Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía en la Catedral en el VI Domingo del T.O, Jornada mundial del enfermo y día de la Campaña de Manos Unidas.
Fecha: 11/02/2018
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, santo pueblo de Dios;
muy queridos sacerdotes
concelebrantes;
queridos coro -y orquesta- de los pueri
cantores, y quienes les acompañáis:
Queridos miembros de Manos Unidas, que estáis aquí hoy, para recordarnos a
todos la inevitable lucha contra una de las cosas que más vergüenza dan en nuestro
mundo. Y es que teniendo todos los medios de los que nuestro mundo posee haya
tantos millones de hombres y mujeres que, en tantas partes del mundo, no tienen
los necesario para comer. Pasan hambre. Viven sin apenas poder alimentarse con
lo justo para mantener su vida y su salud. Y dependen de la ayuda internacional
o dependen de esfuerzos humanitarios. Y nos lo recordáis cada año en este día
de una manera preciosa.
El Evangelio de hoy narra la
curación de un leproso. Y nosotros podríamos decir: es un Evangelio que no
tiene especial repercusión para nosotros, porque, al menos en nuestra parte del
mundo –no en otras-, la lepra es una enfermedad desaparecida. Pero, recuerdo
que los milagros del Señor son, todos ellos, signos. Y un signo del que son las
curaciones, y no es casualidad que la mayor parte de los milagros del Señor
hayan sido fundamentalmente curaciones, pone de manifiesto una realidad más
profunda. ¿Cuál es esa realidad más profunda? Que todos estamos enfermos. Es
posible que no tengamos lepra. Es posible que no tengamos la forma de epilepsia
que en algún episodio del Evangelio se ve muy claro que está detrás del
endemoniado de Jerasa, por ejemplo. Pero es cierto que el ser humano es un ser
humano enfermo, que no es capaz de darse la salud por sí mismo. Naturalmente,
eso es tanto más verdad cuanto caemos en la cuenta de que la salud no es
simplemente la salud del cuerpo. Es una vida plena. Es una vida que tenga una
relación con Dios adecuada al Amor de Dios y al designio bueno de Dios para con
nosotros.
El pecado desde los orígenes de la
historia, y desde los orígenes de nuestra historia personal, ha quebrado, ha
llenado de fisuras, ha roto en muchos casos, esa relación con Dios, y esa es
nuestra verdadera y profunda enfermedad. Es la enfermedad del pecado, que nos
hace que la vida sea muchas veces opaca, como si viviéramos en medio de una
niebla espesa; como si no supiéramos a dónde dirigirnos. Y eso nos oscurece
preguntas básicas que están en lo profundo de nuestro corazón y a las que nos
es muy difícil renunciar, o imposible renunciar, pero que tratamos de tapar
porque nos damos cuenta de que en esa niebla apenas podemos nosotros darle
respuesta, o apenas nosotros podemos encontrar la fuerza para que, aunque
encontrásemos la respuesta, poder encaminarnos hacia ella. Era Kafka quien
decía “conocemos la meta -la meta es la felicidad-, pero dónde está el camino”.
Y la pregunta es todo menos banal.
Tenemos la herida del pecado en
nosotros. Somos enfermos. Enfermos de una manera radical, en el sentido de esa
plenitud para la que intuimos nuestro corazón está hecho; esa promesa que la
vida en un niño pequeño parece que es todo promesa. Somos conscientes de que no
somos nosotros capaces de cumplirlas. Esa promesa de un mundo fraterno, por
ejemplo; de un mundo donde cada uno pudiésemos mirar al otro no como yo le veo,
sino como Dios, con la misma ternura, el mismo afecto, el mismo amor con que
Dios le mira, por muy pecador que sea.
Ni siquiera nosotros mismos somos
capaces de mirarnos con la ternura y el amor… Cuántas veces, creo que es un
rasgo del hombre de hoy, perdido el horizonte de más allá de la niebla, la luz
y el sol de más allá de la niebla, nos volvemos contra nosotros mismos, nos
flagelamos, nos hacemos daño, nos acusamos; vivimos reprochándonos a nosotros
errores que hemos cometido -que pueden ser verdaderos, que lo son en muchos
casos-, pero, a menos que encontremos ese Amor más grande que el pecado, esa
Gracia que sobreabunda donde abundó el pecado, ese abrazo grande de Dios que no
se avergüenza de nuestras llagas de leprosos, no podremos amarnos a nosotros
mismos adecuadamente; no sabremos vivir en paz con nuestra historia, en paz con
nosotros, con nuestra forma de ser, con nuestra familia, con la herencia que
hemos recibimos; no sabremos vivir contentos ni en la acción de gracias. Ésa es
nuestra lepra, que luego tiene unos nombres muy sencillos. En la historia de la
Iglesia se ha expresado con los siete pecados capitales y no son más. Así como
la santidad es extraordinariamente creativa, el pecado humano es repetitivo,
rutinario, aburrido como él solo: envidia, orgullo, avaricia, lujuria, pereza,
egoísmo, y se acabó. Luego los combináis como queráis, pero se acabó. No
salimos de ahí. Esas son nuestras lepras.
¿De qué se trata, Señor? De hacer lo
mismo que el leproso: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. Te necesito a Ti. Tu
Presencia es lo que cambia mi corazón. Tu compañía, Tu venida. Tú eres lo que
más necesito. Contigo sé que un día perderé la salud. Y si no lo sé es que no
uso adecuadamente mi razón. Y la perderé sin remedio. Y sé que envejeceré, pero
Contigo lo tengo todo, porque tengo el Amor que me ha dado la vida; que, en
este momento, me sostiene en la vida. Y cuando Te conozco a Ti soy capaz de
reconocer que todo es gracia y que puedo vivir en la alegría de que tu Alianza
–esa Alianza de la que nos habla la Consagración en el momento de la Misa: “Tomad,
comed, éste es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre, de la Alianza nueva y eterna”- tu
amor es eterno, tu amor por mí es eterno. Pasaré por la oscuridad de la muerte,
que es una oscuridad mayor que la niebla en la que vivimos a diario, pero no
pasaré solo, porque pasaré de tu Mano, porque pasaré junto a Ti. Tú pasarás
conmigo. Me pasarás contigo al Reino de la vida, al Reino de la luz, al Hogar
para el que Tú me has creado, el único capaz de saciar desbordantemente todos
los anhelos de mi corazón; ese corazón que Tú has creado de ese modo para que
pueda reconocer tus promesas.
Señor, límpianos de nuestras lepras.
Limpia nuestro espíritu, nuestras vidas de esas lepras, de esas heridas, que,
además, tanto daño nos hacen a nosotros mismos, tanto daño hacen al mundo en
que vivimos. Danos la libertad de tus hijos. Danos -lo diría san Pablo- “ya
comáis, ya bebáis”, hagáis lo que hagáis, hacedlo todo para gloria de Dios. Y
todo, contentos. Todo, contentos. Porque Tú estás con nosotros. Porque a pesar
de que todos los días, al final del día digamos, Señor, un día más lleno de
mezquindades, de mediocridades, de pequeñeces, de pobrezas, Tú sigues ahí y me
dices “yo te quiero, te he dicho una vez que te quiero y ese amor permanecerá
junto a ti para siempre, no te abandonaré jamás”. Y uno puede –como dice el
Salmo- “en paz me acuesto y enseguida me duermo, porque Tú solo, Señor, me
haces vivir tranquilo”. Y empiezo el día y es un regalo nuevo.
¿Qué he hecho yo Señor para tener
ojos, estar vivo, poder hablaros, contemplaros, estar aquí frente a vosotros?,
¿qué hemos hecho nosotros para vivir?, ¿qué hemos hecho para nosotros ser todo
lo que somos? Es tu Gracia. Todo lo que somos es tu Gracia; todo lo que somos
es tu Amor por nosotros. Pero poder tener la certeza de que ese Amor no nos
abandonará jamás cambia la vida entera. Cambia lo que significa estar
aprendiendo a tocar el violín, que es una cosa que requiere mucha paciencia; cambia
lo que significa ir al cole un lunes por la mañana, o al trabajo; cambia lo que
significa celebrar un cumpleaños; cambia lo que significa enamorarse; cambia lo
que significa tener y criar unos hijos; cambia lo que significa la vida y la
muerte; cambia todo.
Tú, Señor, Dios inmortal, has
querido crearme y redimirme. Crearme y crearme de tal manera que tenga
necesidad de Ti, porque Tú quieres colmar esa necesidad y que yo pueda vivir
contento. “Yo he venido –decía Jesús- para que mi alegría esté en vosotros y
para que vuestra alegría llegue a plenitud”.
Señor, cura nuestras lepras. Cura
nuestras heridas. Sana, alivia. El Señor no hace nada sin nuestra libertad, y a
lo mejor necesita tiempo. Alivia nuestro dolores. Cura nuestras heridas y
sácianos con el gozo y la alegría cumplidos de tu amor por nosotros.
Vamos a proclamar nuestra fe.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
11 de febrero de 2018
S.I Catedral
Palabras finales antes
de la bendición final.
Gracias a Manos Unidas. Hoy es el
día de la campaña contra el hambre. Manos Unidas nació de un grupo de mujeres
cristianas en la Iglesia, concretamente el movimiento de Acción Católica. Y
nació de ahí justamente como para dar respuesta, desde la organización de la
Iglesia, a aquellas necesidades del hambre (era la época de las hambrunas en Etiopía
cuando se estaba empezando). Ahora, el hambre, cualquier sitio donde haya una
guerra, la herencia de las guerras es después el hambre, los campos de
refugiados, donde no hay alimentos, no hay medicinas. Ellas atienden hasta
donde pueden. Atienden con la ayuda nuestra. Lo digo para que no limitéis
vuestra ayuda. Si alguno de vosotros queréis cooperar habitualmente con Manos
Unidas, benditos seáis. Y si algunas de vosotras queréis cooperar en difundir
Manos Unidas, en promocionar los proyectos, también, para que pueda haber caras
nuevas y energías nuevas. Todos sois bienvenidos.
Por desgracia, la desproporción entre
los países ricos y los países pobres no ha disminuido con el progreso económico,
sino que se ha incrementado muchísimo. Los ricos cada vez somos más ricos –puesto
que todos estamos en un país de los desarrollados-, tenemos más cosas, más
aparatos; los pobres son cada vez más pobres. No podemos olvidarnos de ellos y
seguir llamándonos cristianos. Tenemos que llegar hasta donde podamos, hasta
donde lleguen nuestras fuerzas, pero tenemos que hacer un esfuerzo por llegar a
ellos. Son parte nuestra, sean o no sean cristianos. Son parte de la misma humanidad,
creados por el mismo Dios. Y creados para ser, igual que lo somos nosotros,
templos de Dios.