡Cómo para no dar gracias! Pues vamos a darlas.
Damos gracias al Señor juntos y que
tengáis un día de san Cecilio precioso.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
4 de febrero de 2018
Abadía del Sacromonte
Eucaristía del voto de la ciudad a
San Cecilio